La semana pasada el arte se apoderó de Bogotá. Como siempre, fue una buena oportunidad para los artistas, para los coleccionistas y para quienes, aunque no podemos comprar lo que más nos gusta, como ese cuadro de Manolo Valdés que adoraría tener en mi casa, disfrutamos del arte. Sin embargo, no es de la cruda dinámica del mercado de lo que quiero hablar sino de dos propuestas que me emocionaron hasta los huesos.

La primera fue ver la obra del grandioso Norman Mejía en la sección de Referentes de ARTBO. Su pintura visceral y honesta es una de las manifestaciones más auténticas que he conocido en el arte colombiano. Norman me enseñó mucho sobre la libertad. Aunque hubiera podido escoger el camino fácil, prefirió no hacer concesiones, no cedió ante el mercado y los coleccionistas, fue fiel a sí mismo y a su pintura, y eso le costó. “No me importa quedar mal porque para quedar bien tendría que quedar mal conmigo mismo”, me dijo alguna vez. Poner su obra en Referentes es empezar a darle el merecido lugar que le corresponde. Ojalá no sea el único paso, ojalá pronto tengamos una retrospectiva de su obra y un libro, que lastimosamente aún no existe. Que su obra maravillosa, sacrílega, sagrada y monstruosa se quede para siempre entre nosotros.

El otro episodio que me emocionó fue el performance realizado por el artista cubano Félix Antequera en la Feria Barcú. Confieso que estaba de pelea con el performance, los últimos que había visto me parecían obvios y facilistas, pero el performance de Antequera me sacudió el alma. El actor empezó el acto acostado sobre una maleta llena de tierra mientras cargaba otra. Estaba preso en una red de alambre de púas. Poco a poco fue quitándose parte del alambre, se paró sobre la maleta llena de tierra, cogió la que estaba cargando y se quedó quieto. Parado, con la maleta en la mano, fue esperando a que los asistentes le pegáramos en el cuerpo decenas de fotos personales. Había imágenes de él joven, de su familia, de encuentros con amigos, de niños sonriendo y algunos retratos viejos. El público participaba si quería y cuando quería. Escoger una foto y pegarla en una parte del cuerpo se convirtió en un acto meditativo. Él permanecía inmóvil, pero se notaba el movimiento interno. El acto surgía de una reflexión personal de Antequera tan profunda y honesta que era imposible no sobrecogerse. Sentí que el silencio me habitaba dulcemente como una recompensa al caos cotidiano. Un acto artístico por el que no tuve que pagar, un acto para todos que me reconcilió con esa capacidad que tiene el arte de cambiar conciencias y de recordarnos lo importante.

Ñapa: Interesante la Feria de Arte de la Garza, una buena idea con un lindo propósito: recuperar la fuente de la Garza en el barrio Las Cruces. Estuvieron a la venta 140 obras de artistas con diferentes trayectorias. Todas costaban lo mismo ($750.000) y el comprador debía guiarse por su gusto, ya que ninguna obra estaba firmada. Aunque se podía distinguir cuál era la pieza de algunos artistas reconocidos, el ejercicio conectó a la gente con la escucha del gusto personal y la pasión por el arte.