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Por: @karalarcn

Después de haber tomado la decisión de salir del país, de trabajar vendiendo arepas para lograr mi sueño de salir de Colombia, esto fue lo que siguió…

***

El amanecer, el océano, el vino, la azafata que me atendió, no sabía con qué recuerdo quedarme de ese viaje en avión. Ya sobrevolando tierra firme yo seguía como perrito que lo sacan a dar en una vuelta en carro: pegado a la ventana y batiendo cola.

Faltando 10 minutos para llegar, empecé a planear todo. Me bajé del avión rápido, pasé el control de llegadas, conseguí la maleta, cambié de terminal, hice checking del otro vuelo y listo, todo perfecto.

El avión empezó a descender y sobrevolé París pero no alcanzaba a ver nada por la nubosidad. Después pasamos por un río que me imagino era el Sena. Unos minutos después sonaron las llantas contra el asfalto y una mole de cemento llamada aeropuerto Charles de Gaulle se vislumbró por la ventana. Primera escala completada pero había un problema: el vuelo llegó con retraso.

Pasé el control de llegadas sin problemas, recogí mi maleta y me fui a buscar cómo cambiar de terminal con la noción del tiempo totalmente perdida.

París tiene una peculiaridad en cuanto a aeropuertos, el Charles de Gaulle es diferente a otro que se llama Orly. La señorita que me vendió el pasaje no tenía ni idea. Me dio a entender que en el mismo aeropuerto se tomaba la conexión.

De repente me vi en un sitio inmenso donde gente corría sin parar, cada uno buscando literalmente su destino y yo sin saber qué puerta me podría llevar al mío. En ese momento alcé la mirada y caí en cuenta de que estaba a 30 minutos de perder mi conexión. Solo quedaba una cosa: CORRER.

No tenía moneditas para conseguir un carrito para cargar la maleta. Ensayé con una de 500 pesos que se parecía a la de un euro, pero no funcionó. Corrí lo más rápido que pude y llegué donde no era la conexión pero me di cuenta de que era una parada de bus. Lo que pensé que era un número de mostrador para hacer el checking era el número de un bus que debería tomar para poder llegar a otro aeropuerto llamado Orly.

Sentir en ese momento que estaba perdido en un lugar, en otro país, es la situación más aterradora que he sentido. Las manos me temblaban, estaba en esa parada de bus sin saber qué hacer, me intenté sentar en la maleta y descubrí también que lo barato sale caro. En la carrera que tuve que hacer, las ruedas de la maleta salieron a volar y en la parte de abajo ya se podía ver un hueco donde el plástico cedió. Un estado de shock e impotencia me poseía al no saber ni tener a quien recurrir.

Después de 10 minutos de espera llegó un bus con la palabra Orly titilando en la parte frontal. Subí al bus confiando en que me llevara al otro aeropuerto. Cuando el nerviosismo se apodera de la mente solo queda la intuición. La distancia que tenía que recorrer era 42 kilómetros, el bus tardó aproximadamente una hora y media. Cuando se abrió la puerta del bus salí corriendo a buscar el lugar donde debía salir mi vuelo. Al llegar encontré el mostrador de checking cerrado. El avión había salido 40 minutos antes.

Solo me quedaba ir a buscar cuando salía el próximo vuelo y pagar lo que fuera necesario. No dejé de correr y correr. Encontré una pequeña oficina de Air France, donde una señorita me saludó en francés, me vio agitado y me pidió que me sentara, me relajara y le contara lo sucedido. El francés se me enredó por la angustia y la señorita de la aerolínea no hablaba muy bien inglés. Así que saqué un diccionario e intenté hacer una frase mientras sentía una voz en mi cabeza diciéndome: ¡esto se convirtió de sueño a pesadilla!

Un imprevisto como este puede salir caro, muy caro, cuando se tiene el dinero contado y no se tiene experiencia. La persona que me atendió escribió la cifra 325 con un signo de euros al final. No me quedaba de otra, esa es la cifra a pagar por una hora y 20 de vuelo. El vuelo salía a Perpiñán a las 6:30 de la tarde.

En una sala de espera, con un ventanal inmenso que deja ver todos los vuelos que salen y llegan al aeropuerto, había una fila de sillas mirando hacia el ventanal y en la mitad de ellas, un colombiano recién llegado estaba intentando tapar las desgracias de su maleta mientras se lamenta por su suerte pero el día desgraciadamente aún no termina.

Después de hora y algo de vuelo, donde no veía absolutamente nada por la nubosidad, llegué a Perpiñán. El aeropuerto es pequeño, cualquier parecido al aeropuerto de Montería en Colombia no parece para nada coincidencia. Me bajé del avión en la misma pista de aterrizaje y me dio la bienvenida un aguacero, parece que el mal tiempo le dice bienvenido a mi sueño.

Perpignan

Dentro de lo que pagué estaba la recogida por parte de alguien que me llevaría a donde iría a vivir: una pensión de estudiantes. Los 20 pasajeros que venían conmigo se fueron y me quedé sin ver a la persona que tendría el cartelito con mi apellido. Me dejé caer y quedé sentado en la maleta lanzando un “jueputa” lastimero al aire.

30 minutos, 45, una hora pasaron sin ver a alguien preguntando por mí. Entonces saqué de mi típico canguro de colombiano un papelito donde estaba la dirección del lugar a donde tenía que llegar. Alguien del aeropuerto me vio y me preguntó que si me pasaba algo, le hablé en inglés pidiéndole ayuda de cómo puedo llegar a la dirección que tenía anotada. La persona me dice que el problema es que ya no hay servicio de bus y el de taxis hace una hora que terminó su turno, es pésimo y no paran en cualquier lugar. Me dice que lo mejor es que me vaya a pie.

