A mi cuarto no he vuelto, me he quedado fuera.
Pasé mañanas largas/harta moviendo cuerpos, de un solo tirón, para que ellos mismos, confundidos, atribuyeran su caída a los efectos secundarios del trago o a esos kilitos que descuelgan por la consciencia.
Luego, dogmáticamente repetía el mismo diálogo, la misma entonación, sin error, cada palabra como la primera, sin ningún cambio, porque así había funcionado hasta entonces.
Vértigo,
Vértigo,
Vértigo.
Decía esto mirando al techo y cuando volteaba, estaba sola. ¿Qué más es el vértigo que la turbación del juicio? Paradójicamente, todos caían, no existió el primero en quedarse.
Me levantaba luego con la piel más añeja, acartonada e insensible, sus humores habían arrancado mis facultades más humanas. De un par me enamoré, porque carecían de sueños y en las noches no dormían, qué estúpido pensar que procuraban cuidarme de una muerte súbita.
“Levantarme” es solo un decir, porque me aferraba a las cobijas de aquellos desencuentros, pasé días laborales dando vueltas por el cuarto, husmeando en las paredes algún rastro de mí, pero yo me había ido con ellos.
Incesantemente he pedido que si llegan a verlos los llamen por mi nombre, puede que respondan o que observen intrigados, sé que iré con ellos en los dedos, aprensada en las uñas, prueba fehaciente de que hurgaron mi interior.
Tal vez ahora esté en casa de un Don Juan, que también se llama Felipe o Andrés y que no tiene idea mínima sobre mi rutina para desmaquillarme. El primer paso es sumergir la cabeza en agua fría. Después, limpiarme la cara con una hoja de periódico, pues me han sugerido ser más expresiva. Luego, darle play a cualquier lista de Yan Tiersen y finalmente, colgarme de cualquiera que le guste trasnochar.
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