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Una amiga —india de 23 años— le preguntaba a un amigo común —paquistaní de 52 años— sobre cómo era ahora vivir en Moscú, y si aún no estaban todos uniformados. Aludo a sus orígenes, ateniéndome a que ustedes saben el porqué. Las referencias a las edades las hago en cuanto que ella nació cuando él tenía un poco más de la edad de la chica, por allá en el año de la disolución de la URSS. Lo que algunos atrevidos llamaron: «El fin de la historia».

 La respuesta que él dio fue políticamente correcta; pero no por ello carente de afugias: »… Ellos [los rusos] viven en un extremo del modelo capitalista y allá la gente se viste como nosotros».

Pedazo del Muro de Berlín Como él vivió en esa ciudad por cuatro años le pregunté el porqué de su calificativo. Según mi amigo, él adjetiva de extremo al régimen ruso debido a dos cosas básicamente: 1ro. la división de poderes es casi inexistente en tanto que el Sr. Putin hace y deshace a su antojo; 2do. y sobre todo, a que no existe una verdadera libertad de prensa. Lo anterior, aunque pareciese sacado de CNN, no está muy lejos de ser verdad; Rusia, a su usanza, sigue siendo hoy un estado totalitario y caben pocas dudas al respecto.

 

 

Ella, nacida en India, repetía hoy en 2014 la idea generalizada en occidente sobre los rusos cuando eran parte de la URSS y su falta de libertad. Según el cuento, estos pobres tipos no tenían el derecho ni de escoger los chiros que usaban; ya que el sistema, hasta en esa esfera, los había uniformado. No sé como fue en esas épocas en URSS, pero en la ex Yugoslavia —expaís excomunista que perteneció al pacto de Varsovia—, puedo dar fe de que también se vestían como «nosotros» es decir como los occidentales. Con algo de miedo de que me tomen por castro-chavista —porque esto es pecado mortal en Colombia— lo digo: a la moda del imperio.

Vuelvo al tema. El afán me llega porque la autodeterminación de la que nos sentimos orgullosos no es más que una sensación en la que nos hemos sumido, y en donde nos sentimos tan confortables. Una libertad dominada por parámetros externos, finamente planificados e imperceptibles, a nosotros, que nos dice desde lo que debemos poseer para ser felices, hasta las medidas y formas del cuerpo que debemos lucir, pasando por la ropa que va acorde con el estilo de vida en el que nos ahogamos. Un estilo de vida en el que ser y tener son sinónimos.

Tampoco es que ahora quiera salir a vestirme con harapos o con la última moda quechua; pero también es verdad que no hay opciones reales para vestirnos diferentes. Hemos comprado el cuento; una historieta muy bien elaborada en donde hay dos alternativas: luchar contra viento y marea tratando de alcanzar la meta de ser un engranaje más de esta supermáquina de consumo, o de otra manera lo que nos espera es ser unos perdedores, unos don nadie. Losers. Y lo hemos pagado caro, nos hemos quedado sin siquiera la opción de atacarla ya que no podemos hacerlo sin cometer una afrenta a la inteligencia.

Afiche en Basilea

 

En esa burbuja de falsa libertad nos uniformamos más y más. Trabajamos para consumir y consumimos para trabajar. Como dice Tyler Durden: «Tenemos trabajos de mierda para comprar cosas que no necesitamos para impresionar a personas a las que no les importamos». Y yo agregaría con el dinero que no tenemos.

 

 

Este asunto de seguir las modas de la élite no es nuevo, desde siempre ha sido así. En tiempos del Imperio romano, además de hablar latín, la gente de las colonias imitaba la manera de vestir de los patricios. Quien sabe cómo sería la propaganda de esa época; mas la de ahora es refinadísima y no quiero llegar a imaginarme ni el ideal de vida que los chinos nos vayan a vender, ni mucho menos vestido a su última moda.

Ve, ¿vos también te vas a echar agua fría encima?

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La curiosidad me llevó a probar y a seguir probando. Ella trajo al cine, la música, los libros, la filosofía y la voluptuosidad. Así fue como de ingeniero electrónico llegué escribir y trato de no perder la elegancia en ello. Mi principal derecho: contradecirme.

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