Por: @karlalarcn
Después de tres horas en esa cocina, varias cervezas y dos botellones de vino de cuatro euros pude empezar a conocer en algo a las personas que me acompañarían en ese ‘reality’ que acababa de comenzar.
Tres suecas, un inglés, tres chinas, tres españolas, un mexicano, un marroquí, una finlandesa y cómo no, el que no podía faltar, ¡un paisa! formaban parte de los que compartiríamos por unos meses la casa. Era la primera vez que podía hablar con gente de tantos países, estaba dispuesto a conocerlos y a que me conocieran. Cuando decía que era colombiano sabía lo que ellos podían tener en la cabeza, el típico cliché aquel de la droga pero ninguno lo expresó en el momento.
Como siempre pasa, en algún momento, los colombianos se hacen a un lado para hablar un poco. El paisa resultó ser de Medellín, no hablaba mucho, estaba aburrido porque no sabía inglés y mucho menos francés. El mexicano andaba en las mismas, no sabía inglés pero ya tenía entre sus ojos a una de las suecas a la que le quería meter diente pero sin idioma no se es nadie y menos en temas de cama o amoríos. Me uno a ellos en solidaridad.
De repente, diez personas más llegaron, todos estudiantes suecos. De ahí en adelante los que hablábamos inglés éramos minoría y fue así como quedaron rezagados los 3 latinos en una esquina de la cocina. El inglés y el marroquí se fueron. Las españolas no las volvimos a ver y las chinas solo hablaban mandarín entre ellas. El svenska (el idioma en Suecia) mandaba.
-Sabe qué, ¡larguémonos de acá! –dijo el paisa, el mexicano asintió y pues por no quedarme solo, les hice caso.
Salimos por las calles de Perpiñán, una ciudad pequeña que a esa hora se veía llena de estudiantes que buscaban dónde pasar un rato. Era algo típico. En época de estudio, la ciudad podía recibir muchísimos estudiantes. Yo por lo pronto estaba más preocupado por saber qué bar estaba recibiendo personas para trabajar.
-¿Qué es esa mierda que llega uno nuevo y ellos solo quieran hablar en su idioma? –pregunto el paisa.
– Pinches cabrones, replicó el mexicano.
Seguimos caminando y en un momento paramos en un lugar donde encontraron algo que los hizo afines desde ahí, realmente se volvieron compadres. Encontraron un lugar de striptease.
El lugar a simple vista era lúgubre y se pagaban 20 euros por entrar. Un tapete rojo desgastado daba la bienvenida. Tanto el paisa como el mexicano dejaron su inteligencia en el fondo de los pantalones al ver el sitio. Por mi parte yo ni quería ni podía. Estaba más interesado en buscar dónde conseguir trabajo que en pagar 20 euros que me servirían para comer. Ellos entraron al lugar y yo seguí mi camino.
Encontré esa noche un gusto particular al caminar por esa ciudad de noche, las calles angostas, las casas, había algo que me agradaba. Bajando por una calle angosta miré hacia la izquierda y al fondo de una calle sin salida escuché música proveniente de un bar. Se llamaba Tío Pepe.
Entré al lugar el cual no estaba ni lleno ni vacío, pero perfecto para poder hablar con el encargado a ver si necesitaba alguien para trabajar.
La barra estaba llena. Me acerqué, pedí una cerveza y me senté en la única mesa que estaba vacía al lado de la entrada. Nadie me miró, nadie me veía, me sentí como si formara parte de la decoración.
Me tomé un sorbo de cerveza y el encargado de la música puso esta canción, que para la época era todo un hit. El video al mismo tiempo se proyectaba en la pared enfrente de mí.
En ese mismo instante, cuando el vaso baja de la boca a la mesa, vi venir a una mujer directamente hacia mí. Zapatos Converse, Leggins negros, una falda de Jean, una chaqueta de cuero, en la cara unos ojos que alumbraban y me miraban directamente. Veo sus caderas y su pelo moverse, tiene una cerveza en la mano y de repente todo se calló, solo tenía ojos para esa cara y oídos para esa canción. Me puso la mano en el hombro, me miró de forma atrevida y me preguntó en inglés si podía ocupar la silla del lado que estaba desocupada.
Jean Piaget escribió que la inteligencia es lo que usas cuando no sabes qué hacer. Atendiendo estas palabras, como siempre me pasa en momentos de presión, ansiedad y en este caso con ese coctel de feromonas que tenía encima, reaccioné de la forma más estúpida posible; me levanté de la silla tan rápido que con el pie le pegué a la mesa y el vaso de cerveza salió rodando directo al piso. Todas las miradas giraron directamente hacia mí… al que hace unos minutos solo era parte de la decoración.
-Lo siento, hice que perdieras tu cerveza, lo siento mucho –me dijo ella en inglés.
-No hay problema, sigue y te sientas.
