(Esta travesía no podría hacerse sin el patrocinio de Blast Premium y Hanna Estetics, Bogotá)
Favor hacer las donaciones para los niños con cáncer en la cuenta de ahorro exclusiva para Brasil en dos ruedas, número 0483124605-2 de Bancolombia a nombre de OPNICER (Organización de padres de niños con cáncer, Nit: 830091601-7). Con estas donaciones usted está ayudando a un niño enfermo de cáncer a tener una posibilidad de vivir.
Nota al lector: Esto no es una guía turística ni un manual de viajero.
Debía ser temprano, las 7:00 a.m. – me volteé y vi tus ojos mirándome – me volteé de nuevo. Entre el delirio de la resaca – no sé incluso si aún estaba borracho – sentí que me habían despojado de algo, no sabía de qué en realidad, pero era algo muy mío que yo ya no tenía y en cambio había un gran vacío que me atormentaba como si fuera un demonio muy malo que se reía de mi y de mi propio infortunio. Acomodaba mi rostro sobre la almohada – siempre huyendo de tu mirada -, tragando segundo a segundo y momento a momento el veneno de nuestro propio destino que se revelaba ponzoñoso ante nosotros, ya que tan solo, muchas horas después, pudieron ser diez – te miré y vi que tu también eras una víctima de ese monstruo verde incontrolable que rompía tus ropas cuando alterabas tu genio, destruyéndolo todo a su alrededor. Bruce Banner eras tu, que también huías de Hulk, y en esa medida los dos éramos culpables porque yo había desatado la furia de la bestia verde y era evidente que tu también sentías esa desolación que nos acompaño en silencio hasta las cinco o seis de la tarde, cuando tuvimos fuerzas suficientes como para hablar -. El viaje se vio enrarecido de ahí en adelante. – Tu, por cargar, aunque de manera inconsciente al hombre verde, yo por liberarlo, no tanto con mi terrible vicio de tomar las fotos, cuidar a toda costa mi computador o intentar liderar un viaje y a una mujer que tiene su propia dirección, sino más bien porque yo en el fondo lo destruí todo con mi ida. Derrumbé un mundo fantástico que se había construido con momentos inolvidables y mucha pasión.
Los rayos del sol se cuelan por entre los bordes de la ventana de madera. Permanezco acostado bajo el delgado viento que produce el lento ventilador de techo. ¡Qué calor! El desasosiego es brutal. Quiero levantarme ya, no pensar más en ello, liberarme. Me acomodo hacia un lado, hacia el otro. Puedes ir a la playa; mirar el mar te hace bien. No lo logro, mi cuerpo pesado debilitado por el dolor de la hernia que cruza mi pierna de arriba abajo no se levanta. ¡Levántate! El día afuera está soleado, la vida está afuera, no adentro de estas paredes de madera cargadas de recuerdos. Permanezco un rato más con los ojos sobre las sombras buscando respuestas. Me levanto después de un tiempo, bajo las escaleras, prendo el computador y en una posición incómoda que exacerba el dolor en mi pierna empiezo a escribir las crónicas. ¡Diablos! ¡Mil veces diablos! No me sale nada. El ambiente en la cabaña es caliente. Miro alrededor entre la penumbra; es el lugar perfecto para enamorarse de alguien pero no para escribir crónicas sentado sobre un asiento alto que da contra una barra y menos cuando se tiene una hernia. Cierro el programa y abro otro. Titulo a un cuento “Macacos Voladores” y empiezo a escribir una historia que transcurre en el Amazonas brasilero. Mi escritura es lenta y poco fluida. Me concentro, intento omitir el dolor, la mala posición, el calor del día que empieza a sofocar el ambiente. Un rayo de sol que entra por una ventana deja ver un millón de motas diminutas volando por el aire del lugar.
