Hay dos colectivos de profesionales en los que he confiado literalmente a ciegas, los médicos y los pilotos de aviones. Más en los segundos que en los primeros, en tanto he puesto mi vida en sus manos cientos de veces más. A ciegas, porque aunque sé el destino apenas me trepo al avión no tengo ni la menor idea del cómo me llevarán a él. En aviones he tenido cuatro episodios intranquilos, uno en tierra tres en el aire, y nunca desconfié de la pericia y profesionalismo de los que iban al mando. Esa seguridad se desvaneció ayer.
Un día antes del infausto accidente del Airbus A320, alguien me decía que no tenía muchas ganas de hablar porque podía ser grosero. Le respondí que era entendible, que muchas veces uno quiere mandar al carajo a todo el mundo. Su respuesta fue brillante: «En esos días el que se tiene que ir a la mierda es uno; porque los demás están bien».
Esta pregunta me consume: ¿qué le pasó por la cabeza al desgraciadamente famoso Andreas Lubitz el copiloto del Airbus A320 siniestrado? En El País de Madrid leía el minuto a minuto: a las 10.31 el avión comienza a descender y el piloto empieza a llamar Andreas sin obtener más que una respiración normal como respuesta. Diez minutos luego fue el fin para las 149 personas que iban con él.
Varios periódicos en el mundo repiten los comentarios que hacen sus vecinos tanto en Dusseldorf como en Montabaur —donde viven sus padres— de donde se puede decir que era un buen tipo, una persona normal que unos seis años atrás había sufrido un periodo de depresión. Sin embargo, logró pasar las exigentes pruebas para hacerse piloto en 2013.
¿Serán solo desbalances químicos del cerebro que en este caso no se supieron controlar? Por mí paz mental tengo que creer, no puedo hacer más, que sí. Que el copiloto del vuelo de Germanwings fue un tipo normal que tenía un problema que se le salió de las manos y que vio la salida en el instante en que estaba solo en la cabina. Lo supongo por lo que dicen de su respiración tranquila en la grabación de la caja negra. No pudo combatirlo, hablar con amigos y con el sicólogo no fue suficiente, el prozac tampoco ayudó. Para el dolor de muchos, él lo resolvió de la peor manera.
¿Qué es lo que nos está pasando que vivimos entre sicóticos y deprimidos?, ¿encontraremos una pepa que nos alivie este dolor que nos está suponiendo vivir? ¿Por qué nos cuesta tanto? ¿Desde cuándo nos pasa esto? ¿De dónde llega tanta presión, tanto peso que cargar? Seguro que no hemos sabido encontrar lo que queremos mientras nos mantenemos calmando lo que deseamos para luego dejarlo de lado y seguir en la misma necesidad. ¿Dónde quedó la sal? ¿Cómo vamos a salirnos de este lodo en el que se nos ha convertido la cotidianidad?
Si no fue así, el miedo me inunda y las preguntas son aterrorizantes. Si este era un hombre común, ¿quién le implantó la semilla del mal al niño o al hombre Andreas? ¿Cuál fue el motivo que lo llevó a actuar de esta forma? ¿Cuándo decidió hacerlo? Este asunto del mal lo podemos extrapolar a la situación del día a día y sus víctimas, que por no ser mortales no dejan de serlo. Y tenemos hombres que se inmolan con su expareja, y padres que mantienen a sus hijas 20 años encerradas en un sótano, y niños que mandar a matar a su mamá y un etcétera que ni el señor F. Krueger se lo soñó.
Ve, ¿y si dejamos de empujar?
28 de marzo: «un día voy a hacer algo que va a cambiar todo el sistema, y todo el mundo conocerá mi nombre y lo recordará«. Andreas Lubitz. ¿Será esta la roca que nos convierte en Sísifo?
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