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Sonidos del último álbum -una cosa rockerísima- del brasilero que se presenta en Bogotá el 11 de agosto y algunas anécdotas acerca de mi caminata con el profesor, para responder a la propuesta de algunos de mis lectores.

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Caetano puede sorprender a cualquiera

Debo confesar que no me gusta Caetano Veloso. Pero no tanto por él, de quien se sabe que tiene su temperamento, sino porque además de no sentirme identificado con su música, fui víctima de la sobreexposición a su álbum Fina estampa -un viaje por carretera y la persona que conducía no quería que cambiáramos de disco- de versiones de música tradicional latinoamericana. Recuerdo cuánto odié ‘Recuerdos de Ypacarai’ y ‘Capullito de Alelí’; sentía que me trataban como a Alex, el de la Naranja Mecánica: Era un tratamiento ludovico. Y lo peor es que luego compré el disco (tiene una versión cantada genial de ‘Vuelvo al sur’, no mejor que la de Goyeneche, pero buena).

Pero así quisiera restarle importancia a Caetano, no puedo. No han sido pocas las veces que ha desfilado por este blog: En alguna ocasión hablamos de su mítica banda Doces Bárbaros y, mucho antes, apareció en un escrito de mi colega Laila Abu Shihab acerca del horizonte cool de Brasil. Reapareció cuando hablé de Os Mutantes -mi banda favorita de la música de ese país- pues fue su padrino, y luego por el simpático álbum que hizo el futbolista Ronaldinho. Talvez Caetano ha aparecido más veces en Caja de Resonancia que Cream, U2, Yes o hasta los Beatles.

Además, creo que el ‘efecto Caetano’ es impactante. Tiene un encanto para pintar escenarios sentimentales que se ha traducido en escenas de cine de películas inolvidables de Wong Kar-Wai [ reseña de Mauricio Laurens ].

Este es el viejo Veloso:

Por todo eso, su reciente álbum fue un golpe que me dejó aturdido. Comencé a escucharlo con recelo y terminé encantado. Cada canción resultaba más apasionante que la anterior, pues no conocía semejante espíritu salvaje, oscuro, incluso funky de este músico que parece sorprender a cualquiera.

El trabajo se titula ‘Cê‘ y aquí se pueden escuchar algunas de sus canciones.

Algunos cortes como ‘Waly Salomão’ tienen un sonido impresionante que podría describirse como ‘dark’ aunque eso suene tonto. La letra está muy lejana de eso, pues se trata de un homenaje al poeta del mismo nombre, de Bahía, quien escribió letras para muchos de los músicos del Brasil en los años setenta y quien murió en 2004.

Este es el reciente Veloso:

El ensamble rockero ya es demasiado evidente en ‘Rocks‘, no por el nombre, sino por cómo suena el asunto: ¡New Wave en portugués, papá! ¡The Police en Copacabana! En cambio ‘Não Me Arrependo’ suena como Lou Reed. Es una canción espectacular. En ‘Minhas Lágrimas’ se nota su estilo vocal más común, al que estábamos acostumbrados antes, con tonos altísimos y con un arreglo de cuerdas genial, y aún así muy diferente a lo que conocemos de Caetano. También hay que escuchar el corte ‘outro‘ para ver las diferencias.

El flaquillo de Ipanema estará el 11 de agosto en Corferias [ boletas ] presentando material de toda su carrera en solitario. Ojalá toque algo de ‘Cê’. Será un muy buen concierto, aunque hay que decirlo: El precio de las boletas es muy elevado.

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Detalles de la travesía Moncayo: Suelo no mezclar la Caja de Resonancia con mi trabajo diario, pero hoy respondo a la propuesta de algunos lectores del post anterior acerca de contar algunos detalles de la marcha junto al caminante.

"Quiero decirle a mi hermano del alma que seguiré caminando por él porque lo espero para darle un abrazo rompehuesos como la última vez que nos vimos". Esas fueron las palabras que Yoimer, un llanero que se llama a sí mismo ‘el primer discipulo’ del profesor Gustavo Moncayo, me dio al salir de Fusagasugá.

Yoimer caminó cerca del 80% de la ruta con una camiseta negra y una bandera de Colombia. Fue el primero de los 35 escuderos fieles que se unieron a Moncayo. Él marchó por su amigo Alan Jara.

