Ingresa o regístrate acá para seguir este blog.

Un sábado temprano nos encontrábamos en la oficina haciendo pruebas funcionales y técnicas de un proyecto. Había personal de tecnología y usuarios del área comercial. Al poco tiempo de llegar, nos indicaron que tenían que hacer una recuperación y reinicio del sistema, lo que llevaría, más o menos, entre 40 y 60 minutos. Así, mientras terminaba dicho proceso, decidimos irnos a tomar algo en una cafetería cercana.

Llegamos al local que era famoso por sus desayunos y por su panadería, estaba medianamente ocupado, éramos cuatro personas, nos sentamos, ojeamos la carta mientras íbamos conversando. Notamos a Guille como desanimado, desalentando, estaba muy callado, él era un buen conversador.

—Guille, ¿y a ti qué te pasa? ¿estás enfermo? —le dije.

—Gus ¿Enfermo? Seguro que sí está enfermo, pero de esas enfermedades que uno mismo se busca —anotó inmediatamente Pacho.

Miramos a Guille, quien había cruzado sus brazos sobre la mesa, y puesto encima de estos su mentón.  Al ver que lo observábamos, solo alzó la vista, abrió más sus ojos y luego, agachó la cabeza.

—Jajajaa eso se llama guayabo, ¡simple y llanamente guayabo! O chuchaqui — expresó Martín.

—¿Quién lo mandó a irse a parrandear y no invitar? Pero mira lo grave que está, ni alcanza a modular, tiene los ojos en la trastienda.

—Fresco, aquí te tengo la solución: un buen desayuno. ¡Un poderoso caldo de costilla! Eso te recupera de una.

—Mientras nos atienden, acérquense les cuento lo que me pasó una vez.  Ustedes no me lo van a creer—dijo Pacho, bajando la voz.

Cómo les parece que en el colegio hicieron un reencuentro de exalumnos, yo ya estaba en la Universidad, iba como en la mitad mi carrera, Economía. El encuentro lo había organizado la asociación de egresados, saldríamos desde el colegio y volveríamos allí, era una jornada de integración, íbamos a tierra fría, habría almuerzo, actividades recreativas y hasta pesca. Yo había vivido a unas cuantas cuadras del colegio hasta poco antes de graduarme de bachiller. El plan pintaba muy bien.

El reencuentro con los amigos fue estupendo, ya se imaginarán, en otra ocasión les daré más detalles.  El rollo fue que en el evento estaban dos chicas con las cuales yo había tenido mi cuento, se veían muy bonitas y atractivas, al regreso yo empecé a alardear, a hacerme el chistoso y el lucido, me recorría el bus de lado a lado, solo para que me vieran.  Y claro, empezaron a ofrecerme aguardiente y cómo negarle un brindis a un compañero ¡Cómo! Además, después de tanto tiempo, ni modo—Por los amigos, que sea un motivo ¡Salud!

Llegamos de nuevo al colegio, ya eran pasadas las 9 de la noche, yo estaba más prendido que un bombillo. Algunos me dijeron que me fuera con ellos a rematar, yo les enredé la pita, diciéndoles que sí, que tal vez, en fin. Pero resolví dar una vuelta por mi antiguo barrio, pues hacía más de dos años que no iba.

—Seguro que me encuentro con la gente en el billar —me dije.

 

Imagen 1. Rocola, tomada de Pixabay

Imagen 1. Rocola, tomada de Pixabay

Entonces me dirigí a la cantina del barrio, allí había billares, alquilaban cartas para jugar, vendían tinto, gaseosas, bebidas alcohólicas y algo de mecato. Tenían una rocola muy llamativa, sus canciones eran clásicos de tango, boleros y salsa. El tipo que la administraba se vestía como un dandi argentino. Llegué y vi a varias personas paradas en la entrada de la cantina, mirando hacia afuera, pero ninguna era conocida mía. —Uy, ya no queda ningún amigo mío —pensé.  Me iba a devolver, cuando desde adentro escuché a alguien decir:

—Eh, Pacho Francisco, ¿qué más, hombre? ¿qué haces por acá? éntrate…

Miré bien y abriéndose paso entre la gente salía Lucio, un pelao más joven que yo que también estaba en la U, era muy amigo de mis hermanas. Él era alto, acuerpado, de tez morena, con el pelo crespo, con una enorme sonrisa donde resaltaban sus blancos dientes. Vivía con su familia en un caserón grande, de techos altos con tejas y gruesos troncos de madera, pintados con cal, tenía un inmenso solar con árboles, donde también había algunas gallinas y perros.

