Por @karlalarcn

De dónde eres es menos importante que hacia dónde vas” – Pico Lyer.

Los días pasaban rápido, más rápido de lo que quería.

Los días entre semana me dedicaba a estudiar en el día y trabajar en la noche. Los fines de semana eran también dedicados solo al trabajo. Ya era mayo, mi francés era algo fluido y estaba curtido contra relaciones sentimentales. En el café podía llevar tres platos en una sola mano mirando al frente y aquella deuda que contraje para poder salir de Colombia estaba casi saldada. Pero algo faltaba.

Ese algo que faltaba no se podía explicar, es sentir que se estaba bien, se hacían las cosas bien, pero sabía que las cosas deberían cambiar y en efecto cambios eran los que venían.

Después de un buen tiempo en esa ciudad y al pasar ya los meses que tenía contados para vivir por fuera me encontraba ante dos caminos claramente opuestos: o volvía a Colombia o simplemente encontraba una manera de alargar mi estadía.

Esa es siempre la disyuntiva en la que nos encontramos todos los que emigramos del país, no importa el tiempo que llevemos viviendo afuera; la pregunta de volver a Colombia siempre araña el corazón.

Siempre doy un consejo y los años me han demostrado que es lo más acertado: antes de volver definitivamente a Colombia, piense en ir y ver “in situ” como están las cosas y si vale la pena intentarlo.

Fue así como me planteé la situación, intentar ir a Colombia, visitar a mi familia y ver cómo estaban las cosas para evaluar las posibilidades de volver.

Desde que llegué a Europa siempre ahorré un dinero disponible para volver al país en caso de urgencia. Aunque no era una urgencia, quería viajar a Colombia y saber qué me podía encontrar, si realmente podría volver o era simplemente un capricho.

Un mes después, tomaba un vuelo de Madrid a Bogotá. Nadie me esperaba, iba de sorpresa. Después de casi un año por fuera me sentía feliz de volver, me sentía feliz de sentir mi ciudad y mi país. Iba con la idea clara de explorar la posibilidad de quedarme, muy dentro de mí era lo que quería, lo que iba a buscar. Solo había algo que me salía por los poros: ILUSIÓN.

Once horas después, la emoción de ver la sabana de Bogotá me quitó el cansancio. La felicidad me embargaba. El sentir que volvía a mis raíces, a mi país, el imaginarme que llegaría a mi casa por sorpresa y seguramente mis papás llorarían de alegría era lo único que me importaba.

Por fin en el aeropuerto me dispuse a tomar un taxi que me llevaría hasta el terminal de buses de Bogotá, donde tomaría un bus hasta el pueblito donde vivían mis papás.

Mi primera impresión fue que el caos seguía en Bogotá. Era 2005 y sentía cómo esa ciudad caótica no había cambiado para nada. Al llegar al terminal el taxista me cobró 25.000 pesos por la carrera. Segunda impresión que no ha variado siempre que voy: todo es carísimo, no importa lo que compre, es caro y queda la pregunta en el aire: ¿Cómo puede una familia con un salario mínimo en Colombia vivir en una ciudad tan costosa como Bogotá?

Ya estando en el terminal de buses era claro que todo seguía igual. Siempre se tiene la esperanza así pasen los meses o los años, que en algo cambie la situación de nuestro país, pero desgraciadamente es solo una idea pasajera. Alguien de la policía me detuvo.

–Señor, le recomiendo que tome sus pertenencias y las asegure. Su mochila es mejor llevarla siempre donde la pueda ver ya que lo pueden robar. – ¡Bienvenido a Bogotá!

En ese momento recordé que en mi país, eso de andar relajado con maletas, celulares y demás, era una costumbre que debía olvidar desde el momento que me bajé del avión.

Después de más de dos horas ya con la luz de la noche, al pasar dos montañas, mi pueblito se abría ante mis ojos. Ese pueblo donde nací seguía igual. La calle de entrada, las luces, el aroma, todo parecía como si se hubiera detenido en el tiempo que no estuve. Me bajé donde siempre lo hacía, tomé mi maleta y salí casi corriendo a la casa de mis papás.

No podía contener la emoción al estar enfrente de la casa. La fachada tenía un color diferente y las cortinas eran otras. Toqué el timbre una primera vez. Nadie se acercó a la puerta. Una segunda vez y una tercera. Una señora desconocida se asomó por el velo de la cortina. Se quedó mirándome y al reconocerme me habló con voz fuerte:

-Sus papás ya no viven acá.

La miré con extrañeza ya que no sabía de lo que me hablaba.

-¿Cómo que no viven acá? Si esta es la casa de ellos, ¿dónde están?

-Esta casa la tome en arriendo al nuevo dueño. -A ellos les remataron todo lo que tenían, si quiere encontrarlos vaya a la siguiente dirección.

