Por @karlalarcn
-Hola, soy inmigrante, tengo dos maestrías y limpio mierda en un centro comercial.
Era un cuarto disfrazado de oficina. Unos veinte metros cuadrados para aproximadamente unas veinticinco personas. Todos inmigrantes, todos diferentes, todos sin empleo o subempleados. Todos buscando trabajo.
Nadie salía del asombro al escuchar la manera como se presentó esta persona, un hombre de unos treinta años de acento latino. La misma persona encargada de presidir la reunión no sabía qué decir. Le dio las gracias con voz nerviosa e invito a presentarse a otra persona. De ahí en adelante todas las miradas se posaron en esta persona que solo miraba la nieve caer a través de la ventana.
Conseguir trabajo en esta ciudad no es fácil. La tasa de desempleo en inmigrantes es alta y, más aún, con empresas que prefieren a alguien de apellido Tremblay que a un Rodríguez.
Después de la presentación cada persona debía sentarse y hablar con un consejero de empleo, el cual daría su veredicto sobre las posibilidades de cada uno. Eran diez minutos para demostrar capacidades.
Mi reunión duró cinco. El consejero me valoró como “calificado con problemas”. Después pasaba a un segundo grupo, el grupo de los que no sabían dónde ubicar, ya sea por sobre calificados o simplemente porque no había ofertas disponibles de empleo.
Compartía un cuarto pequeño con un bibliotecólogo, una experta en lenguas muertas, un teólogo y 3 personas más que no sabían ni francés ni ingles. Yo soy administrador de empresas con un problema fundamental o mejor dos: no experiencia ni diploma en el país. Según ellos, en este país estos son dos factores clave para poder tener un empleo en mi campo de acción.
-Pero no tiene de qué preocuparse señor. Me decía una persona después de analizar mis datos.
-Le sugiero que haga una formación y al mismo tiempo consiga empleo en cualquier cosa. –Si surge cualquier duda, llámenos cuando quiera.
Un mes después empezaba en un trabajo que encontré. De ahora en adelante era el encargado de limpiar los baños del aeropuerto durante 6 horas todas las noches. Un balde, un trapero y una escoba me daban la bienvenida.
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“Si no construyes tus sueños, alguien te va a contratar para que le ayudes a construir los de él.”
No importa la ciudad ni el país y no importa la cultura, en cuestión de desarrollo profesional nos enseñaron a ser dependientes. A ser empleados.
Si se observa en perspectiva, ese modelo de sistema donde la idea era conseguir un puesto está cambiando. Estamos pasando de una era industrial y mercantilista a una era de conocimiento, donde se mira a una persona no como una unidad de trabajo sino como una fuerza intrínseca para generar creatividad y conocimiento.
Antes, para crear una empresa o fábrica se necesitaban ideas y dinero. Ahora si quiere tener su propio empleo son necesarias dos cosas: conocimiento y determinación.
En países como Colombia es difícil encontrar un empleo si usted es muy joven y sin experiencia y lo es aún peor si tiene más de treinta años y con mucha experiencia. Esta dicotomía nos lleva a estar abocados a un cambio, a ver las cosas de otra manera y regenerarnos como personas y profesionales. El aprender y desaprender constante.
Dos meses después mi vida transcurría en dormir un poco en las mañanas, desesperarme en las tardes y resignarme al llegar al trabajo cada noche.
Seguía enviando mi hoja de vida todas las mañanas. Ya no importaba ni la ciudad, la provincia o incluso el país, sabía que quería quedarme donde estaba, pero también que debía encontrar un empleo que valiera la pena. El dicho colombiano aquel que no me devuelvo a Colombia con el rabo entre las piernas siempre aparecía en la cabeza a la hora de pensar en esa última salida.
Probablemente la solución estaba en cambiar la manera de ver las cosas, mirar el mundo al revés para encontrarle sentido. Mi revelación llegó por una caneca de basura.
Una noche limpiando una caneca de basura encontré una revista, una revista que me llamo la atención porque estaba como nueva y por su nombre: Entrepreneur. En español: emprendedor.
