Por: @karlalarcn

Solo se escucha el sollozo de un niño. Un niño escondido detrás de la puerta de un salón.

Al intentar esconderse mejor, su zapato hace crujir la madera del piso. Desgraciadamente lo encuentran y empieza de nuevo su tragedia. Cinco matones de colegio lo amarran con un lazo y esta vez cambian su castigo, le rellenan la ropa interior con hojas de ortiga.

Los matones de colegio son inteligentes, saben escoger su víctima entre los más vulnerables. Este niño es perfecto para sus propósitos. Un niño pequeño, introvertido, con problemas graves de bronquitis lo cual le impide hacer deporte, tiene una mamá sobreprotectora y una familia ultra católica. Todo esto junto se paga caro en un colegio de solo hombres dirigido por curas donde imperaba la ley del silencio. Eran finales de los años ochenta y el matoneo en ese colegio era un deporte sin ley.

Siendo “honestos” el niño de esta historia al que llamaremos Juan, se lo buscó. Juan era un niño flaco, desgarbado, bajito al que la naturaleza no premió con dotes de deportista y que jamás había tenido la necesidad de defenderse a puños para sobrevivir en la vida.

Venía con buenas referencias de un colegio de primaria donde siempre ocupó el primer puesto y estaba acostumbrado a denunciar cualquier acto que no fuera “ético” o “responsable” según le enseñaron. Se le ocurrió recién ingresado a primero de bachillerato, en la tercera clase de geografía, denunciar la copia que hacía un alumno que repetía por segunda vez el año. El jefe de los matones.

-Profesor, él se está copiando de mi hoja. Dijo el niño alzando la mano.

El profesor no dudó ni un instante en recogerle la hoja al otro niño y denunciarlo ante las directivas. Ese fue un acto ignominioso que el niño pagó caro. Al final de la tarde un jardinero lo encontró con la cara reventada detrás de un árbol.

Cuando empiezan los abusos empieza otro problema: el no contarle nada a nadie, ya sea por pena o por miedo a recibir un castigo peor. Los padres de Juan nunca estaban, trabajaban de sol a sol y lo último que querían al llegar a casa era escuchar problemas.

En esos momentos la cama se hace grande, la soledad es inmensa y el corazón se achica sin encontrar la razón de que sucedan estas cosas. El silencio y la depresión llegan tarde o temprano. Los resultados académicos daban fe de eso.

De ser el niño prodigio en la primaria pasó a ser uno más del montón. El primer bimestre perdió dos materias. En el segundo, ocho líneas de color rojo adornaban la libreta de calificaciones de aquel año.

Sus padres no entendían nada de lo que pasaba. Ellos recurrieron a la solución típica cuando un adulto de la época se llenaba la cabeza de preguntas sin encontrar respuestas. Expulsar su ira y frustración a través de un cinturón.

Juan no podía más. El niño busca a una última solución, una a la cual recurría siempre su familia cuando tenía problemas. La confesión con un cura.

Días más tarde, Juan se encontraba haciendo fila para acceder al confesonario. Llegó su turno, entró al confesonario, se arrodilló y contó sus penas al cura del colegio. Cinco minutos después, el cura que lo confesó vigila rabioso que el niño vaya directo a las sillas de la iglesia y cumpla su penitencia. 15 avemarías y 5 credos por incumplir el octavo mandamiento: dar falso testimonio y mentir. Sus palabras fueron tomadas por el cura como meros inventos de un niño intentando justificar sus problemas escolares.

Era difícil hacer entender a los adultos la frustración y tristeza que tenía Juan. El niño trató de remediarlo buscando respuestas en el dios que él creía, pero al mismo tiempo se llenaba de preguntas, sobre todo una a la que muchos no encontramos respuesta: ¿Qué dios permite que un niño sufra?

Vinieron días difíciles después de eso. Juan se refugiaba en su cuarto con la puerta cerrada haciendo creer a sus padres que estudiaba. Siempre con la mirada perdida en algún dibujo, esperando que el tiempo pasara, esperando que el tiempo trajera la solución.