Caminé durante cuatro días cerca del profesor, más o menos unos 55 kilómetros. Mi misión era complicada y creo que no la cumplí: Contar nuevas historias en torno al tema, porque el periódico llevaba 40 días hablando de lo mismo. Y al encontrarse con estas historias es que uno se hace muchas preguntas acerca de este oficio. La inmediatez y el afan de historias chocan un poco cuando te enfrentas a un propósito que parece una misión sacra: una gesta, como en las novelas épicas. Caminé junto a un hombre que es movido por un propósito sagrado. Eso no ocurre todos los días.

Detrás del sujeto que ayer puso al presidente Álvaro Uribe en situación extrema, está un tipo muy sencillo que al terminar cada marcha se sienta en el suelo a comer con todo el mundo. Sin embargo, durante los últimos días noté en su mirada una expresión complicada, más cuando me dijo que había perdido su libertad en pro de la paz. Y era cierto, el hombre no podía hacer nada sin que estuviera rodeado por politiqueros de pueblo, gente que quería abrazarlo o, claro, por los periodistas que estábamos buscándolo todo el tiempo. Además, tenía que lidiar con la posibilidad de que a su llegada a la capital todo fracasara.

Pero en el esfuerzo de Moncayo había siempre un aura de mártir que no surge de las palabras poéticas que le metiéramos los periodistas, sino que, en realidad, el ambiente se sentía así:

Las plantas de sus pies estaban en carne viva, pero se mantenían firmes gracias a anestesia local que le aplicaban antes de cada jornada (no sé si entienden lo doloroso del asunto). Algunas de sus uñas se sostenían en los dedos sólo por los bordes.

El sábado, día que me uní al grupo, comencé a conocer a los discípulos. Estaba ‘Mandela‘, un ex sargento del Ejército en cuyas charlas había una obsesión por las ‘panochas’ y un capítulo en el que le daba en la jeta a un guerrillero en una discoteca en algún pueblo de los Llanos. Estaba el tolimense que se encargaba del pito disipador de multitudes. Estaba Chávez, el sandoneño mamagallista encargado del departamento de hidratación: repartía en una moto unas bolsitas similares a los Bon-ice pero contenían Hidraplus, un suero energético que sabía a m… Contaba orgulloso Chávez cómo convenció a unos niños en el Valle para que, cuando pasara el profesor, le gritaran "¡Moncayo, capullo, queremos un hijo tuyo!"

También estaba Guillermo, quien caminaba desde Popayán y contaba que luego de llegar a Bogotá emprendería camino hacia el caribe, para extender la misión al otro costado del país. En la etapa Subia-Soacha, a tan sólo 45 kilómetros de Bogotá, se enfermó y me dijo que no podría seguir. Me lo contó muy en privado y sólo hasta hoy lo cuento, pues ayer, cuando entraron a la Plaza de Bolívar -y yo veía todo por televisión, en mi oficina- lo ví entrando al lado de Moncayo, firme, como nuevo. Buena esa, papá.

Todos los días, Moncayo agrupaba a los discípulos antes de partir para hablar del reto diario y de lo que había que hacer. Allí no podíamos estar los ‘extraños’. Discutían de todo. A veces, de las típicas envidias que surgen en cualquier gesta. Era inevitable la imagen: el profe, apoyado en su bastón y con las cadenas por el cuello, se veía como un apostol.

Hoy hay dos hombres que tienen esa capacidad de agrupar a los colombianos: Moncayo y Jorge Barón. Irónicamente, los dos coincidieron el domingo en Fusagasugá, y aunque no se vieron, movieron a esa pequeña ciudad.

No quiero extenderme. Les cuento que la primera vez que aparecieron las luces de Bogotá en el horizonte (eran cerca de las 7:30 p.m.) fue el éxtasis. Después de 1.000 kilómetros, estos colombianos conquistaban la capital. Y el destino los esperaba triunfantes.

No sé si Moncayo se va a volver loco después de tanta conmoción. Cuando entramos marchando a Soacha, la gente se lanzaba a su paso dispuesta a dejarse atropellar. Imaginen mil personas intentando tocar al profesor. No sé si esos poderes alteren a un hombre sencillo, cualquier intención política podría ser el trastorno de su causa. Pero el tipo logró algo grande.

Suerte y pulso, amigos.

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