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Antes de llegar a Cuba mi amigo Camilo me dijo que tuviera cuidado revelando información personal: Hacia dónde iba, con quién me iba a encontrar, para quién son estas cosas que traes. Debía ocultar en lo posible quién era y hacia dónde me dirigía. No debía levantar sospechas. ¿Por qué tanta precaución? ¿Qué había hecho o quién era Camilo y las personas cercanas a él que me obligaran a tomar estas precauciones? Sencillo: Camilo, además de cristiano, estaba en contra del gobierno comunista cubano.

Pero la historia que les voy a contar ocurre al final de mi semana en Cuba: Estaba en la ciudad donde vivía Camilo y debía regresar a La Habana. Esperamos durante dos horas, el padre de Camilo y yo, en la estación de transportes a que apareciera un carro que me llevara a mi destino. La hora no me ayudaba, ya la mayoría de los carros hacia La Habana habían partido. Después de la larga espera, y de una oración del padre de Camilo por el transporte, apareció un taxi milagroso que se dirigía a La Habana dispuesto a llevarme. Me monté en mi taxi y le dije adiós a la ciudad donde estaba y al padre de Camilo. El viaje duraría unas seis horas.

Me senté. Tenía en mi mente, frescas, muchas de las historias que me contaba Camilo, de cómo el gobierno cubano, la seguridad del estado, intimidaba, amedrentaba y espiaba, a través de agentes encubiertos (pretendiendo ser cristianos) actividades en iglesias y en grupos artísticos y culturales opuestas al gobierno. Como en las películas. Empecé una conversación sencilla pero precavida con el taxista.

¿Será este taxista un agente de la seguridad del estado enviado especialmente para espiarme y saber a dónde voy y por qué estoy en Cuba? El taxista me empezó a contar sobre su vida, sobre la situación crítica que estaba viviendo la isla, de cómo se encontraban en una de las más grandes olas migratorias recientes, sobre cómo hacía milagros para encontrar repuestos para su taxi. Pero, ¿y si todo este discurso que me está contando es el gancho para hacer que hable en contra del gobierno cubano? Yo afirmaba muy tímidamente lo que él me decía (ocultando mi anticastrismo consumado) No quiero terminar preso cuando llegue a La Habana, pensé. Alfredo, el taxista, fue un tipo muy amable y cordial, muy abierto, como todos los cubanos con los que me encontré en mi viaje.

El taxista, como yo (qué casualidad), era cristiano. Al montarme al taxi tenía puesto adoraciones cristianas, tal vez como una forma de hacerme sentir cómodo y familiarizado. Pero todo esto hacía más sospechosa la situación. ¿Y si todo esto es una estúpida paranoia mía? ¿Y si este señor es en realidad quien dice ser y yo solo estoy montado en una ridícula película de espías y de persecución política? ¿Por qué el gobierno desearía espiarme a mí? Esto también es muy probable, pensé, pero nunca lo sabré.  Alfredo, de manera muy sutil, me hacía preguntas importantes ¿qué hacía aquí? ¿cómo conociste a tu amigo? ¿quién te recibirá en La Habana? Preguntas envenenadas por mi paranoia, justa o injusta.

Llegamos a La Habana cuando ya oscurecía, a la bella ciudad de la Habana. Él me contaba sobre su vida familiar, sobre cómo había crecido en una familia de pastores cristianos, que se casó muy joven pero luego se divorció y que ahora estaba felizmente casado y con una pequeña niña. Llegamos a la terminal de transportes donde me esperaba Cassiani, un amigo de la Habana. Le pagué a Alfredo y cordialmente me despedí de él, su taxi desapareció en las oscuras y frías calles.

Por: Pedro Viana

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