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En los grandes almacenes Sears vendían obleas con arequipe, queso rallado, crema y mermelada de fresa.
 
A Sears solía llevarme mi abuelito. Me gustaban las obleas y me gustaba -me gusta- caminar junto a él… Había, que yo supiera, dos grandes almacenes Sears: uno en el sector homónimo; el otro en el flanco derecho de Unicentro. Lo que fue Sears después fue Casa Grajales y lo que fue Casa Grajales luego fue Casa Estrella.
 
Al centro comercial Granahorrar fui, tal vez poco después de su fundación. Había una suerte de hipermercado premoderno aún existente en las inmediaciones de Modelia y Pasadena, llamado Los Tres Elefantes, aunque ya hace tiempo desaparecido en lo que alguna vez fuera la gran Avenida Chile, tiempo atrás surcada por un tranvía al que no conocí y al que nunca conoceré.
 
Ahora Granahorrar no es Granahorrar, pues por cierto designio de eterno retorno revivió el viejo nombre de la calle de antaño, en la que se divisaba un viejo monumento al ganadero nacional, removido del lugar por cuenta del BBVA.
 
El arribo al incomprensiblemente llamado Centro Internacional estaba enmarcado por un no muy alto edificio en concreto, con el imponente emblema de la entonces colombiana Bavaria como bastión.
 
Ahora el logo en metal desapareció, reemplazado por la remozada casita roja de Davivienda… entidad hoy propietaria además del desaparecido Banco Cafetero.
 
El Banco de Colombia ya no es Banco de Colombia, y el ave que le representaba, tal vez lejana pariente de su similar de Davivienda, murió para dar lugar a una amalgama multicolor y amorfa, ahora transformada en burdos trazos de pincel. El hotel Hilton luego fue Orquídea Real, y ahora quiere ser complejo comercial San Martín.
 
En suma ya no hay grandes almacenes Sears, ni centro comercial Granahorrar, ni monumento a ganadero alguno, ni existe aquella águila de Bavaria, que se levantaba con solemnidad en la intersección de la calle 10 y la carrera séptima.
 
Lo pienso cada vez que voy por ahí, añorando aquello que desapareció. Cada vez que me pregunto, lamentándolo, por qué aquella ciudad que conocí ya no es.
 
Y así es. Casi todo cuanto nos rodea tiene el odioso don de hacernos creer que nos pertenece, sin que por ello tenga nada de nuestro. Solemos sentir como propios a quienes de forma transitoria y perecedera nos sirven de ocasionales aliados. Y cuando se van creemos ser los legítimos beneficiarios de inexistentes títulos de propiedad sobre éstos.
 
Lo mismo ocurre con el árbol que un día arrancan de la tierra, al que lloramos sin que sea de nosotros. Con aquellos seres a quienes dotamos de una imposible inamovilidad, ajena a nuestra condición perecedera y volátil. Con aquellas edificaciones que se derrumban al capricho curatorial de turno. Con todo aquello que llámese cemento, alma, vida o cuerpo se va por siempre sin mayor explicación que su contundente transitoriedad.
 
Viernes, 22 de junio de 2007. 1:43 AM.

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