Un día a la hora del recreo, Juan olvidó sus onces en el salón. Sabía que los matones estaban por ahí, buscando a quién caerle encima y un salón vacío puede ser peligroso. El hambre lo hizo volver. Fue una mala decisión, lo vieron entrar y los mismos matoncitos lo acorralaron con la puerta cerrada.

Esa vez fue diferente. El más grande miró a Juan, se tomó la entrepierna y le dirigió la palabra:

-Estos no saben qué es estar con una vieja, y como no hay viejas en este colegio usted me va a servir para explicarles- dijo el Negro, el matón más rudo que conoció ese colegio, el matón que fue una leyenda.

-Agradezca que no soy cacorro así que no me lo voy a comer- ¿Se va a dejar gonorrea?

Dictada la sentencia del castigo, amarraron a Juan y lo sacaron a rastras hasta llegar a un baño pequeño a unos tres metros de distancia.

Ya estando en el baño, metieron a Juan de cabeza en la taza y le bajaron los pantalones mientras el Negro empezó a acercarle su entrepierna al cuerpo del niño. Pero nunca se sabe de lo que es capaz una persona hasta que llega a su límite.

Como pudo, Juan se escapó de sus agresores y le mandó una patada a los testículos del Negro el cual cayó directo en el piso del baño. Juan se subió los pantalones y se escurrió hasta alcanzar la puerta. Era la primera vez que usaba su fuerza para defenderse, pero sería una de las pocas en poderse librar de sus abusadores.

Volvió a suceder muchas veces durante el primer semestre del año. Muchas veces le dijo a sus padres que no quería volver al colegio sin contar el motivo. Las discusiones se saldaban siempre a favor de los padres considerando que el niño solo buscaba escabullirse de sus obligaciones escolares.

El niño estaba solo ante sus problemas, no contaba con nadie. Sabía que era -según él mismo- un cobarde para pensar en quitarse la vida. Eso no lo perdona dios según sus creencias impuestas y mucho menos quería terminar en una tumba sin cruz y sin nombre. Tal como lo decía su abuela: las tumbas sin nombre eran para los suicidas, ateos, prostitutas y liberales.

Llegaron las vacaciones de junio y eran un alivio para Juan. Tendría que estudiar, ya que sus padres consiguieron una profesora privada para ayudarle en sus deberes escolares.

De la misma forma, la madre de Juan había dispuesto que era el momento de encarrilar al niño como catequista y acólito, así que todos los sábados salía a la iglesia de su barrio a tomar cursos con el señor cura. Pero algo pasó un sábado, de esos grises con lluvia, cuando Juan estaba a la espera del cura para iniciar el curso.

Ese sábado, en el mismo salón comunal de dos pisos y a la misma hora donde se brindaba el curso, el cura la había arrendado el segundo piso a un profesor de karate.

Juan, a la espera del cura que nunca llegó, se entretuvo viendo cómo el profesor entrenaba únicamente a un alumno que se había inscrito a su curso.

Era la primera vez que Juan veía una clase de artes marciales y desde el inicio supo que quería al menos intentarlo una vez. Al observar la manera como ese niño, más pequeño que él daba puños y patadas, Juan se imaginó haciendo lo mismo para ganarse el respeto o al menos liberarse de los acosadores que lo asediaban en el colegio.

El sábado siguiente salió a la hora convenida al curso de catequesis, pero esta vez llevaba una maleta. Colocados estratégicamente debajo de la biblia y un cuaderno, Juan llevaba una pantaloneta para poder ir a su primera clase de karate la cual era gratis.

-Y, ¿por qué quiere entrenar?- le pregunta el entrenador, un señor barrigón que ya pasaba de los 50, el cual lucía un cinturón negro ya desgastado con unas gafas culo de botella que la adornaban la cara.

-¡Quiero entrenar para ser como usted!- respondió el niño. Una carcajada salió de la boca del entrenador.

-¿Cómo que quieres ser como yo?

-Sí, quiero aprender lo que usted sabe, que me enseñe a defenderme, que me explique cómo se hace para que con el karate nadie me pegue.

La cara del entrenador cambió al ver la seriedad con la que el niño hablaba y cómo sus ojos vidriosos dejaban entrever que alguna lagrima quería salir. El señor del cinturón negro se limitó a pedirle que formara con su otro alumno para iniciar el calentamiento.