—Por fin alguien conocido —pensé y me acerqué trastabillando.

Nos estrechamos la mano, nos dimos un abrazo, empezamos a conversar.  Le invité a tomarnos un chorro, nos acercamos al mostrador, él pidió una cerveza y yo un guaro. Me contó cosas de su vida, de su familia, que por ejemplo, era numerosa, que tenía parientes en Tadó y hasta armamos un paseo para ir allá. Recordé a un tío suyo con fama de “plaga”; en el barrio le tenían respeto, era muy “tropelero”, algunos decían “que compraba peleas con tan solo mirarlo”, contaba con una particular fisonomía: era delgado, arrastraba un poco el pie al caminar, presentaba un problema en un ojo, uno de sus parpados era como caído y el ojo se le “volaba”, usaba la camisa siempre por fuera, abierta hasta la mitad del pecho, donde se alcanzaba a ver una cadena con un crucifijo, tenía bigote y chivera, la cabellera era abundante.

—Negro, qué haces aquí.  Vamos pa’ la casa —escuché decir a una voz detrás de mí.

—Hola tío, te presento a un amigo —dijo Lucio.

Giré y ahí estaba el tío de mi amigo, sonriendo y extendiéndome la mano.  Era un poco más alto que yo, y medio encorvado. Estaba igualito a como lo recordaba, yo me sobresalté, solo atiné a mirarlo.

Me estrechó la mano, se presentó:

—Mucho gusto soy  Leocadio.  ¿Pero?  Así no más, a palo seco, Negro, enséñale a este cortesía, que brinde algo pues —tenía el ceño fruncido y miraba de lado.

—Bueno… yo invito a tres guaros y listo, porque tengo que ir hasta mi casa, vos sabes que está lejitos —dije agarrándome del mostrador.

—Pacho Francisco, tranquilo te podés quedar en mi casa.  Estás muy prendolino ¡Qué te vas a ir a esta hora! Dale, no te preocupes, te quedas en mi cuarto —dijo Lucio.

—Hágale, fresco pelao —apuntó Leocadio cálidamente.

—¿Será?  Ya se me está empezando a trabar la lengua jejejeje.  Aunque les confieso que para mí es más seguro quedarme. Listo me quedo, perdonarán la ‘conchudez’, se los agradezco mucho.

—No te preocupes, ahí nos acomodamos. Es con mucho gusto.

—Amigo, en vez de los tres aguardientes, ‘porfa’ mediciecita de guaro, con agüita y limón —le pedí inmediatamente al mesero.

Entrando en calor

—Eh, qué maluquera tengo, siento como nauseas —me dije.

Todo me daba vueltas, tenía un dolorcito de cabeza penetrante, sentía malestar, tenía mucho calor, no fui casi capaz de abrir los ojos.  Estaba boca arriba —Diablos, dónde estoy, qué mal me siento ¡paren que aquí me bajo! —abrí lentamente los ojos, primero todo estaba borroso, me froté los ojos, traté de incorporarme pero no pude, sentí marearme, tenía la boca seca, no podía recordar nada.

Respiré, traté de focalizar la mirada, alcancé a ver luces amarillas y naranjas en el techo, que era muy alto, vi sombras moverse allí y en la penumbra, me fui llenando de pánico—¿Dónde estoy? —estaba desconcertado.  Trataba de recordar algo y nada, las luces seguían moviéndose, escuchaba como murmullos, de pronto oí un sonido gutural, unas frases incoherentes que venían de un costado, no me atreví a mirar.

Cerré fuertemente los ojos, casi no respiraba —¿Qué habré hecho anoche?  ¿Dónde me metí? —abrí lentamente los parpados y miré nuevamente al techo, vi entonces espectros y monstruos entre las luces amarillas y naranjas. No me pude mover, el calor se me subió a la cabeza, sentía que me asfixiaba —Juepucha  ¡Me morí! No hay de otra, me morí —se me vino a la cabeza el cuadro de la Virgen del Carmen, donde a sus pies están las ánimas en pena asándose en el purgatorio, envueltas en llamas, implorando que intercedan por ellas, alzando sus manos, algunas sin camisas, otras llorando, arrepentidas, pero el fuego consumiéndolas —Apiádate de mí, ayúdame a recordar, sácame de aquí—logré decir, la sed me agobiaba.

Imagen 2. Virgen del Carmen, Museo Histórico Comunitario Guatapé.

Imagen 2. Virgen del Carmen, Museo Histórico Comunitario Guatapé.

Aumenta la temperatura

—¡Qué calor tengo!  Esto no me puede estar pasando a mí ¡NO!

