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Un perfil sobre el médico pionero de la eutanasia en nuestro país, 2018. 

Aquella vez puso la mano sobre las manos de su paciente y le dijo: “chao, nos vemos”, y luego pensó que era un abuso del lenguaje: no volverían a verse. Fue hace algo más de veinte años; Gustavo Quintana ya iba por las diez eutanasias. Era –así les dicen– el médico que llevaba la máscara de verdugo.

El 25 de noviembre de 1982 Gustavo Quintana hizo su primera eutanasia a una mujer mayor que padecía cáncer cerebral, no podía moverse de su cama ni alimentarse por sí misma. Era la madre de una amiga de la universidad que recordaba como una mujer hermosa y distinguida. Cuando la visitó en su cuarto, estaba en posición fetal y pesaba menos de treinta kilogramos. Habló con su amiga y entendió que la dignidad de su madre merecía respeto.

—¿Se sintió como un verdugo en su primera eutanasia?

—No, al contrario: me sentí liberando el alma de una mujer que  ya no quería permanecer en un cuerpo que no le pertenecía… Te digo que mi cara siempre está al aire libre porque amo a mis pacientes y entiendo la necesidad que tienen sobre su propia vida.

Me dijo hace tres semanas en su casa, en el barrio La esmeralda de Bogotá, donde vive con su hermano menor que tiene un leve retardo mental. Él, entonces, estaba complacido.

Le gusta la vida casera. Dedica las mañanas a cocinar pescado, que es su plato favorito, a rociar las matas y a cuidar a Mateo, el perro que lo acompaña desde que se separó de su cuarta esposa hace quince años.

Gustavo Quintana en la sala de su casa. Fotografía de Ricardo Pinzón Hidalgo para Esquire Colombia

El doctor Gustavo Quintana nació en Tuluá, Valle del Cuaca, en plena época de la violencia bipartidista. Su padre –Alonso Quintana– era liberal y debió salir del municipio junto con su esposa y sus siete hijos después de la masacre de San Rafael, en 1949. Aquel día se desató un aguacero de balas y la gente del pueblo corría de un lugar a otro. “Los pájaros” (la policía –paramilitar– del partido Conservador) asesinaron a decenas de personas y desde el puente lanzaron a mujeres, niños y viejos que dejó durante días el río teñido de rojo.

—Mi familia se fue para Cali, allí estudié en el colegio Berchmans de los Jesuitas en Cali, hasta que el director espiritual (Padre José María Arteaga) me vio vocación sacerdotal y me envió al Seminario Menor de los Jesuitas en Zipaquirá. Yo era un adolescente bien parecido y juicioso, se decía que algunos compañeros estaban enamorados de mí y eso se convirtió en un problema. Cuatro años después colgué los hábitos y entré a estudiar Medicina en la Universidad Nacional.

— Es usted un tanto presumido.

— Créeme que no… No hay mejor cosa que vivir. Para mí en el sólo hecho de respirar encuentro la principal razón para amar la vida.

Me dijo cuando lo entrevisté, y yo le dije que qué chiste, que ahora que ama la vida tenía que despedir a sus pacientes y en seguida me arrepentí, pero él se rió, nos reímos.

— Yo me practicaría la eutanasia el día que sea impotente o me pare frente al espejo y me vea tan feo que piense: “¿Para qué me quedo?”.

Quintana me resultó más bien cálido, nada temible. El ex procurador Alejandro Ordoñez lo tildó de asesino en 2012, cuando el debate sobre la legalización de la eutanasia en Colombia escindió al país con un corte horizontal: los que aseguraban que Dios es el único capaz de dar –y por ende el derecho de quitar– la vida, y los que explicaban que cada quien es dueño de su vida y decide qué hacer con ella. Aquella vez, el doctor Quintana le respondió a Ordoñez que un asesino le quita la vida a alguien que quiere mantenerla, y él jamás hace eso. Siempre es el paciente quien dice: “Doctor, no quiero seguir viviendo”.

— ¿Cuántas eutanasias ha practicado?

— Más de 250 en 34 años.

— ¿Cómo se blinda legalmente?

— Todas las eutanasias que he llevado a cabo cumplen con las condiciones que en 1997 la Corte Constitucional estableció como preceptivas: que se trate de un enfermo terminal aquejado por un gran dolor y que exprese su voluntad de morir.

— ¿Qué piensa del debate sobre Charlie Gard, el bebé inglés con una rara enfermedad que enfrentó a sus padres con la Justicia británica?

