Por: Cesar Corredor Velandia, docente del programa de Economía del Politécnico Grancolombiano

Hay cosas que se han vuelto cada vez más complejas en este mundo de la tecnología y los medios de comunicación, una de ellas es el manejo gubernamental y, dentro de este, los anuncios de decisiones públicas, y claro, muy en particular las que tienen que ver con la tributación.

Las reformas tributarias se han vuelto un parto para los Ministros de Hacienda que caen en el mismo ciclo: Primero, presidentes que hablan de austeridad y de no aumentar los impuestos; luego realidades tozudas de escasez de recursos que los obligan a replantear el tema; después discusiones teóricas sobre la reforma integral que debería ser, pero que no puede ser; posteriormente frases rimbombantes y eufemismos para tratar de convencer a la opinión pública; más adelante complejas propuestas de articulado que son paradójicamente “desarticuladas” en el Congreso; y al final desprestigio y reclamos de todos, sindicatos, gremios, periodistas, opinión pública.

A esa fórmula repetitiva hay que meterle los usuales debates: que se si pone IVA a la canasta familiar, que si se acaban los impuestos distorsionadores como el 4×1000, que si se eliminan las exenciones, que si se hacen más esfuerzos en la lucha contra la corrupción, la evasión y los gastos ineficientes del Estado. Todo parece un déjà vu permanente que se repite cada período presidencial, desgastando la relación del Gobierno con el Congreso y con la opinión pública, pero sin encontrar la luz al final del túnel.

Dicho eso y reconociendo esta difícil realidad institucional, no cabe duda que es evidente la profunda necesidad de incrementar el recaudo, algo que se veía incluso desde antes de la pandemia. La realidad es que Colombia ha hecho una serie de reformas tributarias que no han sido suficientes para mitigar el déficit fiscal, pero que por supuesto se ha agravado con la situación de pandemia que ha reducido los ingresos del Estado y al mismo tiempo ha aumentado la presión sobre el gasto gubernamental.

Esto explica que el Gobierno haya incrementado la previsión del déficit de 2021 de niveles de 5,1 % a 8,6 % como porcentaje del Producto Interno Bruto (PIB), lo cual ha encendido las alarmas de las calificadoras de riesgo. Resultado de esto, el Gobierno estima que la deuda terminará el presente año en un nivel de 64,8 % del PIB. Por eso, las famosas seis semanas de caja de las que habló el Ministro Carrasquilla -más allá de que no sabemos su intención concreta- no son tan excesivamente graves como muchos incautos las recibieron, pero tampoco son un dato desdeñable, por cuanto refleja las dificultades en el manejo fiscal en la coyuntura presente.

En medio de esta discusión hay una serie de hechos que deberían tenerse en cuenta como criterios para ir diseñando una política fiscal eficiente que le otorgue un rol verdaderamente adecuado al sector público.

  1. La pandemia ha vuelto a poner sobre el tapete la importancia que tiene diseñar una verdadera política fiscal contracíclica, que le otorgue herramientas al Gobierno para responder en momentos de crisis y recaudar en mayor cuantía en momentos de auge económico.
  2. Aspectos de planeación y de control como los Marcos fiscales de mediano plazo y la regla fiscal han sido avances importantes, pero se han quedado cortos y requieren de otros ejercicios y decisiones adicionales para evitar que la política fiscal se aleje de sus dos objetivos principales: cerrar brechas y servir como balance en momentos en los que el sector privado entra en crisis.
  3. Se requiere de una estructura que en lo posible evite la excesiva dependencia del recaudo a partir de los impuestos indirectos y la amenaza permanente de tocar el IVA a la canasta familiar. Esa debería ser una regla hacía adelante, que la canasta familiar no se toque debe ser un criterio para trazar un camino a futuro de la estructura fiscal, no como resultado del oportunismo político de turno, sino como una decisión de política con fines sociales.
  4. En términos de gastos, no cabe duda que la pandemia obliga a ser audaces en los mecanismos de asistencia para las familias y las empresas. Con relación a la agenda de transformación social sostenible anunciada por el Gobierno, hay elementos interesantes como el tema de la contratación de los jóvenes, la contribución al empleo formal, el impulso a la educación superior de las personas de estrato 1 al 3 y la idea de apoyar la pequeña y mediana empresa. Sin embargo, para que sea una verdadera estrategia sostenible hay que complementar esta propuesta con temas asociados a la formalización empresarial, el fortalecimiento de la educación técnica y tecnológica de calidad.
  5. Al mismo tiempo propuestas que amplían el asistencialismo se entienden en la coyuntura actual afectada por la pandemia, pero hay que revisar muy bien si pueden incluirse dentro de un plan realmente sostenible en el largo plazo. La excesiva dependencia de los agentes a los recursos estatales puede ser contraproducente. Igualmente, esquemas como el de devolución del IVA implica costos administrativos y complicaciones en la práctica tributaria que vale la pena evaluar si realmente son inferiores a los beneficios para la población que recibe estos alivios.

En resumen, todo lo que esté encaminado a la formalización, la acumulación de capacidades individuales y empresariales, el aumento de la productividad y la competitividad y a un sistema fiscal equitativo y que cumpla con el objetivo de servir de compensación en momentos de crisis es bienvenido y en eso no hay que escatimar esfuerzos, y en cambio lo que implique complicar el esquema tributario, prorrogar el asistencialismo y afectar la equidad bien vale que sea revisado y solo se entenderían como posibles estrategias de corto plazo dada la coyuntura.