Los tubos se desprendieron por la potencia del agua. En cuestión de minutos se estaba inundando la cocina y la sala. Era la segunda vez que pasaba en el apartamento donde vivía. La primera vez había sido terrible. Me avisaron minutos antes de abordar un avión. Esa noche había dormido en la casa de mi exnovio porque me quedaba cerca del aeropuerto. Me devolví como pude con la enorme preocupación de mis gatos que los había dejado solos. Mi ex llegó al rescate, me ayudó a arreglar la llave rota y a secar el apartamento. Se quedó solo esperando al plomero mientras yo debía tomar un avión por temas laborales.

Así que mi primera reacción ante una segunda catástrofe fue, por supuesto, llamar a mi ex. Y eso fue lo que detonó que decidiera arrancar mis cadenas de mi relación pasada. Entendí que estaba atada a él meses después de que acabara nuestra relación. Atada incluso hasta para que resolviera asuntos como la tubería de mi casa. Me di cuenta de que ya no era su tiempo, su presencia, su aprecio hacia mí o su paciencia lo que extrañaba, también eran sus labores de todero.

Lo extrañaba con todas las fuerzas de mi alma negra, oscura y amargada. Era él quien resolvía mis problemas técnicos y mis inseguridades mentales. Una locura. Seguía atada a él, además, porque cargaba con muchas cosas que quería decirle desde la relación.

Admito que soy pésima para identificar mis emociones que básicamente son descritas por mi familia como: es hora del drama o tiene ‘gadejo’. Bueno, es cierto. Básicamente lloro por todo: Por el mosquito que maté, por la situación del país, por la implementación del acuerdo de paz, por un fantasma que solo quiere recuperar su familia. Ya nada me da miedo ni pesar. Todo me da dolor. Todo me duele. Pues así fue mi relación, un mar de lágrimas que mi ex no pudo lidiar. Yo tampoco.

Con este panorama desolador era claro que jamás, mientras estuve con él, pude mostrarme más vulnerable. Escondí tanto mis sentimientos para demostrarle que también era fuerte. Una fortaleza que confundí con su incapacidad (o quizás no le daba la gana) de expresar sus sentimientos. Me igualé y también los escondí.

Nueve meses después de terminar, que sentí como una eternidad y como si estuviera dando luz a nueva vida, le envié una carta diciéndole lo que sentía, pese a que nos dijimos todo lo que teníamos decir la última vez que nos vimos. Lo primero que escribí fue agradecerle infinitamente por todo lo que vivimos en la relación, con sus cosas malas y sus cosas muy buenas. Por su inmensa paciencia y su servicio. Sus momentos de risas, de apoyo invaluable y también por sus momentos de ausencia (aunque me doliera en lo más profundo de mi alma que, ya saben, que es negra).

Pero tenía que ser honesta como un acto de amor con la vida. Debía admitir que sus últimas palabras retumbaron en mi mente y corazón. Me costó entender que jamás me amó y que además ya no me quería en su vida. Hoy por fin entendí que no todos nos van a amar y, mucho menos, de la forma y en el tiempo en que queramos.

Me pesaron por muchos meses esas palabras. Las cargué por tanto tiempo que terminé diciéndole lo mismo a alguien más. Por eso le admití que yo sí lo amé. Me costó aceptarlo y decírselo durante la relación. No lo hice por miedo. Y fue precisamente ese miedo el que sobrepasó al amor. Por eso mis discusiones, mis resentimientos, mis celos, mis dudas, mi llanto. Porque no era libre para decirle que me había enamorado, aunque el amor hacia a él no era el correcto ni el más sano. Pensé que, si me igualaba en su incapacidad de decir lo que siente, podría disfrutar de cada momento a su lado.

Ahora estoy en proceso de entender cómo es ese amor que a pesar de todo da paz. Lo admito, hoy admito que lo amé un montón, como un acto de honestidad hacia mí y como un punto final a los recuerdos que me pesan de nuestra relación.

Deseo con mi corazón toda la felicidad del mundo para ti. No me cansaré de agradecerte por hacerme feliz en tantos momentos, lo fui por ti, por tu forma de ser, cuando te abrías y yo podía entrar así fuera un ratico a tu vida”, concluí en mi carta.

Y así fue como desapareció un peso y un duelo que llevaba desde la relación. Regresó a mí la paz, la tranquilidad, un vacío positivo y unas ganas inmensas de hacer las cosas bien. Entendí el valor de la libertad, de mi libertad de decir ‘Te amo’ las veces que se me dé la regalada gana. Será él el que se perderá de decirlo, de sentirlo. Ahora me reconstruyo y de paso mi apartamento que está lleno de muchas cosas que me regaló.

Al aceptar mis sentimientos, lo dejé ir. Con la carta se fue lo que quedaba del amor, se fueron mis ganas de verlo en otras facetas, mis ganas de ser mamá, mi cotidianidad compartida, mi libertad. Con él se fue parte de mi corazón y lo que más lamento, al ver el desastre de mi casa, es que se haya llevado consigo hasta el contacto del plomero.