Apago el computador, saco mi ropa sucia de la mochila y la deposito sobre el lavaplatos de la cocina. La empiezo a lavar con un jabón de cuerpo restregando los bordes sucios de mis camisetas, los calzoncillos que han aguantado varias posturas. La mañana se va en eso y me doy cuenta que no he comido nada. ¡Mierda! En realidad no tengo hambre. Que malo lo que estás haciendo para tu hipoglicemia, sabes que tienes que comer. Sí, lo sé pero lo omití, no entiendo lo que pasa. Abro la nevera. No hay nada. Me baño y salgo del “Engenho do Rosa” hasta la calle destapada. El sol alcanza el cenit y cae directamente sobre mí. Camino por unos cuarenta minutos hasta un mini-mercado en el que me aprovisiono de algunos víveres para pasar la semana. Camino de vuelta bajo los rayos del sol. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué lo hizo? Me pregunto. Sus sonrisas regresan a mi mente pero de inmediato vuelve la otra imagen: la de su rostro descompuesto cuando se desataba la bestia verde de adentro hacia fuera. ¡No pienses más en ello! ¡No lo hagas! Es imposible, los recuerdos me atormentan mientras camino de vuelta. La recuerdo en ese mismo sitio molesta porque alguna cosa no le pareció. Un nudo en mi garganta me acompaña mientras paso de lado la calle principal de Praia do Rosa y luego bordeo el camino junto a una gran cantidad de restaurantes pintorescos en su mayoría cerrados. Entro a la cabaña exhausto, la hernia me duele más que antes y cuando me siento se intensifica un pinchazo en mi nalga derecha que por momentos transmite un ‘shock’ eléctrico a lo largo de la pierna. Destapo un yogurt de ‘morango’ y me preparo un sándwich de queso que me empaco en tres mordiscos.
¡Mierda! En verdad, dime: ¿Qué estas haciendo aquí? Me como otro sándwich y enciendo mi computador de nuevo. Intento escribir las crónicas pero nada me sale. Aún estoy en Buenos Aires con un retrazo considerable. Intento concentrarme; nada. Vuelvo al cuento de los “Macacos Voladores”, escribo un poco. El ritmo no es fluido pero por lo menos va quedando en la pantalla. ¿Por qué estás escribiendo un cuento y no las crónicas? Porque es lo único que me sale. ¡Mierda!
Trabajo un rato hasta que el calor y el desespero me sacan corriendo de la cabaña. Camino hacia la playa por una calle de arena que pasa al lado de unas posadas muy lindas incluida la ‘Fazenda Verde’ que se extiende desde la loma hasta la playa en caminos diagonales que conectan a una lujosa casona central con piscina y restaurante hasta las cabañas, una pradera y más abajo, ya en la playa, una pizzería ‘chick’ construida en madera lacada, cuyo ‘cardapio’ por lo menos para mi, dadas las condiciones, es inmanejable. Camino con calma arrastrando la pierna por el camino de arena por debajo de un lugar en el que unas matas de flores rojas y moradas forman un techo natural. Me detengo un rato a ver pastar a unos robustos y bien formados caballos, bajo la tranquilidad de una tarde que está a punto de morir. El panorama que forma el establo a lo lejos, contrastado con el fondo marino de una playa que está resguardada por una montaña que dibuja un círculo perfecto, me hace sentir en un verdadero paraíso.
– El paraíso existe – me dijo ella en aquella playa; lo recuerdo bien. Fue en uno de esos días en los que la tarde caía y nos abrazábamos sabiendo que aquellos eran nuestros últimos momentos juntos. A nuestro lado otra pareja se besaba, la luna se asomaba por el horizonte mostrando una sonrisa que luego desaparecía cuando la bestia verde se desataba y todo el lugar se enrarecía incluido el cielo que dejaba de ser turquesa para volverse turbio, las montañas que pasaban de calmos gigantes a carniceros, los árboles de estáticos observadores a temibles monstruos con largos y diversos brazos, ojos y dientes como en las películas de terror para niños.
Camino hasta la playa mirando el horizonte. Una larga fila de nubes flota silenciosa en el cielo. Aún hay surfistas dentro del mar a la espera de la mejor ola. Me siento sobre la delicada arena a ver el panorama. Aún hace algo de calor aunque estar al aire libre me refresca. Cruzo los brazos sobre mis piernas buscando la postura menos mortificante.
Una pareja se toma de la mano caminando a la vera del mar con sus pies entre el agua en donde mueren las olas. Otra que hasta hace un momento permanecía acostada sobre la arena se levanta empacando sus cosas dentro de una bolsa. Una madre con dos hijos juega del otro lado con un rastrillo y un pequeño balde rojo de plástico. Unos surfistas pasan frente a mi cargando sus tablas bajo el brazo. Todo el mundo parece llevar un destino o por lo menos se mueve con movimientos ciertos que indican una acción determinada como la de dar un paso, meter el libro a la cartera, darse un beso, levantar la toalla de la arena, esperar una nueva ola, montarla. Vuelvo al niño que excava un hueco, su mamá lo ayuda, unas mujeres caminando del otro lado se alejan, un vendedor ambulante camina con los ojos contra el piso y yo observo el horizonte sintiendo que en realidad el paraíso existe pero no para todos, o peor aún, que un paraíso puede ser un infierno o inclusive una prisión, pues a mi mente vuelven las escenas de Tom Hanks en la película “Naufrago” y estoy a punto de sentirme como él, un desterrado del mundo, con el agravante de que él no estaba ahí porque quisiera y yo sí.