El título en inglés decía algo como “cuándo renunciar a tu trabajo”. Al ver ese titulo entendí lo que el destino me quería decir. Tenía que hacer algo, encontrar mi propósito en cuanto mi vida profesional. Seguramente no había hecho mi carrera o una maestría para terminar limpiando orinales. Desgraciada o afortunadamente la vida nos pone ante situaciones límite, en estados personales que nos hacen reaccionar, momentos en los que solo se puede salir hacia arriba, donde ya se toca fondo y es el momento de perseguir sueños.
Pensándolo bien, mi problema podría ser el de muchos. Cuantos no están allá afuera yendo a trabajar en algo que no les gusta, solo por obligación o necesidad. Lastimosamente a veces usamos los términos “obligación o necesidad” para quedarnos como estamos, para no actuar o literalmente para dejarnos amedrentar por un jefe, un trabajo o una situación que podría mejorar si la enfrentamos.
Cada decisión, cada movimiento en la vida trae incertidumbre y habría que escoger entre la incertidumbre de ser empleado o la incertidumbre de ser algo más, de ser emprendedor y eso no era algo nuevo para mí. De hecho, era volver a mis orígenes.
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¿Un emprendedor nace o se hace?
Esta es la pregunta del millón. No pretendo responderla, pero de pronto mi historia sirva en algo de referencia.
Mis padres llegaron ambos de orillas diferentes a un pueblo perdido escapando de la violencia sin nada en los bolsillos. Las primeras imágenes que tengo de niño son de mis papas haciendo cosas. Mi papa volviendo de su trabajo en una fábrica directo a ayudarle a mi mamá a hacer churros para vender en una escuela. De los ahorros de las ventas salió para el primer negocio que tuvieron mis papas: una peluquería.
Mientras mi mamá trabajaba en la peluquería, mi papá salía a su trabajo en la fábrica y cada que podía, un fin de semana con festivo incluido, salía a Cúcuta a traer mercancía. La casa se llenaba de vestidos, medias y juguetes que eran vendidos primero a la familia y después a los amigos de la familia. Sabía lo que era emprender desde la cuna.
Mis papás decidieron que era hora de hacer algo más organizado. Mi mamá vendió la peluquería y con los ahorros montaron un almacén de ropa y juguetería. El primer fin de semana de cada mes era de mi papá y yo. Salíamos en bus a Bogotá a comprar mercancía en el centro de Bogotá. Desde los 8 años me recorrí cada calle de San Victorino. Aprendí a pedir rebajas, a no dejarme robar bolsas pero sobre todo aprendí el esfuerzo que hacían mis viejos para conseguir el dinero, de esas clases que solo se aprenden viviendo la vida.
El primer “emprendimiento” que tuve fue a los 14 años: venta de pólvora en diciembre. Había una revista llamada Círculo de Lectores que en el número de noviembre, en la última parte venía dedicada a los fuegos artificiales. Conseguí el número del proveedor y lo contacté directamente. Mi papá me arrendó un espacio en el anden del almacén y me prestó el dinero para comprar la pólvora. Todo el mes de diciembre vendí pólvora. Por 100 pesos más hacia entregas a domicilio en bicicleta.
En enero de ese año había conseguido duplicar lo que mi papá me presto. Pagué el préstamo y una cerveza que fue el cobro por el mes de arriendo del anden.
Mi primera quiebra fue al año siguiente. Encontré un proveedor más barato pero la pólvora era de pésima calidad y la mayoría me la devolvieron. Las únicas que sirvieron fueron las Chispitas Mariposa. De esa primera vez aprendí que hay que tenerles “respeto” a los proveedores, se debe tener mínimo 3 opciones y hay que probar la calidad de la mercancía, así fuesen pitos, martillos o voladores.
Según mi experiencia, si se quiere ser emprendedor lo mejor es buscar un ambiente propicio de emprendimiento, ya sea la familia o los amigos. Todos tenemos alguien cercano que algún día fue calificado como loco por intentar comenzar un negocio. Esa persona es la clave para obtener experiencia, conocer y aprender de lo que se trata y sobre todo algo que le servirá toda la vida: saber que el dinero cuesta.
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Mi primer inversor: ¡3 dólares!
