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Sentada en la misma silla unos cuantos meses después, mirando ansiosa la puerta mientras espera su llegada, recordó el día en que se conocieron. No tuvo que pedir nada, él siempre fue creativo con las ideas. Aquella noche hacía frío y él apareció con una taza de chocolate caliente y mucha crema batida. Ha pasado el tiempo, ella sabe que ya no son los mismos. Y ya no hace frío.

Mirando la puerta fantasea con la idea de que regrese. Se acuerda bien de haberle preguntado ese día por su esposa y sus hijos. Le contó que era soltero y que tenía un gato. Ella sonrió. Su mirada era cálida y la comisura de sus labios le gustó. Pero más allá de eso, pintaba perfecto para sentarse de por vida en la zona del amigo. Mitad freaky, mitad geek, con ese aire hippie-nerd de lentes obsoletos, esos que pasaron de moda antes de que ella naciera, incluso antes de que él naciera. Le cayó bien. Muy bien. Demasiado bien. Nada más.

Las horas pasan mientras ve la puerta abrirse y cerrarse una y otra vez. Tantos rostros ajenos, tanta gente sonriente, un solo pensamiento yendo de un lado a otro dentro de su cabeza: ¿Habrá leído el mensaje? Meses atrás, cuando lo conoció, todo era sencillo entre los dos. Ella le gustaba, él hacía sus intentos, ella lo dejaba avanzar y a veces bromeaba con él al respecto. Iban a cine y a cenar comida chatarra, se encontraban a horas no adecuadas y la idea de moverlo de categoría –de la friend zone a algo más– empezó a contemplarse sin que se diera cuenta. Una noche, lo besó. Sí, fue ella. Lo venía pensando desde el mismo momento en que se ofreció a visitarla en casa para llevarle una caja enorme de fresas y frambuesas. Larga historia. Se miró en el espejo minutos antes de que él llegara y dijo: si no me besa, lo beso yo.

La puerta se abre de nuevo y él no aparece. ¡No vendrá! Le grita la conciencia y las voces de todos los que han estado monitoreando ese duelo. No vendrá, no recibió el mensaje, no lo leyó, no le interesa. Ya no te quiere más. Olvidó que te dijo «te quiero en mi vida». Olvidó que quería ser parte de la tuya. Se veía venir. No importaba cuánto tiempo se quedara viendo la dichosa puerta, la respuesta era obvia desde hace días: no se puede tapar el sol con un dedo.

Dos de la mañana. Tres semanas atrás. Una de las ventajas de los países con estaciones es que en verano se puede andar veinticuatro horas con ropita ligera sin ningún temor. Mejor para ella, suficientes temores albergaba ya como para sumarse uno más preocupándose por el clima. Y sí, otra vez estaba hablando del clima.

Las probabilidades de que esta fuera la idea más estúpida que se le hubiera ocurrido jamás, iban creciendo exponencialmente a medida que el auto en el que viajaba se acercaba a su destino. Dos y media de la mañana. Había ignorado todas las señales como solo alguien terco, ansioso y voluble como ella podía hacerlo. Unas cuantas horas antes la vida le había pedido de rodillas no seguir el impulso, resistir la vehemencia desbocada de su deseo adolescente y de todas las maneras posibles le hizo ver que no valía la pena seguir intentando.

Muchos días habían pasado. Él se había convertido en un extraño. No quedaba el más mínimo rastro de aquel muchacho amable, dulce, cariñoso y divertido que la tomó de la mano una noche y le robó el aliento. En un abrir y cerrar de ojos, una fiebre muy alta y las complicaciones inesperadas de una cirugía reciente se lo habían arrancado de los brazos como un desastre natural. Pero no, no se imaginen lo peor, no fue la muerte la que se lo arrebató. Como él le dijo tantas veces, eso sería demasiado sencillo, la muerte sería una vía muy rápida de escape y él sabía que su destino era tomar los caminos más dolorosos, los complicados, los de herradura.

Tantos soliloquios sórdidos, tantos discursos oscuros a los que nunca prestó atención; tanta angustia oculta tras esa mirada bonita que la envolvía y le penetraba hasta el alma. Todo era un presagio, una visión desoladora de ese futuro que se planteó a su lado, basándose únicamente en la contundencia de sus palabras en la distancia, cuando ella tuvo que ausentarse unos días y solo mantuvieron el contacto que las diferentes herramientas tecnológicas les permitían, suficiente eso sí para alimentar anhelos y desbocar ilusiones. Se enamoró de él, de sus dientitos de conejo, de sus manos encalladas, de sus mil y una rarezas, de la forma en la que acariciaba sus oídos con el sonido de su voz y hasta del ruido estridente que hacían los demonios que alojaba en su pecho, los mismos que vibraban cuando dormía e interrumpían su sueño.

