Cuando la profesora nos invitó a escribir sobre un tema, yo observaba por el cristal de una de las oficinas de nuestra universidad y se detallaba un bonito panorama. El día era soleado, cosa poco común en la ciudad de Bogotá. A lo lejos se detallaba uno de los escasos lugares que quedan en la ciudad con naturaleza y tranquilidad. Eran dos pequeñas montañas con buena cantidad de arbustos y algunos senderos. Se podía sentir la paz de los pequeños y pocos habitantes de ese lugar incluida, por supuesto, la naturaleza misma.
Me sentí tan absorto y perdido en esa armonía, que la verdad, mi mente se trasladó a ese lugar. A lo lejos se escuchaba la voz de mi profe, que como siempre, con su dedicación y paciencia, nos daba las indicaciones del texto a construir. Y observando tal panorama pensé: qué bonita la Universidad, el paisaje, mi ciudad y ni se diga, mi país… Pero si todo es tan bonito, ¿por qué no podemos convivir en paz? ¿Qué nos pasa, que no halamos todos para el mismo lado? ¿Por qué entre nosotros mismos nos hacemos tanto daño?
Y la verdad, surgieron muchas más preguntas, todas encaminadas a la tristeza y el desasosiego. ¿Sólo podemos odiar y no intentar reflexionar, perdonarnos y perdonar a mi congénere? ¿Acaso no podemos disfrutar de la belleza que nos da nuestro territorio, nuestra cultura, nuestro vecino, nuestros compañeros?
¿Es nuestra culpa de estar como estamos o los hilos invisibles del sistema nos tienen en este mar de incertidumbres, miedos, odios y resentimientos, algunos con razón y otros infundados? Está en nuestra condición, cuando no saludamos o respondemos un saludo, cuando buscamos el camino más fácil para conseguir lo que deseamos y si las cosas salen mal, culpamos al otro.
Cuando no aceptamos nuestros errores y no somos capaces de corregirlos, cuando permitimos y participamos en los actos de corrupción. Decimos que algunos de nuestros jóvenes no están por el camino correcto, pero no reflexionamos de cómo fallamos nosotros con ellos y qué ejemplo damos con nuestras acciones.
Sé que no es lo correcto ponerme como ejemplo, de lo cual me excuso de manera anticipada, pero si a las postrimerías de mis 50 años, decidí iniciar una carrera y los estudiantes que me acompañan en esta aventura de aprendizaje en su mayoría son menores de 30, creo que aún tenemos una oportunidad de ser mejores personas. Creo con firmeza que sí hay esperanza, que existe un gran interés por parte de la mayoría de colombianos de sacar el país adelante, para nuestras próximas generaciones y para nosotros mismos, que a pesar de que hemos visto muchos días grises y fatídicos, seguiremos teniendo resistencia, fuerza y fe en un cambio.
Sin embargo, este cambio no es un acto milagroso que va a acontecer de la noche a la mañana. No, apreciado lector. Este cambio requiere esfuerzo, sinceridad con uno mismo y los demás, sacrificio en gran medida para hacer las cosas sin la “ayudita”, para ser amable con el otro, aunque el otro no sea una dulzura, llegará el momento en que una sonrisa, un buen gesto o unos buenos días, sea un arma más fuerte que un millón de insultos.
La verdad, tenemos muchas cosas por cambiar, porque no estamos perdidos, porque la mayoría queremos hacerlo y los que perdieron la fe, creo que con un buen ejemplo la van a recuperar. Debe llegar el momento en que dejemos de luchar unos contra otros y nos unamos por objetivos comunes, por un bien para todos, donde las oportunidades de salir adelante para lograr el progreso sean equitativas, reconociéndose las habilidades de las personas, donde el empresario reconozca los derechos del empleado y el empleado desarrolle sus funciones de manera honesta y con las mejores intenciones.
Para finalizar, considero que el cambio es un compromiso de todos y cada uno de nosotros, dando un poco de cada uno obtendremos mucho para cada uno, recordemos que es nuestro país y nuestra gente por lo debemos trabajar.
Por: Fernando Parra, estudiante del programa de Derecho del Politécnico Grancolombiano
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