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En la sala resplandece un árbol de plástico, erguido y artificial, testigo de la época festiva. Sus ramas meticulosamente diseñadas no llevan consigo la fragancia de la naturaleza ni el crecimiento gradual que caracteriza a los árboles reales. Este árbol, más que una simple decoración, se erige como una metáfora inquietante de la forma en que a veces abordamos la Navidad y, por extensión, nuestras vidas.

El consumismo, como el resplandor engañoso del árbol de plástico, nos envuelve en una ilusión de abundancia y felicidad instantánea. Gastamos y adquirimos, acumulamos posesiones como si fueran tesoros que llenarán vacíos. Sin embargo, este acto frenético de compra, envuelto en papel brillante y cintas de colores, a menudo sirve como una cortina de humo que oculta las realidades más profundas de nuestras existencias.

Como individuos, nos encontramos fácilmente anestesiados por la vorágine del consumismo desenfrenado. La búsqueda constante de la próxima adquisición, el siguiente regalo, la moda de este año, una nueva decoración, ignora lo que pregonamos a todo pulmón: el cuidado del planeta.  Todo consumo es destrucción, ya lo hacemos con solo existir, para qué le agregamos más. Desde la fabricación hasta el embalaje y el transporte de productos, cada etapa del ciclo de vida de un artículo contribuye a la huella ecológica. Y así se mueve nuestra incoherencia.

Esta efusividad es un un antídoto temporal contra las complejidades del mundo.  Nos llaman amargados e insensibles a los que pensamos en esos otros que nunca tienen, o en la basura, o en el desperdicio, o en el mañana de todos, pero realmente nos resistimos a un tiempo que está bien que sea alegre, pero no consumista. Me encanta ver en la Navidad los rostros felices de las familias unidas, no para las fotos, sino porque se les estampa en la cara una felicidad que pudieron gozar en el reencuentro, en la unión, en la fraternidad.

Bajo las luces centelleantes de cualquier festividad exacerbada, nos sumergimos en un estado de indolencia, creyendo erróneamente que la felicidad puede comprarse o exhibirse como vitrinas de centros comerciales.

El árbol de plástico en la mitad de la sala no solo representa la superficialidad de nuestras acciones, sino también la creación de un entorno ilusorio que nos permite evadirnos de las raíces de la existencia. ¿Cuántas veces hemos confiado en el parpadeo de las luces de colores para distraernos de las sombras que se ciernen en nuestras mentes y corazones?

Que en esta Navidad podamos despojarnos de las capas de papel de regalo brillante que envuelven nuestras vidas y descubrir la belleza en la simplicidad, la generosidad y la verdadera conexión humana. Que nuestro árbol, ya sea de plástico o real, brille con la luz interna de la consciencia y la autenticidad.

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