La paz no es un tema de moda o novedad, tampoco una trivialidad, la pregunta por la posibilidad de vivir sin la fuerza acechante de la violencia extrema o de poder dirimir las diferencias de manera dialógica y negociada, ha sido un interrogante de los seres humanos en diferentes momentos de la historia.

Los efectos de las guerras siempre han dejado reflexiones profundas en la filosofía y el pensamiento social y político de todos los tiempos y lugares del mundo, alrededor de la responsabilidad por la muerte y la destrucción que estas generan.

En los relatos bélicos muchas veces han quedado consignadas las épicas batallas de los contrincantes y los muchos muertos que cobraron, pero quizás no se muestra con la misma vehemencia los costos para las sociedades en su conjunto de esas contiendas.

Para poner un ejemplo, la huelga sexual de mujeres, representada por la obra de Aristófanes denominada Lisístrata, donde se escenifica su abstinencia sexual para con sus maridos, como una forma de oponerse al hecho de tener hijos para la guerra, y del cansancio de que sus maridos las abandonaran, asumiendo en soledad el sostenimiento de la vida en la ciudad.

Así se evidencian dos cosas: que todo acto bélico tiene un costo social muy alto, del que poco se habla, incluso de las escenas dantescas de la muerte; y que, al lado de los más grandes conflictos, contrario de lo que nos han hecho pensar, han existido voces de resistencia y de lucha pacífica a favor del mantenimiento de la convivencia y el diálogo.

Más recientemente, con la voracidad de las dos guerras mundiales y todo lo que representó la guerra fría, donde, como decía Gabriel García Márquez criticando el desarrollo de las armas de destrucción masiva, era increíble pensar que, en las manos de una sola persona en algún lugar del mundo se decidiera el destino de la humanidad y de la vida misma del planeta; la paz ha sido una bandera social y política del mundo contemporáneo.

Por eso la paz ha sido enarbolada como derecho y la educación para la paz ha sido una apuesta mundial desde organismos como la ONU, pero como lo han señalado varios historiadores, esas educaciones de carácter nacionalista del proyecto de Estado moderno, donde todos los héroes son guerreros y donde no cabían otros grupos étnicos, los niños o las mujeres, muy al contrario, han educado es para la guerra.

El caso de América Latina es bastante particular al respecto, en la medida en que la región afrontó varios episodios de dictadura militar (Chile, Argentina, Uruguay Brasil), así como el surgimiento de ejércitos de oposición a los gobiernos que desencadenaron en guerras civiles internas (El Salvador, Nicaragua, Perú, Colombia). En ese sentido, la educación y la enseñanza de la historia reciente de los conflictos estuvieron en los campos de disputa por la memoria y el reconocimiento de las víctimas.

Por eso, la tarea de construir apuestas de convivencia pacífica desde la educación es una tarea pendiente y urgente, pero no evadiendo las raíces de la confrontación, al contrario, intentando establecer los orígenes de la violencia, la justeza o no de la guerra a partir de sus costos, y la capacidad de incluir a aquellos que han sido históricamente invisibilizados.

Para el caso de Colombia, la paz ha sido un sueño y un anhelo. Como lo señalan los informes de la Comisión de la verdad, buscando la paz y lo que cada grupo en conflicto entiende por esa palabra, nos hemos matado unos a otros entre hermanos.

El país ha tenido varios procesos de pacificación y negociación, amnistía y desarme, buscando salir de la confrontación interna, el caso más emblemático fue el de las negociaciones del año 1991, entre Estado y fuerzas insurgentes como el M-19, el Quintin Lame, la Corriente de Renovación Socialista y un sector el Ejército de Liberación Nacional; pero también un sector del paramilitarismo como las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, así como una buena representación de la sociedad civil. Y los últimos acuerdos entre Estado y las FARC-EP de 2016.

Pero quizás desde la escuela y la universidad, para el caso de Colombia, ha faltado reconocer las propias cifras del conflicto que nos acompaña desde hace décadas, y de la naturalización que hemos permitido como sociedad de la muerte y el dolor ajeno, hacer de la tragedia y del terror un aprendizaje social, que nos lleve a sancionar la violencia física, pero también estructural y simbólica, que ha permitido el abandono histórico de pueblos enteros y han sido el combustible de los ejércitos desde la desesperanza y la falta de oportunidades de sus jóvenes y niños.

Una educación para la paz que nos haga más responsables tanto del pasado como del futuro, y que nos enseñe la posibilidad de convivir con los diferentes sin tener que aniquilarlos, porque la paz, es el reconocimiento de las diferencias y de las desigualdades que nos enfrentan.

 

Por:

Doris Lised García

Docente

Escuela de Educación e Innovación

Politécnico Grancolombiano