— Los médicos deberíamos estar más preocupados por la calidad de vida que por los minutos de vida. Es injusto alargar una vida en tiempo si ésta no tiene calidad.

— ¿Lo han acusado penalmente de asesinato?

— Algunos colegas han ido hasta la Fiscalía a preguntar por qué no se han investigado los casos de eutanasia que yo he hecho. El exfiscal Montealegre les respondió: “Perfecto señores, tráiganme el cuerpo del delito”.

https://www.youtube.com/watch?v=aGvjS29tnSQ

*

La casa de Gustavo Quintana es amplia, cómoda, silenciosa. Vive en un barrio de pensionados. En el patio hay cuatro carros, tres de ellos están empolvados y los conserva por puro fetiche. Con uno de éstos –señala con su índice derecho–, el Mazda deportivo modelo 1978, participó en varias válidas en el autódromo Ricardo Mejía de Bogotá. De hecho, la primera entrevista que Quintana dio a un periódico fue como el ganador de una competencia de cinco horas. El Espectador tituló aquella nota ‘Emoción, velocidad, gente In’. Entonces, Quintana compitió junto a Pablo Escobar en la copa Renault 1979. Su carro era el número 70 y estaba patrocinada por ‘Bicicletas El Osito’, propiedad de su hermano mayor. Después de una ceremonia de premiación, mientras caminaba hacia los garajes Escobar le contó que era un teso: había viajado ida y vuelta Medellín-Quito en su Renault. Quintana nunca admiró su manera de conducir ni su estrategia en la pista. Recuerda que su asistente (alias Popeye) esparcía tachuelas en la pista para sacar de la competencia a los demás, y su furgón parecía el taller itinerante de la Ferrari. Me dice que Escobar era un tipo con un aura extraña, nunca hablaba de su familia ni contaba a qué se dedicaba.

Tres semanas antes de conocerlo en persona, el doctor Quintana me explicó por teléfono que él hace las eutanasias los miércoles y los viernes y duran aproximadamente una hora. Entonces yo le propuse que conversáramos el lunes o el martes de la primera semana de julio pero él me dijo que en esos días tenía que viajar a Cali para practicar una eutanasia especial. Yo no me atrevía a decirle que, entre otras excusas que me han dado para evitarme, era la primera vez que me decían no vengas que tengo que terminar con la vida de alguien.

El doc Gustavo Quintana fue un aficionado de los coches de carrera, y participó en varios eventos, como la Copa Renault 1979, en la que compitió con Pablo Escobar.

Se trataba de una paciente que le conmovió el alma. Una mujer de setenta años que había perdido sus riñones y debía someterse cada tercer día a diálisis, estaba perdiendo la vista y tenía programada una cirugía para amputar sus dos piernas por un problema de circulación. La noche de la eutanasia Quintana llegó a las 9:00 de la noche en punto a su casa. Ella se había maquillado y estaba vestida con una piyama de seda muy delicada, lo tomó de la mano y le dijo que estaba contenta porque había llegado la hora de partir. Los dos lloraron. Es una enseñanza hermosa de quien ama su vida y sabe cuándo debe irse.

Ahora, finales de julio, Quintana me habla con el mismo tono con que me mandaría a tomar asiento en su consultorio. Y me explica que el procedimiento de una eutanasia es sencillo: se canaliza una vena para inyectar un analgésico y un despolarizante cardíaco. Los medicamentos provocan un sueño profundo en el paciente, relajan su corazón y agotan el oxígeno que queda en sus pulmones –en la voz, en la cara se nota el placer de explicar su oficio–. El paciente muere tranquilo en cuestión de minutos.

— ¿Así no más?

— Así… la muerte es parte de la vida, no es su antítesis, sino el final al que todos llegamos.

— ¿Quiénes son más valientes a la hora de enfrentarse a una eutanasia?

— Lo digo sin reservas ni ambages: las mujeres son mucho más valientes que los hombres cuando enfrentan el procedimiento.

— ¿Qué le dicen los familiares de sus pacientes?

— Después de la eutanasia ellos me agradecen, y yo no entiendo por qué si acabo de dar muerte al ser que aman. Seguramente me agradecen la dignidad con la que llevé a cabo mi labor.