Después de 4 meses en el aeropuerto me asignaron a un hotel. Trabajaría de 8am a 2pm, limpiaría en promedio 14 cuartos al día y tendría el viernes de descanso.
Hacía meses que había desertado de la idea de conseguir un trabajo. Solo pensaba en desarrollar una idea. Una idea que había tenido olvidada hacía muchos años: poder contactar gente que necesitaba algo con personas que ofrecieran eso que los otros buscaban.
Era una idea básica. Cuántas veces usted ha necesitado alguien para hacer algo. Seguramente ha buscado en internet, en directorios, pero no ha podido dar con el mejor. De hecho, muchas veces nos conformamos o con lo primero que encontramos o con lo que nos tocó.
Por allá en 2008 desarrollé la idea con una página web para profesores. Encontrar el mejor profesor para una clase particular. La prueba fue exitosa, el trabajo de campo sirvió y me di cuenta de que la gente me preguntaba si conocía de algo similar pero para eventos, fiestas o celebraciones.
Al final continué solo con la idea de los profesores y no la agrandé por falta de dinero y de tiempo. La página de profesores siguió funcionando hasta cuando cambié de país.
Pensaba en lo pendejo que fui en abandonar la idea, en no pensar en ofrecer lo mismo para otros profesionales, estaba seguro de que en muchas profesiones se necesitaba…
Algún día trabajando, sacaba los papeles de un baño cuando escuchando un podcast de emprendimiento en inglés daban la noticia:
– La web que pone en contacto a profesionales con personas que necesitan sus servicios acaba de recibir capital de inversión por unos cuantos millones de dólares.
Mi reacción no pudo ser otra. Así esté en otro país y hable otro idioma siempre usaré la misma palabra en español cuando algo me cause asombro. Y la dije mientras cambiaba la bolsa de la papelera:
– “Huevón, lo misma idea que había pensado”
La mecánica de limpiar los cuartos era siempre la misma. 20 minutos por cuarto. Empezaba por tender las camas, pasaba al baño, aspiraba y por último limpiaba el polvo. No importaba si el cuarto era doble o sencillo, eran 20 minutos.
Días después golpeé en un cuarto y escuché un gemido. Había un protocolo para estos eventos en el hotel. Certificar de qué clase eran los gemidos. Si eran de amor se dejaba el cuarto sin arreglar hasta el siguiente turno. Si se pensaba que era enfermedad se debía avisar al coordinador.
Los gemidos y palabras de dolor en español no me dejaron dudas, tenía que entrar.
Abrí con la llave maestra y encontré a un señor de unos sesenta años tirado en la cama.
– ¿Qué le pasa señor? – le pregunté.
-Ayúdame a pararme de acá. Pedía el señor sobándose el estómago.
Era un español de visita en la ciudad con su esposa y su hija. Ese día no había podido salir de la habitación. El exceso de comida y bebida de la noche anterior lo obligó a quedarse en la habitación. El problema era para mí, debía limpiar todas, absolutamente todas sus desgracias.
-Y cuanto hace trabajas en esto. Me preguntaba el señor mientras me veía limpiando la taza del baño.
Tardé 45 minutos en limpiar ese solo cuarto. Le conté algo de mi vida y también recordé lo que alguien me enseñó: cuando se tiene una idea de emprendimiento en vez de guardarla como un secreto se debía compartir porque nunca se sabe quién puede estar interesado. Con él no fue la excepción, le compartí la idea y resulto que él era también emprendedor, comenzó desde muy joven vendiendo autos. Terminé mi labor diciéndole que al final de turno pasaría revisando si todo estaba bien.
Al final del turno, pasé por el cuarto haciendo la última revisión de mi trabajo.
Entré al cuarto del señor español, el cual ya había salido. Encima de la cama había una nota y tres billetes de un dólar.
For the room service:
Más abajo, escrito en español decía:
“Tu primera inversión”
A veces solo hace falta un pequeño gesto de algún desconocido para sentir que el paso siguiente es el correcto.
Dos fines de semana después, renuncié al trabajo en el hotel. Me decidí a ser emprendedor.
Los tres dólares los conservo como un amuleto de la suerte.
Twitter: @karlalarcn