No me importaba nada, absolutamente nada. Me preguntó el nombre y me dijo el suyo. Annika.
No podía apartarle la mirada de la sonrisa y de los ojos. Me cuenta que es sueca, de una ciudad llamada Örebro. Lleva desde los 17 años dándole vueltas al mundo. Empezó en Estados Unidos y el último país donde vivió fue en Australia. Como buena sueca, no le importa el futuro, solo vivir el presente. En pocas palabras todo lo que una mamá como la mía no desearía que estuviera al lado de su hijo.
Ella iba a ser estudiante de la misma universidad, ella sabía francés así que no estaríamos en el mismo curso. De un tema saltamos al otro y así durante 4 horas seguidas. Fueron 4 horas que no quería que terminaran. Más que poner atención en lo que ella me decía intentaba conocerla a través de sus gestos e ir más allá de la mirada. Se activó en esa conversación algo que pasa algunas veces, algo a lo que los seres humanos llaman encanto y seducción.
Eran las 2 de la mañana, el lugar ya estaba vacío y nosotros seguíamos hablando. Me contó que en sus viajes conoció colombianos y le parecía extraño lo groseros que somos: eso de llamarnos maricas y que tuviéramos predilección de la palabra huevón en vez de decir amigo. También me cuenta que su mamá en los 60’s estuvo en Colombia de voluntaria enseñando en escuelitas.
Es hora de irnos. Se niega a que la acompañe a su casa. Nos dimos dos besos en la mejilla y se fue. No podía dejarla ir así, sin más. Tenía que hacer que el universo conspirara a mi favor. Ideé un plan.
-Oye, te invito a comer a mi casa mañana, ¿quieres?
Ella no se negó, me dijo que sí. Le dije que la recogería mañana en la entrada de ese mismo bar y se fue.
Es de día, abrí los ojos mirando al techo y salté directo a la ducha. Empezaba a trabajar en 30 minutos. Solo había tiempo para un café en la cocina, donde ya estaba el paisa. Le pregunté cómo la habían pasado y me cuenta que les sacaron del bolsillo 100 euros a cada uno. Justo después de escuchar mi historia me lanzó una pregunta:
-¿Cómo así que conoció una sueca en un bar? – ¿Se la comió?
Llegué a tiempo a mi trabajo y empecé la inducción, me enseñaron el trabajo que tenía que hacer allí que no es más que servir cafés. Traté de seguir el hilo en lo que me dijeron y de cuando en cuando se me pasaba la sueca por la cabeza. Terminé de trabajar tarde y salí corriendo al sitio donde habíamos quedado. Ella estaba ahí, Jeans descaderados sueltos, una blusa de algodón de tiritas, sandalias y unas Ray Ban que le tapaban los ojos azules inmensos de los últimos rayos de sol de la tarde.
Fuimos a mi casa y lo primero que nos sorprendió al llegar fue ver la cocina hecha un burdel. Todos los vasos sin lavar, la loza acumulándose por montones y el marroquí llevado del enojo. Solo se le entendía algo en francés ¡fils de pute!
-Vámonos a mi casa y cocinamos. Puedes preparar algo colombiano. -Dijo ella al ver semejante desmadre.
El problema era cocinar. Sabía hasta ese momento hacer arroz, huevo, chocolate, pasta con atún y obviamente arepas, pero ella me pedía que hiciera algo colombiano con lo que tenía en la casa. No se me ocurrió nada y menos sin saber qué tenía ella en la alacena. La condición era no comprar nada por el camino.
Al llegar a la casa, ella solo tenía en la casa leche, papa, arroz, huevo y pan. El resto era comida de su país que había traído en la maleta.
-¿Qué puedes inventar con lo que tienes ahí?, pero que sea algo colombiano, me dijo
Me acordé de lo de la inteligencia cuando no se sabe qué hacer y al milisegundo que dijo colombiano, le contesté.
-Con esto se puede hacer… ¡CHANGUA!
Solo a mí se me habría podido ocurrir el invitar a comer a una mujer y decirle que podríamos preparar changua. No fue culpa mía, pensaba en preparar una pasta o algo así, pero al no haber más dije esa palabra mágica. Ella respondió sin saber cómo pronunciar la bendita palabra:
-¿Chagguua? Súper. ¡Voy a alistar el vino!
-Oye no, esto es una sopa, no se acompaña con vino. –le dije yo.
-¿Y por qué no? El hecho de que nunca se haya hecho no significa que no se pueda.
¿Cómo explicarle a una sueca que lo que voy a cocinar no es nada gourmet?, que la sopa no es una sopa, es un caldo, de hecho, intentar explicarle la diferencia entre una sopa y un caldo. Dejé de pensar en más pendejadas. La changua es simplemente era una excusa para volverla a ver y hablar de los dos, de quiénes somos y por qué resultamos en ese país. Ella no sabía ni qué era, ni cuándo se consumía, nada. Todo jugaba a mi favor.