Al siguiente fin de semana, Juan se preguntaba de dónde saldría el dinero para volver a entrenar. Volvió a empacar la biblia, el cuaderno y la pantaloneta. Al llegar al lugar lo esperaba el entrenador. Él lo mira de soslayo y le pidió que abriera la maleta. Renuente, Juan abrió la cremallera y le dio la explicación al entrenador, le contó la historia del por qué quería ser como él.

Al momento que Juan terminó su historia, el entrenador se dio cuenta que ese niño que llegó por curiosidad a ese salón era en realidad él mismo, su misma historia repetida hace más o menos unos 40 años. Se dio cuenta que las historias de maltrato siempre se repiten. El entrenador, así como Juan, también fue maltratado hace muchos años no solamente en el colegio sino también a nivel social debido a dos condiciones principales: las gafas culo de botella que cargaba desde niño y su condición de ser -como lo llamaban en la época- un niño bastardo no reconocido. Su padre fue un comerciante adinerado que iba de pueblo en pueblo, el cual, enamoró a punta de engaños a su madre, una niña de 17 años que trabajaba lavando ropa ajena. Era la única referencia que tenía de aquel hombre que jamás conoció.

Desde ese día Juan haría parte de manera gratuita de la única academia de karate del pueblo con la condición de decirle la verdad a sus padres y nunca faltar a los entrenamientos.

Usualmente se cree que practicar un arte marcial como el karate sirve simplemente para defenderse, pero lo realmente importante es mejorar la vida de un niño ayudándolo a ganar confianza aumentando su autoestima al practicar el deporte de manera continua. El simple hecho de gritar en clase, hace que el niño gane confianza en sí mismo.

A la semana siguiente, a petición del entrenador, los padres de Juan accedieron a que el niño entrenara karate en el salón comunal, tomando sus clases de catequesis en otra parroquia.

Dos semanas después Juan volvía a clases, esta vez con su autoestima en alza aunque el terror continuaría hasta que ocurrió lo impensado.

Antes de empezar una clase de matemáticas, el negro y sus secuaces tomaron a Juan con la intención de colgarlo de un gancho al lado del tablero.

-Venga enano maricón, ¿ahora se nos volvió karateca? – gritaba el Negro delante de todo el salón. Los demás niños callaban.

El niño se defendió como pudo y ya cuando estaba colgado del gancho, Juan se llenó de valor y de manera acrobática lanzó una patada que fue directo a la cara del Negro el cual cayó al piso con la nariz ensangrentada. Viéndose herido en su físico como en su ego, el Negro sacó del bolsillo del pantalón una navaja amenazando a Juan. Todo esto lo observó el profesor que justo llegaba a clase en ese mismo instante.

Este fue el punto final para los abusos del Negro en el colegio. Él, al igual que sus compinches, fueron expulsados del colegio después de que muchos otros niños maltratados se quejaran con la asociación de padres de colegio. Juan y los demás recibieron ayuda psicológica de parte del colegio tratando de enmendar de alguna manera su responsabilidad.

Todos los niños que sufrieron de violencia en esa época aún hoy llevan ese dolor retratado en el cuerpo o en el alma. De la misma manera, los maltratadores que salieron del colegio necesitaban ayuda, eran personas que venían de familias disfuncionales, con episodios de violencia donde ellos eran los que recibían la peor parte y nadie se ocupó de ellos. Hoy en día pasan amargos momentos con problemas de drogas y alcoholismo.

Del Negro se supo tiempo después que andaba en malos pasos. Para un diciembre en el pueblo corrió un rumor; un adolescente que tenía malas compañías fue encontrado decapitado en una vereda del pueblo. Le apodaban el Negro.

Juan continuó con sus clases de karate presentándose a varios campeonatos departamentales y nacionales. Dejó las artes marciales después de una lesión en la columna. Se mantiene aún activo haciendo deporte. Jamás dejó que volvieran a abusar de él.

En alguna noches, no muchas, se asoma la figura del Negro persiguiéndolo en forma de pesadilla.

Por si el lector tiene dudas de quien es el Juan de esta historia… ese niño, soy yo.

Twitter: @karlalarcn