Me dice Quintana, recostado en el sofá de su sala, junto a una planta de hojas verdes brillantes que reciben la luz del sol de la tarde que se filtra por el ventanal que da al patio de la casa.  Allí me cuenta el origen de su trabajo: ayudar a morir a otros. Cuenta que en 1982 se accidentó a la salida de un congreso médico en el Club Militar de Girardot (Cundinamarca). Mientras buscaba un hotel para hospedarse un par de días, un carro que iba en sentido contrario le encandiló con las luces hasta hacerle perder la visión de la carretera. Segundos después despertó y notó que el techo del carro estaba por debajo de la palanca de cambios. Se bajó del carro si dificultad, ignorando que su cráneo estaba al descubierto. Dos mujeres llegaron para auxiliarle mientras le miraban con pánico. Quintana les dije: “Por favor, espérenme un segundito voy a buscar el cuero cabelludo en el carro porque no me puedo ir así, tienen que ponérmelo otra vez”.

En la ambulancia sintió que sus manos y pies estaban adormecidos. Pensó que tenía una lesión en la columna que le impediría moverse. Antes de llegar al hospital, le dijo al médico que lo acompañaba: “Si tengo una lesión en la médula cervical, por favor no me haga nada. Déjeme morir”.

— ¿Es el origen de su decisión o de su calvicie?

Le digo, como quien lanza los dados esperando que su socio le siga el juego.

Quintana se ríe, dice que sí, que es la versión más verosímil para que en su cabeza no tenga un pelo y camine con una ligera joroba. Yo no quiero ser prejuicioso pero soy: en los alrededores de la muerte, cada signo es un signo bastante más, y la imagen de Quintana viene derecho de una película indie de fracasos en el Sur más profundo.

*

En junio de este año, Quintana practicó la eutanasia número 260, con la delicadeza y el rigor científico para quien su paciente por encima de todo, incluso de la vida misma, a la que juró preservar el día de su grado ante sus compañeros de clase y profesores. Una decisión ética, dice él. Agrega que la familia de su recién paciente le pidió que les permitiera abrazar a su abuelo para despedirse. Les dijo que sí, que no iba contra las reglas, que era su derecho.

— La vida no es una obligación sino un derecho que se ejerce viviendo o muriendo.

Dice, y agrega con su dedo índice apuntando al vacío y sus ojos fijos en los míos.

— Si elegimos sobre nuestra vida, ¿por qué no podemos elegir sobre nuestra muerte?

Su propuesta para reglamentar la eutanasia en Colombia parte de una premisa: no darle poder a un abogado, un psiquiatra o un comité médico sobre la vida de una persona, porque se estaría violando la libertad que tiene un paciente para decidir el final de su propia existencia.

— ¿Cree que la eutanasia acabará legalizándose más allá de las contadas excepciones de países como Colombia, Suiza o el estado de California?

— Aspiro a que no vamos a tardar mucho en reconocer que la vida humana merece poder terminar con dignidad. Creo que en los próximos cincuenta años la eutanasia será un derecho universal.

— ¿Cuánto cobra usted por el procedimiento?

— Eso no lo digo pero te cuento que los medicamentos para hacer una eutanasia pueden costar dos millones de pesos. Yo  a veces cobro la quinta parte de eso por mis servicios, otras veces, lo hago gratis.

 

 

*

Después de su última separación, en el 2002, Quintana cuenta que lleva una vida sexual activa: no ha pasado una semana sin tener sexo con alguna amiga, novia o conquista de turno. Luego asegura que tener sexo después de hacer una eutanasia lo reconcilia con la vida y lo conecta con su pareja –dice con una sonrisa socarrona, ruidosa–. En otras ocasiones medita una hora, y así duerme con la conciencia tranquila.

— El mejor antídoto–, le digo intentando encontrar una respuesta a su confesión.

Y él, vuelve a la carga con una confesión lejana al sexo y la ciencia.

— Después de más de 250 eutanasias practicadas he llegado a una verdad simple y cotidiana: es mucho más delicioso vivir que morir.

En Twitter @Sal_Fercho 

 

Hace unos años, entrevisté a Gustavo Quintana para revista

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Saltando de un lugar a otro, Fernando encontró su pasión en escribir, y sus textos han sido publicados en revistas como Esquire, Vice, Malpensante, 070 y SoHo. Sociólogo de profesión y periodista de oficio, este bogotano profesor en algunas universidades e investigador asociado de Los Andes, publicó hace tres años su primer libro: CSI Colombia (Random House), historias de crímenes resueltos con ciencia y tecnología en nuestro país, que está disponible en Hispanoamérica y en los repositorios de universidades como Harvard y Columbia.

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