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Esta semana estuve en un evento con Visa y escuché unas cifras que me impresionaron: en promedio las personas tienen 70 aplicaciones en el celular; de las cuales el 20% las usan solo una vez, y cerca del 80% solo las usan los 30 días siguientes de la descarga.

Esto me puso a pensar en la cantidad de cosas que tenemos en el celular. Hoy poseemos en una sola máquina, inclusive más capacidad que la que tuvo la NASA para llevar al Apolo 11 a la Luna y solo la usamos para comunicarnos entre nosotros, o para chatear pendejadas.

Ese aparato que va con nosotros a todos lados, nos ha hecho cambiar mucho. Hoy, la gente se molesta si no les contestamos un chat, más aún si se ve los dos “chulitos” azules, porque no comprendemos que no siempre se quiere o puede contestar inmediatamente. Pero lo que más preocupado me tiene de todo esto, es el nivel de control al que hemos llegado y su fatal consecuencia.

Continuamente le pedimos a los demás –sobre todo a nuestros seres queridos, que nos avisen cuando lleguen a algún lado o que nos digan qué están haciendo, aumentando continuamente la necesidad de información sobre los demás, llegando al punto de controlar la vida de otros.

Recuerdo cuando tenía 12 años y salía de mi casa cerca a Bulevar Niza, y tomaba un bus en la calle hasta el consultorio del dentista cerca de la calle 100 con 11, y mis papás nunca sabían si yo había llegado bien o no, y en muy pocos casos, llamaron al consultorio a averiguar. Hoy esto sería impensable, porque el joven que hiciera esto debería llamar a uno de sus padres al tomar el SIPT y cuando llegara al dentista.

Todo este exceso de control desemboca en la consecuencia más funesta de todo: el miedo.

Ese miedo que nos da de no saber qué hace el otro, en donde está, si llego o no llego, si me piensa o no me piensa, si me quiere responder o no, si está en donde dice que está o no. Este exceso de información nos lleva a un control innecesario sobre el otro, y desata en nosotros los más bajos instintos de temor y duda, que no nos dejan estar tranquilos. Más aún si esa persona es nerviosa e insegura.

Esto que parece aterrador para muchos y completamente necesario para otros, ha llegado al punto de tener un GPS en celular para saber dónde están las personas, y esto no solo limita completamente la libertad de las personas, sino que causa un nivel de ansiedad de control tan grande en algunos, que su vida ha cambiado completamente. No me imagino qué haría un padre hoy, cuando el GPS le diga que su hija de 19 años está en un motel y según ella está estudiando para un examen de la universidad; ni mucho menos me imagino, que hará la hija cuando se dé cuenta que su padre sabe.

Este tema, que nos pone a pensar que usamos las cosas para lo que no son y estamos pasando las fronteras de la intimidad y de la cordura personal, es un debate que hoy tiene enfrentado al FBI y a Apple, sobre la necesidad de entregar información de geolocalización de las personas en un caso de investigación; donde el FBI le pido de los datos al gigante informático, y este se niega a entregarlo, no porque no quiere colaborar, sino porque sentaría un precedente que cambiaría al mundo para siempre, dejando que el estado tenga la ubicación en tiempo real de todos sus ciudadanos.

Algunos dirán que “el que nada debe, nada teme”, pero ese no es el punto. El punto es que cada persona tiene derecho a decidir qué hacer, a quien decirle y a quien no, y ni el Estado ni su propio padre puede violar ese derecho.

Sin duda el celular es una herramienta potente que subutilizamos, pero no por eso podemos darles ese potencial a terceros o a nuestros propios miedos e inseguridades para controlar las acciones de los demás. Debemos tener mucho cuidado con esto, porque en algún punto muchos fuimos a un motel, y no lo hicimos por hacer una maldad.

@consumiendo

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