Siempre me han gustado las Mezquitas. Desde pequeño, cuando caminaba frente a la Mezquita de San Andrés, intentaba mirar disimuladamente al interior del edificio, como si de un sitio prohibido se tratara. Volví a tener la misma sensación, la de estar en un lugar prohibido, cuando visité la Mezquita del Imam Reza, en Mashad, Irán.
La entrada al recinto está estrictamente restringida a musulmanes y si bien los extranjeros son tolerados en los patios exteriores, ingresar a los recintos interiores, los más sagrados, está absolutamente prohibido. Por esto, no son muchos los viajeros occidentales que visitan Mashad. Ir hasta este apartado rincón de Irán, cerca de la frontera con Afganistán y Turkmenistán, es una gran apuesta porque se corre el riesgo de viajar más de doce horas en tren simplemente para ser devuelto a la entrada. Aun así me arriesgué, y para intentar pasar desapercibido – o por iraní –, traté de adoptar su apariencia: me afeité, me puse mis mejores pantalones, una camisa de manga larga, y entré como Pedro por su casa; la pequeña cámara de fotos iba debidamente escondida en un sitio donde ni el más eficaz de los cacheos la iba a encontrar.
Las puertas que dividen los patios exteriores de los salones interiores están recubiertas por láminas de oro, una anticipación al extremo lujo que vería en los recintos más sagrados.
Cruzar esas grandes puertas de oro es ingresar a otro mundo, al mundo sagrado de los peregrinos, de la devoción y del fervor religioso; para mí era entrar a un mundo prohibido para los no-musulmanes, los infieles; en ese mundo, rodeado de fervientes creyentes que no verían con muy buenos ojos que un turista estuviera allí, los guardias encargados de velar por el orden, la limpieza y la buena conducta de los visitantes se convirtieron en amenazantes policías. Tenía un temor constante a que alguien me hablara en farsi – la lengua iraní –, que yo no pudiera responder y me sacaran a patadas del lugar. Trataba de pasar desapercibido mientras visitaba todas las estancias y absorbía toda la experiencia. Me sentaba a escuchar los largos sermones de los mulás, así no entendiera nada; a ver a la gente orar, leer, o simplemente descansar.
En ese mundo es fácil olvidarse de que se está en un templo y comencé a pensar que estaba en un gran palacio: las paredes, los techos y las columnas están todas recubiertas por millones de brillantes cristales que dan la sensación de estar al interior de un diamante gigante. Todos los salones están divididos por mitades, una para hombres y otra para mujeres y niños. La mayoría de mujeres van estrictamente ataviadas con el shador, ese largo vestido negro que las cubre de pies a cabeza y que le dan a la atmósfera un carácter aún más estricto y puritano.
Y en el centro, en el corazón de todo, el zarih, el “templo sagrado”, una gran arca de oro donde reposa el cuerpo del Imam. Los peregrinos, que se pelean para tocarla y besarla, aún lloran frenéticamente la muerte del hombre-santo como si hubiera sido ayer y no hace más de mil años. A medida que atraviesan salones, arcos y corredores y se acercan al zarih, la pasión se vuelve más intensa, los sentimientos afloran, el dolor emerge y las lágrimas brotan. Es un eterno y emotivo funeral, con muestras eufóricas de duelo, rabia e impotencia por el asesinato del Imam. Ser testigo del fervor, la fe y la pasión de esos peregrinos es una experiencia verdaderamente sobrecogedora.