-¿A pie, y cuanto es eso? –le pregunto.

-Son 10 kilómetros, ósea 2 horas aproximadamente –dijo él.

Me regala un mapa de la ruta que debo hacer. No sin antes regalarme unas palabras con una sonrisa que parecía irónica.

-Mucha suerte y bienvenido a Perpiñán. Tenga cuidado con su maleta, se abrió por debajo. Buenas noches– dijo él con su sonrisa socarrona viéndome si era capaz de arrastrar mi maleta.

Llovía y llovía. Una lluvia que se mezclaba con la humedad del ambiente. Creo que soy fuerte en los momentos difíciles pero nada ni nadie me preparó para esto. Caminé por una auto-ruta totalmente mojado, con una maleta abierta llenándose de agua. Miré hacia adelante y los focos de los carros viniendo me dejaron ver la lluvia que seguía cayendo y la rabia, la impotencia se apoderó de mí.

Todo un día viajando sin probar más que un poco del menú del avión me pasó factura al cuerpo. El afán y el estrés me hicieron olvidar que debía comer algo. El esfuerzo me marea y tengo que sentarme en la maleta, mientras veo cómo los carros que pasan chapotean el agua, sin esperar que alguien me recoja. Hago autostop y nadie se detiene. De repente la maleta cede y se rompe. No puedo más que dejar que las lágrimas se confundan con la lluvia mientras arrastro lo que queda de maleta.

Después de 2 horas de caminar, aparece la calle Théodore Guiter que coincide con el nombre que tengo en el papel mientras la tinta se empieza a perder con la lluvia. Me queda buscar la casa número 1 de la misma calle. Enfrente del número uno de la calle Thédore Guiter veo un letrero hecho en un pedazo desgastado de metal que deja ver unas letras perdidas en rojo.

“Hôtel de la Folie”, en español “Hotel de la locura”

Golpeé la puerta esperando que alguien me abriera. Pasan los minutos y nada. Golpeo varias veces seguidas hasta que un hombre de unos 65 años, con una linterna en la mano, barba de varios días, pelo desordenado y descalzo me abre la puerta. Me pregunta en francés algo:

-¿Usted es el estudiante colombiano verdad? –dijo él.

-Sí, soy yo.

-Lo estábamos esperando desde temprano, siga y bienvenido. Dijo el francés reparando en mi aspecto pero viendo en mi cara que era mejor no hacer preguntas sobre qué había pasado.

La puerta daba paso a una casa de tres pisos. Era como ver la pensión donde grabaron la película colombiana la Estrategia del Caracol. Parecía que la película la hubieran grabado ahí. No sabía en qué manicomio me había metido.

-Sigamos al segundo piso y le muestro su habitación. Usted es el primer estudiante que llega, los demás llegaran en el trascurso de la semana. Me decía el francés sin que yo le objetara nada.

La habitación era de unos 2 metros de ancho por 4 de largo donde tenía ducha, baño, una base de cama con un colchón raído y con manchas. Había también una cómoda desvencijada para la ropa con olor a viejo que lo penetraba todo, hasta el mal genio.

La cocina era comunal, solo 6 puestos para preparar alimentos, varias ollas viejas y dos neveras vacías. Por ahora no quería ver ni saber que más tenía la casa.

No puedo más del hambre, le pido al señor que me diga dónde comer algo. Según él era ya muy tarde y ya no había nada abierto. Me ofrece solamente agua de la llave.

De un momento a otro, el francés se acomodó el pelo, se puso unas sandalias y una chaqueta para la lluvia, me dio una llave y me dijo que quedaba en mi casa. Se tenía que ir a la suya y en la mañana vendría a ver si todo estaba bien. Me dio la linterna que tenía en la mano ya que una falla por la lluvia hizo que no hubiera electricidad en la casa. Dicho esto abrió la pesada puerta de madera y se fue.

Quedo solo en esa inmensa casa, con toda mi ropa mojada, sin electricidad y sin nada que comer. Minutos después una úlcera gástrica, que ha sido uno de mis problemas graves de salud, me hace retorcer en la cama.

Solo me quedaba pensar en algo para olvidarme de todo lo que pasó y del dolor que estaba sintiendo. Me quedé viendo cómo la luz de la linterna jugaba con las sombras en el techo, las sombras de la cómoda desvencijada se vuelven alargadas. Reflexiono en que no quería sentirme culpable por mi decisión o pensar que sería mejor estar en mi casa, era mi consuelo pensar que lo peor que me pudo haber pasado efectivamente pasó.

La vida me dio en principio esta prueba para hacerme reflexionar, que el camino no sería fácil y que debería ser muy fuerte.

Existen personas que aun teniéndolo todo son desdichados ya que son esclavos de una mala decisión que los llevó a no querer o no poder cambiar su realidad. Yo tomé una decisión para cambiar mi vida, tenía que asumirla, afrontarla y empezar a entender que todo lo que había en ese cuarto era mi nueva realidad. En una sola frase: ¡debía tener cojones!

Las tensiones de todo lo que pasé ese día se aliviaron, el cuerpo se relajó. Fue fácil dejarme llevar por el sueño mirando la luz en el techo con la fe renovada que mañana sería otro día. Empieza otra parte de mi nueva vida donde hasta lo más básico se convertirá en toda una estrategia.

P.D. Cuando viaje no compre maletas baratas. Salen malas.

Twitter: @karlalrcn

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