Hay tres protagonistas de suma importancia dentro del paro nacional: los manifestantes, la fuerza pública y los vándalos. Los tres tienen características absolutamente distintas.

Los manifestantes son todos esos miles y miles de colombianos que van por las calles exigiendo sus derechos, gritando sus consignas, bailando, cantando, gritando con furia, todos ellos con un mismo objetivo: generar un cambio, ya sea en la educación, en la salud, en la equidad, en el empleo o en las mismas instituciones. Quieren un mejor país.

Son peticiones legítimas que se deben respetar profundamente y que, se esté o no de acuerdo, se deben tramitar dentro de un respetuoso diálogo entre los legítimos voceros de los marchantes (que no son los del Comité de Paro) y el gobierno nacional, departamental y municipal.

El segundo protagonista, la Fuerza Pública, está conformada por hombres y mujeres que, como aquellos que marchan, también viven los problemas de salud, educación, pobreza y falta de oportunidades para ellos o para sus hijos.

Sin embargo, esa Fuerza Pública tiene el deber de mantener el orden público, de defender a los ciudadanos, de hacer frente a los desmanes (más no a la protesta pacífica), de cuidar los bienes públicos, de evitar robos, asaltos y todo tipo de delitos, dentro del estricto marco de los derechos humanos.

El tercer protagonista lo conforman los vándalos, aquellos que se escudan en las marchas de protesta para generar el caos, convirtiéndose en generadores de violencia. Muchos son incendiarios, ladrones, asaltantes y hasta asesinos.

Los vándalos no son manifestantes. El marchante que caiga en el vandalismo deja de serlo y se convierte en vándalo. Por lo que podemos hablar claramente de que estos son verdaderos delincuentes.

Así las cosas, tanto manifestantes como fuerza pública están ejerciendo sus propios derechos y deberes y mientras no se sobrepasen en su ejercicio están haciendo uso de sus garantías constitucionales.

Pero lo que hemos visto en el último mes es la violación constante de los derechos humanos por parte de miembros de la Fuerza Pública y de civiles que están generando el caos y que atacan, tanto a los uniformados como a los manifestantes.

Lanzar bombas aturdidoras a los manifestantes, cuando estos no han generado hechos de violencia, es una grave violación al derecho a la protesta. Disparar bombas aturdidoras o gases hacia los cuerpos de manifestantes, también lo es. Y peor, disparar contra ellos, como lo han hecho numerosos uniformados a los que la justicia ordinaria debe condenar por asesinato agravado.

Pero también son de suma gravedad acciones como las de los vándalos (no los manifestantes), cuando atacan patrullas policiales y agreden de manera cobarde a los agentes; cuando queman palacios de justicia y no dejan actuar a los bomberos; cuando detienen ambulancias o las cogen a piedra, cuando violentan alcaldías, sistemas de transporte, buses o ingresan a almacenes, bancos y tiendas para robar lo que más puedan. Eso es delincuencia de la peor calaña, venga de donde venga.

Y, además, son asesinos esos extraños personajes que se han visto disparando hasta armas largas, o los siniestros personajes de las camionetas blancas que han disparado contra verdaderos manifestantes con la clara intención de generar más caos.

A estos últimos, a los vándalos, a los francotiradores, a los que no tienen miramientos con los demás ciudadanos, a los asesinos, es a quienes se les debe enfrentar de manera decidida con mano dura, incluyendo Esmad y Fuerzas Militares. Porque son los que están incendiando el país. Son a quienes se debe detener en su accionar.

Frente a los manifestantes, el tratamiento es distinto. Hemos visto marchas sin Esmad que han sido pacíficas. Hay que respetar a los marchantes, cuidarlos. No hay que militarizar la protesta.