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Samandira, Turquía. Foto: @AndresGutierez

“En el mundo musulmán no hay sanitarios”. Eso fue lo primero que pensé cuando pedí el baño prestado y me encontré con una «letrina de porcelana», unas chanclas azules y una jarrita con agua. Nunca en mi vida había visto algo parecido, pero afortunadamente, mis apuros eran fáciles de resolver hasta averiguar cómo funcionaba.

Cuando embarcaba a Estambul, Turquía, hacía tan solo dos días una mujer había explotado en un centro comercial y con ella se había llevado la vida de otras cinco personas. Ya en el avión, venía con miedo pues solo veía rostros con rasgos árabes y por mi cabeza se pasó la idea de que en cualquier momento desviaríamos a alguna ciudad europea y que al día siguiente entrevistarían a mis papás en Colombia y me harían un homenaje por redes sociales ¡Qué atrevida es la ignorancia! ¿Qué pensarían ellos al saber que iba un colombiano en el avión?

Estando en el otro lado del planeta, me di cuenta que no solo estaba lejos de mi país, sino lejos de como siempre había creído que debía ser el mundo. Lo más difícil de sortear en la calles, aparte de los imaginarios con los que había crecido acerca de la cultura islámica, fue la comunicación; nadie hablaba inglés y mucho menos español. La única opción que me quedó fue hacer maromas y mímicas para hacerme entender y llegar hasta la casa de un grupo de estudiantes que previamente me habían ofrecido hospedaje. Aunque debo confesar que por mi cabeza siempre rondó la desconfianza y el recelo que nos persigue a los que fuimos criados en países inseguros, violentos y desiguales, donde siempre estamos preparados porque no sabemos cuándo puede llegarnos una puñalada por la espalda.

En Turquía, me mataron los prejuicios. Ishak, Yusuf y Kadir, los tres de origen turco, me saludaron con un beso en cada mejilla y con un abrazo. “Merhaba baskan” , decían de brazos abiertos y sonriendo, mientras mi moral viajaba 20 años atrás cuando me enseñaron que a los niños solo se les saludaba con un apretón de manos y a las niñas, con un beso en la mejilla. Sin embargo, su saludo no tenía otra explicación más allá de una tradición turca, parecida a la que hay en Argentina, Italia y en algunos países árabes.

Antes de entrar a su casa, un apartamento de tres cuartos ubicado en la parte asiática de Estambul, me pidieron que dejara mis zapatos en la entrada de la casa. El piso estaba entapetado y en el ambiente flotaba un leve olor a esencias de frutas y tabaco, parecidas a las que se usan para fumar narguile (una pipa árabe). No tienen mesa comedor y cuando desayunan, almuerzan o cenan lo hacen sobre una tela parecida a la que nosotros usamos para los pícnics. Así es, ellos comen literalmente en el piso, y no es porque no tengan dinero para comprar un comedor, simplemente esa es su tradición y para mí, un montañero sudamericano, me parecía la cosa más bonita del mundo.

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Desayuno turco. Poto: @AndresGutierez

A pesar de las diferencias culturales, todo parecía fluir hasta cuando me tocó ir al baño. Según me explicaron, ese era un tipo de sanitario tradicional, que a mi parecer era una letrina de porcelana, acompañada de una jarrita con agua para lavarse la partes íntimas y unas chancletas azules (públicas) para no mojarse los pies. Tanto hombres como mujeres hacen sus necesidades sentados y eso también implicaba que yo debía acurrucarme para orinar. Sin embargo, debo confesar que mi «machismo occidental» no me dejo agacharme para orinar y la primera vez lo hice de pie. Cuando terminé, entendí por qué era más conveniente agacharse.

Con el paso de los días, esa moral y machismo que nunca quise reconocer en mi país me tomó de nuevo por sorpresa en las calles de Estambul. Ahora resultaba que los hombres, además de saludarse de beso en la mejilla y orinar sentados, andaban cogidos de brazo, o “de gancho” como diríamos en Colombia. Entonces pensé: ¿Será que ellos no saben que eso es cosa de gais? ¿O será que nosotros no sabemos que eso es cosa de amigos que se consideran como hermanos? Tal vez todo eso que creemos saber no es más que un simple arrume de prejuicios que no nos dejan ver y entender cómo se vive en la otra orilla del mundo.

Turquía es quizá el país musulmán más liberal en muchos sentidos. Claro, no estoy diciendo que sea el paraíso de los derechos humanos, pero la gran mayoría de su gente es amable, fraternal, respetuosa y orgullosa de sus costumbres. El terrorismo no tiene nada que ver con sus principios, así como el nazismo no tenía nada que ver con el cristianismo. Las personas que siguen el Islam como filosofía de vida viven entregadas a su religión: rezan cinco veces al día, en una mezquita, desde la casa o desde su trabajo, pero siempre en dirección a la Meca. Un gran porcentaje de las mujeres se cubre la cara y el cabello. Aunque esto es una elección y no una obligación; hay mujeres que no lo usan y también son musulmanas.

Fueron exactamente siete días en los que me di cuenta que una vida quizá no sea suficiente para comprender lo que significa la espiritualidad de una persona y menos lo que significa para los 1.200 millones de musulmanes que comparten con nosotros el planeta. Cuando me monté en el avión para salir de Turquía, sentí que había vivido engañado. El mundo no debería ser como a uno se lo pintan, sino como uno se lo vive. Estambul está lejos del imaginario que tenemos de las ciudades musulmanas pobres, atrasadas, inseguras y con muchas necesidades. Incluso, me arriesgaría a afirmar que le lleva años a las principales ciudades de Latinoamérica en seguridad, infraestructura, transporte, e inclusión social y económica.

Por: Andrés Gutiérrez
Il-Belt Valletta, Malta. Abril 2016
Instagram: @AndresGutierez
Twitter: @AndresGutierez
Facebook: Fb.com/AndresGutierezR
*Corrección de estilo y ortografía: Juan Manuel Almanza

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