La primera vez que fui a Grecia me hablaron del Monte Athos. “Es una región sagrada, a donde no pueden entrar mujeres. Solo monjes y peregrinos, ni siquiera gallinas”. Y si bien las gallinas sí están permitidas, el resto es verdad.
La península de Halkidiki, simplemente conocida como Monte Athos por la montaña que la corona, se encuentra ubicada en Macedonia, al norte de Grecia. Es un territorio autónomo que no se rige ni por las leyes griegas ni por las europeas. Sus leyes derivan de la iglesia ortodoxa de oriente, algo así como un Vaticano para estas iglesias. Por esta razón pueden restringir la entrada a mujeres, niños y no ortodoxos. De hecho, para poder entrar tuve que aplicar a una especie de visa ante la Sagrada Oficina de Peregrinos en Salónica. El principal requisito fue probar mi “fe” y mi “vocación” de peregrino.
Es considerado un lugar sagrado porque según la leyenda, la Virgen María y Juan el Evangelista naufragaron en sus costas después de una terrible tormenta. María le agradeció a Dios, y este le ofreció la península como regalo, para que la convirtiera en “su jardín y su paraíso”.
En la península hay unos 20 monasterios que a lo largo de diez siglos fueron fortificados para defenderse de los ataques de piratas y ejércitos invasores. Algunos están ubicados en lo alto de escarpados acantilados, otros al final de idílicas playas, otros en medio de espesos bosques mediterráneos o simplemente en las faldas de la montaña sagrada. La mayoría de ellos, más que simples monasterios, parecen castillos salidos de una ilustración del Señor de los Anillos.
Cada uno le pertenece a una orden diferente de las diferentes variantes de la ortodoxia cristiana: la griega, la rusa, la rumana, la búlgara, la armenia, la georgiana y demás. Por eso cada uno tiene su propia personalidad y carácter. También hay decenas de monjes ermitaños que viven en absoluta soledad, muchos de ellos en diminutas cuevas en acantilados sobre el mar.
Si bien al principio lo más impactante del Monte Athos es la espectacularidad de sus monasterios, después de unos días lo que más te toca es la vida monacal y la experiencia de estar en sitio verdaderamente único, místico y espiritual. Los enigmáticos monjes, de largas barbas y túnicas negras, lo comparten todo: su comida, sus oraciones y sus actividades del día a día.
Cuando llegaba a un monasterio nuevo, después de horas de caminata por senderos de montaña, trochas y playas desiertas, y en medio de una abrasante ola de calor (durante esos días las temperaturas siempre estuvieron por encima de los 40 grados), los monjes me recibían con una bandeja de dulces, fruta, quesos y agua. Cuando seguía mi camino hacia otro monasterio, siempre se aparecían con una bolsa llena de comida. Al principio este gesto me parecía de lo más amable y tomaba las bolsas con gran alegría. Pero después de pasar por tres o cuatro monasterios al día terminaba cargando bolsas como si estuviera de compras en plena temporada de rebajas. ¿Qué podía hacer con toda esa comida? ¿Tirarla? ¿Comérmela?
Los monasterios del Monte Athos son una experiencia sin igual en Europa. Es uno de los últimos sitios verdaderamente auténticos en el continente y uno de los lugares más místicos que he visitado en mi vida; y aunque se encuentran a escasos kilómetros de renombradas islas griegas, en verdad, están a un mundo de distancia.