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El próximo treinta de agosto se cumple un año exacto de la confesión más insípida que le he hecho a una amiga cercana: acabo de tener un enamoramiento express en la cafetería. La verdad es que lo insípida no le quita lo trascendental, o por lo menos para mí que doy importancia a cosas totalmente irrelevantes. Recuerdo bien que era viernes porque lo medité todo un fin de semana. Alrededor de las nueve y media de la mañana bajé a comprar un jugo de naranja y una arepa de huevo y cuando lo vi en la fila no pude evitar el impulso de hacerle una broma aún más insípida que la confesión con tal de tener una excusa que me permitiera montarle conversación, teniendo como recurso lo más obvio y patéticamente predecible que se puede usar para iniciar una charla con una persona ojerosa, que lleva puesta una bufanda y prácticamente no tiene voz: ¿estás enfermo? Me parece estar viéndolo abrirme campo en la fila para dejarme pasar y cómo sus manos se apresuraban para entregarme el pedido como el perfecto caballero. Yo sonreí y él correspondió. Le deseé un buen día, él hizo lo mismo. Y lo demás, bueno… lo demás es historia.

El enamoramiento no fue, o mejor, no ha sido tan express como yo pensaba, quería y esperaba. De hecho, sin lugar a dudas ha sido el más grande amor de la vida durante el último año y eso ya es tremendo récord, pero sigue sin tener ese carácter contundente que lo convierta definitivamente en el elegido: alguien porque quien se está dispuesto a ir al fin del mundo y devolverse en canoa; que inspira pensamientos fugaces de fidelidad, lealtad, familia de portarretrato y todo lo que viene en el combo. Al final, con todo eso de la distancia y la frialdad de las comunicaciones virtuales, cuando terminan esas conversaciones que por horas me mantienen al filo del auto-convencimiento y la promesa intangible de nuestro próximo encuentro, en el momento en el que se apaga el aparato electrónico que fungió como artilugio de distracción utópica y momentánea vuelvo a la realidad y comprendo por qué nunca hay que dejar todos los huevitos en la misma canasta. Él es el elegido durante esos breves instantes, lo ha sido durante los últimos meses, pero, ¿qué pasa después?

No entiendo muy bien por qué, pero ese tema de encontrar el que es siempre me ha sonado un poco a promesa mesiánica, como si fuera alguien cuyo aspecto desconocemos pero que misteriosamente va a llegar a cubrir todos esos vacíos que los demás van dejando a su paso y cumplirá todos esos requisitos que a los otros les faltaron. Ese centavito pa’l peso que engranará como jugando Tetris y al fin tanto desvarío habrá valido la pena. Que tendrá errores y defectos, pero aprenderemos a vivir con ellos. Que será justo lo opuesto a lo que siempre buscamos pero en el momento de encontrarnos sabremos que efectivamente ese es. Yo no puedo creer eso porque sencillamente para mí, todos los huevitos de la canasta tienen algo de elegido.

Para nadie es un secreto que hay una delgada línea entre enamorarse y encoñarse. Y miren que fue curioso encontrar la palabra encoñarse en el diccionario de la RAE cuando apenas hace unos días tenía una acalorada discusión con el susodicho mencionado anteriormente (a.k.a. el quincuagésimo primer amor de la vida, para mayor referencia) por la forma en que la dichosa academia nos iba llevando entre las patas. Hoy se lo agradezco, no a él sino a la RAE, por darme una luz para definir mejor el sentimiento que me ata y que seguramente comparto con muchos de los que me están leyendo, porque los seres humanos no solo somos expertos en reincidir y en ahogarnos en nuestros propios vasos de agua, también somos maestros poniéndole nombres y títulos a todo lo que nos pasa, a todo lo que sentimos o creemos sentir y a todo lo que construimos sin importar que esté basado en un supuesto, una duda o algo sólido.

La prima más joven de toda mi familia tiene ya dieciocho años. Es bonita, inteligente y todavía tiene ese aspecto de niña que confunde, pero en el fondo sé que tiene muchas capacidades y ganas de comerse el mundo. Siempre que tengo la oportunidad de conversar con ella acabamos cuestionando nuestro prolífico interés por el género opuesto y el porqué de nuestro súbito aburrimiento, aunque coincidimos en que no hay nada más bueno que echar caldo de ojo. En eso interrumpen nuestras mamás (que además son amigas de infancia, parrandas, desamores y desgracias) y nos salen con ese cliché tan doloroso para los oídos: tranquilas, que ya va a llegar el que es. Yo rebato la teoría con todo lo que acabo de explicar y les hablo de los huevitos de la canasta mientras le guiño el ojo a mi prima creyendo que comparte mi opinión.

Me enteré que tiene novio. Las redes sociales no son la única forma de averiguar datos así, pues me he topado con ellos un par de veces y aunque procuro ser discreta no puedo dejar de pensar en las implicaciones que eso tiene, no el hecho de que tenga novio en sí, sino en la importancia de convertir a alguien en el que es  y creerse la película por un tiempo. La veo y pienso que es aún muy joven y que tiene que vivir más para decidirse, porque si se queda con él para siempre, tal vez después, cuando tenga mi edad, estará preguntándose si tomó una buena decisión. Pero luego me doy cuenta que mi enorme rabo de paja no me alcanza para semejante juicio porque en los diez años que le llevo de ventaja no he aprendido nada concreto y no sé si las decisiones que tomé a su edad fueron buenas o si las que voy a tomar hoy o en dos años serán correctas, así que me siento a observar cómo fluyen las cosas en su vida y monitoreo un poco sus cambios de humor para encontrar parámetros que me ayuden a ver si soy la única en esa familia con las vísceras y las pasiones instaladas en el cerebro o si muy en el fondo lo que tengo es envidia de su capacidad para creer y enamorarse sin analizar las variables, los motivos, los pro, los contra y sin tanto prejuicio que acaba convertido en un desvarío de hoja y media tamaño carta.

Sí, he tomado curso intensivo de stalker y me avergüenza un poco, pero creo que ha sido por una buena causa. Por ahora seguiré cargando mi canasta para todo lado, cuidando que no se rompan las cáscaras mientras pasa algo definitivo que me obligue a eliminar de mi vocabulario la respuesta que le doy a todo aquel que me pregunta por alguien en especial: ¡Calma! Que no lo quiero pa’ casarme.

Facebook: FanPage Erika Ángel Tamayo

Twitter: @eangelt

Blog Personal: Desvariando para variar…

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