En el ámbito familiar, esto eso es lo que tiene el volver a Colombia de sorpresa. A veces la sorpresa es para el que llega y muchas veces, la sorpresa no es buena.

Mis papás me habían ocultado absolutamente todo. Mi papá había trabajado para una entidad estatal, fue despedido y la empresa liquidaba cuando le faltaban 2 años para la pensión. Presentó una demanda y la ganó pero por ser una entidad estatal, los trámites hicieron que no hubiera recibido ni un solo peso de todo lo que le adeudaban. Ahora vivía en arriendo con mi mamá en una pequeña casa, en un camino rural a la salida de mi pueblo.

Llegué a esa pequeña casa, golpeé una puerta de madera gastada por los golpes y el tiempo. La imagen que tengo no se me borrara nunca de mi mente: mi mamá abre la puerta dice mi nombre y se abalanza hacia mí como si en sus lágrimas se liberara toda la presión, era alguien que no podía más con la vida. Su desahogo fue un llanto de desesperación del que vio como todo su trabajo algún día se fue como agua entre los dedos.

Mi papá corrió hacia la puerta y nos fundimos los tres en un abrazo. En medio de la desesperación y la tristeza, fue el amor de los tres lo que nos unió.

Como no me esperaban pude saber de primera mano todo lo que paso. Los dos habían buscado una casa pequeña y modesta a las afueras de mi pueblo donde pagaban un alquiler y trabajaban en un pequeño restaurante que habían montado en el garaje de la casa. Allí vendían almuerzos a los trabajadores de una central de taxis al lado de su casa. Todo lo que me decían en las llamadas telefónicas, que estaban bien y sin problemas eran mentiras. Simplemente no querían que volviera, no querían que me preocupara y por eso callaron lo que pasaba.

Al otro día y sin dormir mucho, un gallo cantó a eso de las 5 de la mañana, hora en la que me levanté con mi papá a ayudarle en el restaurante. Hacia unas horas hacia lo mismo en una calle en Francia, ahora les servía a unos taxistas cosa que no importaba. El hecho de ayudarle a mis papás me hacía más que feliz.

Durante los primeros días no salí de la casa de mis papás, solo quería ayudarles y ver cómo podíamos mejorar la situación. Lo primero era visitar al abogado que llevaba el caso de mi papá.

Cuatro días después salí con mi papá rumbo a Bogotá. Un bus intermunicipal nos dejó en el portal del norte de Transmilenio. Mi papá me lanzó una advertencia: -¡Acuérdese que acá es empujar y correr!

Después de varias horas en la ciudad me di cuenta de que en eso se convirtió Bogotá, en empujar y correr. Infortunadamente todos nos acostumbramos a eso y somos partícipes sin quererlo de lo mismo: el atropello y el maltrato.

***

Desde Francia había hecho algunos intentos, pasando hojas de vida vía correo electrónico. De aproximadamente 100 que pasé, recibí respuestas de unas 10. De 3 lugares me pedían ponerme en contacto con ellos al llegar al país y así lo hice. Tendría 3 entrevistas laborales donde iba a tentar la suerte.

Si hay una frase a la que le temo al llegar a una entrevista en Colombia es cuando dan la explicación de qué tipo de empresa es y dicen algo como “multinacional en expansión”. Esa fue la frase que escuché en la primera entrevista.

-Nuestra empresa es una multinacional en expansión que nació en Ecuador. –La idea es que usted con toda su experiencia venga a trabajar con nosotros. Me ofrecían un puesto en compras pagándome un salario mínimo, pero el primer mes y medio debía trabajar gratis.

No obstante, esa primera impresión, me fui con buena actitud a una segunda entrevista. La actitud me llegó hasta la entrada de la oficina. Una oficina muy bien ubicada en la calle 100 de Bogotá. Me hicieron completar la famosa prueba PF16, después otra prueba de coeficiente intelectual y por último dos entrevistas más dónde lo único que me dejaban claro era que el cargo se llamaba jefe de producto. Después de 4 horas pasé a jugar “la final” con otras 3 personas. Tenía el último turno y me recibió el jefe de área. Me lanzó una pregunta directa con ñapa:

-¿Joven, cuál es su aspiración salarial? –Pero antes que me conteste, déjeme le afirmo (ahí venia la ñapa), él último joven que entro está dispuesto a trabajar de lunes a sábado de 7am hasta cuando le toque por el mínimo, ¿está usted dispuesto a lo mismo?