Tres de la mañana. El cabello perfectamente bien peinado, los zapatos limpios y la enorme bolsa de regalo en su mano derecha. Los últimos meses de su vida pasaron por su cabeza a toda velocidad, tratando de ubicar el punto exacto en el que la carroza se convirtió en calabaza y los caballos en ratones. Si algo había aprendido de las comedias románticas es que una sorpresa de cumpleaños en medio de la madrugada era la escena final perfecta. El caminaría hacia ella, vería la intención en sus ojos y se besarían sin pronunciar palabra. Luego llegarían los créditos y la cancioncita que se queda pegada y se vuelve dedicable. Pero nada de eso pasó. Él nunca apareció.

Y entonces la búsqueda de culpables inicia de nuevo. Hollywood primero, por supuesto. Malditos romances de dos horas que no existen en la vida real. En segundo lugar, ella. No debió enojarse cuando desapareció, no debió reclamar por su repentino cambio, por su falta de interés, no debió, no debió, no debió… todos los no debió para ella, todos los porqué para él, y esa angustia infame reventándole las costillas por la impotencia, la rabia, la ansiedad y sobre todo la desazón de no saber si tiene solución o no.

El sol cae, la puerta se cierra por última vez y la aterriza. La expectativa alimentada durante el día se convierte de repente en una pasta maloliente de inquietud y pesadez en el pecho. Pero ella siempre lo supo, la probabilidad de que atendiera su encuentro no era siquiera del diez por ciento. Lleva tres semanas sin contactarla, las mismas en las que ella ha vivido en el infierno del desasosiego, la tristeza y el desamor. Se ha venido consumiendo como un animal al que abandonan en la carretera y se condena a la inanición. Hace libre interpretación de todo: un nuevo amor, un nuevo rompimiento, una nueva tusa, una lista nueva de pros y contras.

Si lo hubiera dejado en la zona del amigo, quizás la vida seguiría siendo sencilla. Tendría con quién charlar, con quien ir a cine, con quien atragantarse de papas fritas a medio día. Pero sucumbió, y no precisamente ante un amor de telenovela o la promesa de un romance eterno. Sucumbió a la inevitable tentación de ser el centro de atención de alguien, aunque fuera por un rato, porque no hay nada en este mundo que nos deslumbre más que sentirnos queridos, deseados, atendidos, involucrados… sentirnos importantes para alguien, que somos parte de algo, que construimos juntos, aunque no sepamos exactamente qué.

Pasó tantos días sometida al mismo estímulo, a la atención que le prestaba, al interés que manifestaba diariamente en ella, en sus cosas, su familia, sus problemas y hasta la consecución de sus sueños, fueron tantas las promesas involuntarias alimentando su ego, que en cuanto se rompió el hilo invisible que los unía, se quedó sin piso, sin brújula, sin respuestas y sobre todo, con la bolsa de regalo armada en medio de la madrugada y con la sensación incómoda de no querer ver esa puerta abrirse de nuevo y saber que él no va a volver.

Se adaptó tan bien a tenerlo orbitando a su alrededor, que confundió su ausencia con necesidad, su silencio con angustia y la ansiedad propia del ego herido con amor verdadero, dándole paso al ataque inminente y recargado de los miedos y todas esas contradicciones acumuladas durante años de relaciones fallidas y acciones precipitadas, egoístas e inconscientes que nacen de la necesidad tácita de sentir que alguien nos ama antes de aprender a amar a alguien.

Soltar no es fácil, nunca lo ha sido, así como no es fácil mirar dentro de nosotros y entender que aun cuando no seamos culpables de las decisiones de los demás y probablemente nunca recibamos las respuestas que queremos, la vida se encarga de darnos las que necesitamos, las que nos convienen de verdad, no las que creemos que nos corresponden, esas que atacan directamente el amor propio y nos apuñalan en la raíz de todos los egos, los mismos que se alimentan de nuestra insistencia, de mandar mensajes cuando sabemos que no habrá respuesta, de esperar que la puerta se abra y alguien aparezca, de arriesgarnos a salir en la madrugada fantaseando con una escena de película digna de Premio Óscar. Esos egos que nos llevan a ir del bote inflable a las migajas: La delgada línea entre el remero y el mendigo.

Cerró la puerta, apagó la luz, desempacó los regalos, dobló la bolsa de papel y quemó la carta que había escrito tres veces. De hecho, quemó las tres versiones y un par de fotos. Escribió una nota en un papelito y la guardó en la mesa de noche. Prometió acordarse de lo allí escrito cada día y dejar de esperar. Pero más que nada, prometió conocerse y quererse a sí misma antes de pretender querer a otra persona. Y sanar, pero no siguiendo manuales y libros de autoayuda, sino de verdad, con honestidad, desde adentro, con paciencia, sin culpas y asignando al amor propio el lugar que le corresponde y que no tiene nada que ver con el monstruo egoísta que nos lleva a extrañar primero los detalles y la atención, y de último, a la persona que nos lo ofrece.

Sanar toma tiempo. Aprender de los errores y curar un corazón roto también. Bien dicen que Roma no se hizo en un día. Créanme, este desvarío… tampoco.


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Blog Personal: Desvariando para variar…

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