Fuimos creando un engendro sin ni siquiera ponerle atención a lo que hacíamos. La changua quedó hecha de huevo, papa y pan. Ella sugirió que si podíamos innovar la receta agregándole pasta. Yo la hice desistir de la idea. Mientras la preparamos le conté cómo llegué a Francia, ella me contó de lo aburrido que puede llegar a ser un invierno en Suecia y que en ese momento ella estaba sola al igual que yo. Encontró interesante la historia acerca de mi exnovia y su decisión de eliminarme de su vida al quedarme sin dinero.
Después de terminar la changua, ella me repitió varias veces que el sabor le gustó, aunque yo no estaba tan seguro de eso. Media hora después de charla, ella decidió que sería buena idea irnos de fiesta. No me importaba, iría donde ella quisiera.
Llegamos a un sitio invadido de estudiantes, la mayoría, para variar, suecos. Nos hicimos en la barra y después de dos shots de tequila empezamos a bailar. No sabía qué esperar, ni siquiera lo pensaba. Esto no era nada a lo que yo estaba acostumbrado en Colombia. Por lo menos para mí salir con alguien e intentar un beso era todo un proceso pues vengo de un pueblo pequeño donde pedirle el teléfono a una nena era ganancia y besarla la misma noche era toda una osadía. Soy de una generación criada con miedos refundidos con valores.
Estábamos bailando cuando un sueco se le acerca, le sonríe y le habla. No tenía ni idea que se decían. Ella no le sigue el juego, me tomó de la mano y de ahí en adelante no me soltó. Seguimos bailando y nos dejamos llevar por la música, pasó mi mano por su cara, sus hombros, ella me mira y solo siento que todo el deseo que podía tener acumulado se fijaba en sus labios. Me abalanzo sobre ella y le doy un beso, un beso que supo a libertad, un beso que supo a lujuria, un beso intenso que confirmo lo mucho que me gustaba esa mujer pero al ser de otro país, al tener otra cultura, no sabía qué esperar de ella. Solo me quedaba no hacerme videos en la cabeza y disfrutar la noche viniera lo que viniera.
-¿Quieres ir a mi casa a tomar algo? –me preguntó ella.
La última vez que escuché esa frase fue en alguna serie de televisión y nunca pensé que alguien, en algún momento de la vida me la dijera. No sabía qué decir, pero tranquilo, ahí viene la frase pendeja:
-¿Es que ya te quieres ir? – ¡Pendejo yo!
Sonríe, me da un beso y nos vamos.
No hubo calle en la que no nos besáramos, no hubo muro en el cual yo no quisiera tomarla como si fuera la última vez que la besara. No hubo «te quieros», no hubo «me gustas», la idea era no pensar en el futuro, solo pensar en esa noche.
Llegamos al rio que divide la ciudad y ahí en medio de la nada me abraza con tal fuerza que siento cómo toca la última fibra de mi cuerpo y nos dejamos llevar por el deseo.
Como pudimos, llegamos a su casa. En el corredor antes de subir las escaleras, en una noche tibia de septiembre, sin luna que nos dejara ver el camino, dos personas que hace menos de 48 horas eran unos perfectos desconocidos, se quieren conocer de la forma más humana posible, amándose.
Ya en su cuarto, viendo sus ojos azules, sigo intentando entender quién es esa mujer que tengo enfrente. Solo con ver su actitud, sus gestos, su forma de hablar, comprendo que más que estar deslumbrado por la novedad de salir con alguien y mucho más de otro país, estaba atrapado por quién era, por cómo se expresaba, por cómo le brillaban los ojos al preguntarle sobre su vida. Sentados en la cama con una copa de vino en la mano puedo percibir que esa historia no es de solo una noche, no sé por qué presiento que es una historia a la cual no le avizoro final.
Seguimos hablando hasta que a eso de las 4 am el sueño nos vence a los dos, ella se quita el Jean, lo mismo hago yo. Nos metemos a la cama a dormir en cucharita y ella dice algo que aunque parezca estúpido tiene su mérito.
-Otro no me hubiera preguntado por mi vida, me hubiera quitado la ropa al llegar. ¡Eso me gustó!
Algo me decía que ella era más que una historia de una noche de cama y por eso no forcé las cosas. Sentía que esa historia se empezaba hasta ahora a escribir, una historia que nació con una changua que fue la excusa perfecta para conocernos. A partir de ahora veremos hasta dónde llega.
Al otro día el paisa todo lo resume en una pregunta de la forma más arcaica y a su vez más irrisoria posible:
-¿Cómo así, la invito a comer, va y le hace una porquería de changua y pa’ colmo no se la comió?
Twitter: @karlalarcn
Foto de: http://cocina.linio.com.co/desayuno/changua-un-delicioso-sabor-para-empezar-el-dia/
Canción Sunrise de Simply Red.