Después de 4 horas de ver desfilar hojas de respuestas, esferos y personas buscando un empleo, mi cara de cansancio se tornó en molestia ante la humillación, no sólo por la pregunta, también por la falta de respetó por la que muchos como yo pasan en Colombia buscando una oportunidad laboral. Aún hoy, pienso si sería verdad lo que me decía el que me entrevistaba o sólo era por probar mi capacidad de aguante. La risita irónica que soltó al finalizar la pregunta me dejó claro que decía la verdad. Y la verdad fue mi respuesta:

-¿4 horas para hacer esta pregunta?, ¿4 horas para que usted con su risita intente humillar a los demás? -Por personas como usted fue que se inventó aquella frase que doctor le dice a cualquier… ¡ya sabe que!

En ese momento simplemente di la vuelta hacía la puerta, en ese momento me sentí completamente feliz de poderle decir la verdad a alguien en la cara. Es de esos instantes que usted lo único que siente es felicidad, se siente todo un héroe, de esos momentos que todo el ruido se vuelve murmullo. Era el murmullo del que me preguntó, el murmullo del que se cree con poder pidiendo ayuda:

-¡Seguridad, el de la puerta!, -¡Sáqueme a este pobre pendejo de la empresa!

La última entrevista era para una empresa muy reconocida nacionalmente, pero la que sería mi jefe directa no lo pudo decir más claro después dé ver mi hoja de vida:

-¿Y a qué quiere volver? Acá no tendría futuro. Quédese en Europa y trabaje allá. Además, si quiere hacer algo acá piense en una cosa: ¡sin maestría… ni vuelva!

Estaba claro que a nivel laboral, en ese momento, no tenía un futuro claro ni mucho menos promisorio.

***

Ver a los amigos después de un año se vuelve un acto de fe, una necesidad, una obligación de la cual quería disfrutar. Hablé con 15 amigos para poder vernos, los 15 eran mis amigos cercanos al momento de irme. El día de la reunión llegaron 5, con los cuales pude hablar y saber de sus vidas, pero la comunicación no fluía.

Cada uno hizo su vida, cada uno tomó su camino. Las cosas que nos unieron en el pasado no eran ya las mismas y las cosas en común pasaron a ser contadas con los dedos de una sola mano. Es inevitable que eso pase. Al principio teníamos comunicación de forma constante vía mail, (no había ni redes sociales ni mensajes en ese momento) después se disminuyó el contacto hasta el punto de volverse casi efímero.

Sin duda es lo más triste de emigrar, encontrarse con los amigos nuevamente y ver que los que se tenían en la lista se reducen. Tal vez no eran realmente amigos, pero no deja de ser triste el no encontrar puntos comunes ni siquiera en una conversación con mis amigos que pasarían con el tiempo a ser mis amigos desconocidos.

***

Día tras día, me daba cuenta de que ese viaje confirmaba que al salir del país, después de un tiempo, las expectativas suben, se aspira a más, pero es difícil colmar esas expectativas al volver a Colombia. Después de 10 años afuera, son más los que deciden seguir afuera que volver y no es simplemente cuestión de creerse más por vivir afuera. Es simple, si se vuelve a Colombia es para mejorar lo que tiene afuera y en muchísimos casos, lo más posible es que eso no se alcance. Es la misma situación del que emigra de una ciudad a otra en Colombia, probablemente lo hace buscando mejores oportunidades, cosas que en su ciudad de origen por más que añore volver, no podrá encontrar.

Mi situación familiar era también un detonante en la decisión de volver a Europa. Para mi familia, a nivel netamente monetario yo era más útil trabajando en un café al otro lado del mar que viviendo en una humilde casa con ellos. Aunque ese techo sencillo, esa puerta de madera vieja y toda esa atmósfera de sencillez en un paraje muy distinto al que ya estaba acostumbrado me gustaba. Me gustaba el olor a campo, la sencillez con que vivían mis papás que nada tenía que ver con el ambiente de ostentación en el que alguna vez me crié. Así es la vida, conocer la sencillez cuando se tiene menos y sentirse vivo al tener poco.

Fue así como después de dos semanas decidí que mi destino –por ese momento– estaba en volver a Europa, en seguir viviendo por fuera, en intentar salir adelante solo, con la fe intacta en el destino y con la confianza que la misma vida me ayudaría a trazar el camino.

Una semana después una lágrima bajaba por mi mejilla. Intentaba no mirar atrás, no quería hacerlo, pero fue imposible. Al volver la mirada mis dos viejos se abrazaban y lloraban. Tal vez si fueran otras las circunstancias, estarían felices pero esta era la vida y lo que teníamos en el momento. Íbamos a luchar por salir adelante desde orillas diferentes.

El avión de Air Madrid despegaba de Bogotá. Siempre dan un giro hacia la izquierda y mientras tanto sabía que por ahora me iba, pero tenía la ilusión de algún día volver. Los colombianos vivimos de ilusiones y una de las más grandes es volver a un país lleno de oportunidades donde quepamos todos.

Twitter: @karlalarcn