Me levanto y camino unos trescientos metros hasta el borde de una laguna de agua salobre que da contra la verde montaña en cuya ladera se levantan algunas cabañas de madera. Una bandera del Brasil ondea con fuerza en la playa que separa a la laguna del mar, aunque hace un año, cuando vine con mis amigos, estaba comunicada por un canal pando que las personas cruzaban y que el propio océano, según los moradores, cerró. Como pacientes gigantes reposan tres cisnes de plástico amarrados a un pequeño muelle a la espera de la noche.
– Recuerdas como solíamos nadarla de un lado a otro. Los niños montaban los cisnes empujando sus pedales mientras sus mamás los esperaban en la playa y tú y yo íbamos y volvíamos de la otra orilla. Recuerdas cuando nos tomamos fotos debajo del agua porque mi cámara se podía sumergir y tenía una función para ello. Salíamos y caminábamos hasta donde estaban nuestras cosas y nos tumbábamos uno al lado del otro bajo los calientes rayos del sol y cada uno leía un libro. Estábamos rodeados de personas en especial de argentinos y brasileros que venían a pasar sus vacaciones de verano en la tranquila playa que, aunque se llenaba siempre, era un lugar apacible. Lo recuerdas. Nos tomábamos de la mano disfrutando esos últimos momentos que teníamos, ya que los días pasaban rápido y el tiempo de nuestro propio viaje nos iba señalando su final. Créeme que yo también me he preguntado: ¿por qué dejamos el mejor sitio para el final?
El sol está a punto de caer por detrás de la montaña y ya no parece haber nadie. El recuerdo de aquel lugar lleno de vida en el verano contrasta con el desolado panorama. Otro grupo de nubes se enfila por el horizonte, sopladas por un viento que viene desde el sur. Permanezco un rato de espaldas a la laguna y de cara al mar observando su inmensidad.
Nada fue igual desde esa noche – tu lo sabes -. Salimos a comer algo mientras los demás disfrutaban la llegada del nuevo año y los dos nos mirábamos pero no nos decíamos casi nada porque aún seguíamos impactados. Los días posteriores fueron más llevaderos en especial cuando fuimos a la reserva natural de los Esteros del Iberá, en donde la naturaleza era latente en cada espacio, pero luego no te gustó Corrientes ni mucho menos Asunción – ¿a qué me trajiste a esta ciudad tan apestosa? – dijiste y la bestia verde volvió a liberarse de ahí en adelante de manera sistemática y siempre que lo hacía me herías con comentarios punzantes y gestos que laceraban lo más profundo de mi alma. Ni siquiera la belleza de las Cataratas de Iguaçu pudo contener a la bestia que en los momentos cumbres rompía tus ropas y se desataba trayendo consigo todo su mundo de destrucción. Claro, yo me sentía culpable por liberarla: – Cómo diablos se me ocurrió llevarte a Asunción cuando tu querías estar en algún balneario junto a la playa disfrutando de tus vacaciones y tus últimos días conmigo, ¿cómo diablos…-. ¡Guevón! ¡Guevón! ¿Qué haces aquí volviéndote mierda con éste puto atardecer?
Esta historia queda en continuará…, porque el mundo es mejor verlo con los propios ojos que por el Discovery Channel. (Las publicaciones se harán los martes aunque su periodicidad no puede garantizarse dada la naturaleza del viaje. Espere los jueves reportajes gráficos). Para ver más fotos del viaje diríjase a las páginas www.eduardobecharanavratilova.blogspot.com y www.brasilendosruedas.blogspot.com Agradecemos a los siguientes colaboradores: Embajada brasilera en Colombia, Ibraco (Instituto cultural de Brasil en Colombia), Casa editorial El Tiempo, eltiempo.com, Avianca, Jugos Blast, Gimnasio Sports Gym y la revista Go “Guía del ocio”.
Mi nombre es Eduardo Bechara Navratilova. Escribo como acto liberador que me ayuda a escapar del mundo, así termine volviendo a él. Me sirve para entender mis propios actos, aunque admito que acabo con más preguntas que respuestas. Tengo defectos despreciables, que dejaré al lector descubrir por si mismo. Detesto los trancones, las modelos y hacer fila en los bancos. Me gusta el fútbol y la rumba, me gusta la gente que persiste. Tengo los títulos de derecho (1999) y literatura (2005) en la Universidad de los Andes. La novia del torero, Editorial La Serpiente Emplumada (2002) y Unos duermen, otros no, Editorial Escarabajo (2006), son mis dos novelas publicadas. No tengo un peso en el banco, pero me he recorrido medio mundo en viajes. El ser humano y su comportamiento son mi tema de fondo.
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