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*Este artículo fue escrito el día 30 de julio de 2020, por eso la información de cifras y data estadística que en él yace corresponde a la vigencia del período en mención, en Antioquia. Es mi primer post como bloguero en El Tiempo, y aunque es crudo y frívolo representa un fragmento de la realidad que pretendo dibujar en este lienzo digital. 

 

Henry Orozco – @SoyHenryOrozco

Sonó el celular, el reloj marcaba las 2.47 a. m.; nadie quiere recibir una llamada a esa hora y mucho menos ahora en tiempos de pandemia. El presagio se anunciaba: muerte, esta vez se trataba de una obstrucción de arteria y un intestino inerte a causa de una Isquemia, o infarto, y siendo la primera vez en mi vida que escuchaba ese concepto supe de inmediato que lo que se avecinaba era un evento fúnebre.

Me levanté sin pensarlo mucho, me vestí rápido sin bañarme y emprendí camino hacia el hospital Fundación san Vicente de Paul, en Rionegro, Antioquia. Allí llegué tarde, pues tuve que recorrer 30 km en aquella madrugada de martes. Tarde para despedirme de quien sabría no volvería a ver. Tarde para dar aliento a esa mujer de nombre Consuelo, y que escasamente lo tuvo en sus últimas horas de vida consciente. Tarde para autorizar una cirugía de esas que son de vida o muerte y que terminan casi siempre con la segunda presunción.

El tiempo no se hizo esperar quizá porque no me permitieron ingresar a la sala de espera. Siempre tuve que estar afuera, tras el portal de vidrio que divide el edificio de urgencias, de hospitalizaciones, de unidades de cuidados intensivos y de todas esas instalaciones repugnantes, para mí, un hombre al que la muerte le fastidia y todo lo que a ella le relaciona. En un abrir sin cerrar de estómago pasó lo que ya todos sabíamos, pero que como cualquier ser humano nos negamos a aceptar. Ella salió del quirófano derechito a la Unidad de Cuidados Intensivos, con signos vitales muy bajos y con diagnóstico de pocas horas de vida. Ella no quería ser operada pero la operaron; no quería morirse pero se murió. No quería dejarle nada, ni un peso, a su hermana con quien compartió casi toda su vida y con quien peleó constantemente; pero sus últimos pesos, los que llevó al hospital en un bolso pequeño, que apretó fuertemente hasta la separación del quirófano, se los entregaron a quien por derecho propio correspondía.

Ella, mi tía, no tuvo hijos, no tuvo esposo, no tuvo dinero. Solo tenía un perrito y una herencia familiar que no pudo disfrutar. Se le fue la vida en un abrir sin cerrar de estómago porque no pudieron coserla al salir del quirófano y estaba a la espera de una segunda cirugía debido a que medicamente fue necesario extraer casi todo el órgano sin vida que mató la Isquemia. La hora del deceso se registró esa madrugada del jueves, al lado de un montón de gente infectada de covid-19 pero de quien no se contagió. Yo no entré a verla más porque quise guardarme su recuerdo lleno de vida y fortaleza, muy contrario al cuadro dramático de entubación y sangre, en una cama de hospital. Tampoco lo hice por no arriesgar mi vida ni la de mis padres pues entraba a un ambiente nefasto y lleno de enfermedad, siendo una realidad que las UCI en Rionegro, Antioquia, ya registran un 118  % (sic) de ocupación a causa de un virus letal.

No pude llevarme el último recuerdo bello, debido a que presencié su cuerpo envuelto en una manta de esas de color triste que cubren por completo a quien jamás regresará. A su velorio fuimos 15 personas. Allá tampoco hubo consuelo, ni siquiera en el recordatorio de muertos que se acostumbra a dar porque no nos lo entregaron. Quizá el único consuelo estuvo en el anuncio fúnebre que se exhibió durante cuatro horas, tiempo que autorizó la funeraria para que entre los pocos familiares cruzáramos miradas desoladas y frías, sin abrazos y sin un estrechón de manos. Tampoco habrá consuelo en su casa porque seguro el perro y su hermana sentirán fuertemente su ausencia. No habrá novenas porque era cristiana y porque nadie, en tiempos de pandemia, quiere ir a tomar tinto a la casa de quien en vida permaneció casi siempre sola.

Se fue para siempre, se fue para nunca más volver y verla pasar frente a mi casa paseando a su perro. Se fue sin más consuelo que su nombre. Se fue sin contagiarse de este virus. Se fue, quizá, para enseñarnos que en medio de una pandemia lo que los seres humanos necesitamos es un poco más de amor, cercanía, comprensión y, por supuesto, consuelo.

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