Alcancé a girar hacia el lado derecho  —Ay sí, ¡me morí!  Miren a este cómo lo dejaron,  está todo chamuscado —al lado mío vi un torso oscuro, con el pelo ensortijado.  Comencé a temblar.

Mi corazón palpitaba aceleradamente, yo estaba sudando frío, miré al techo, nuevamente las luces, las sombras, el sonido de algo quemándose.  Giré a la izquierda, quedé petrificado, vi la cara de un tipo que me miraba, las luces titilaban, resaltaban su rostro, su afilada nariz, su sombra reflejaba una especie de cuernos, llevaba barba, estaba como sentado, de repente empezó a hablar en un dialecto que no entendía  —Pucha, me va a llevar al infierno, yo no me quiero ir.  Yo no he hecho nada malo, Oh por Dios —me empezaron a salir lágrimas, me acurruqué, el calor era infernal y cerré fuertemente los ojos.

No se cuánto tiempo estuve así, de repente empecé a escuchar oraciones, unas mujeres rezaban  —Ay no, ya me están velando,  están orando por mi alma ¡Ay!  Qué triste  ¡Cómo no le hice caso a mi mamá! —apreté los parpados y los dientes, la angustia me mataba ¡Qué me iba a matar si yo ya estaba muerto!  Me entregué al dolor y a la resignación.

Cómo salir de la incertidumbre y la desazón

—Pacho, Pacho Francisco… Eh, Pacho, mira —escuché a lo lejos.

—Francisco, levántate.

—Ve, te lo dije, este man como que se murió ¿no lo viste antes tiritando?

—Francisco, levántate.  Francisco  ¡Levántate y camina!  —volvió a decir esa voz fuerte y aguda, en tono burlón.

Yo tenía el corazón en la mano, con mucho terror y atónito medio abrí los ojos, una destellante luz me cegó —Juemadre ¡el túnel! — entonces, una figura se movió y ocultó dicha luz; de pie, al lado mío, alcancé a reconocer a Lucio, quien estaba delante de una ventana, y sentado al borde de la cama estaba su tío Leocadio, quién me ofrecía una botella de refresco.  ¡Qué descanso!  Me volvió el alma al cuerpo, no lo podía creer, empecé a tocarme con disimulo, a ver si todo era real ¡Sí! estaba vivo.

—Cómo amaneciste ¿Bien o no? —dijo Lucio.

Asentí con la cabeza.

—Vos sos buena gente y me caíste bien —señaló el tío Leocadio  —pero a veces eres terquito.

—Lucio te ofreció una pantaloneta para dormir, y preferiste dormir así con medias, jean, camisa y buzo.  No hubo poder humano que te convenciera.  ¿No te dio mucho calor? —preguntó sonriendo Leocadio.

Lo negué con la cabeza.

—Pacho, si no recuerdas, este cuarto es el nuestro, está la cama de mi tío y la mía —indicó Lucio.

Me incorporé y empecé a observar.  El tío me entregó el refresco frío y salió de la habitación.

Las circunstancias se acoplan

—En el escaparate tengo las cosas mías,  incluidos mis libros.  Ahí, a la entrada, está el altar a San Judas Tadeo y allá el de la Virgen  —señaló  Lucio.

—Mi abuela es muy devota,  les puso una veladora eléctrica para evitar un incendio, pues pasa toda la noche encendida, tienen luces que se intercambian de color, a un lado amarilla y al otro roja, muy chistoso. A veces, si uno mira al techo se alcanzan a ver sombras que forman figuras, y si hay insectos pasando cerca de la veladora, se notan más.

—El primer sábado de cada mes enciende una veladora gigante, mírala aquí.  Y el domingo en la madrugada, sale con las mujeres de esta casa para la alborada, una misa campestre, pero antes de salir hacen el rosario en el patio que está ahí.

Ahora todo lo de la noche anterior empezaba a tener sentido, me sentí confuso y avergonzado.  El tío nos llamó a desayunar y fuimos a la cocina.  Allí estaba preparando un desayuno “trancao”, con chocolate, arepa, huevos revueltos y calentao. Lucio me dijo que su tío era el cocinero de un restaurante ubicado en una zona industrial y por eso no trabajaba los domingos.  El desayuno fue exquisito y muy recuperador.

—¿Sentiste a mi tío anoche?  —preguntó Lucio.

—No para nada, yo no lo sentí, quedé como una piedra.  Dormí muy bien  —respondí.

—Lo que pasa es que mi tío tiene a veces problemas con la respiración.  Cuando se toma los tragos se debe acostar con varias almohadas, duerme casi sentado.

—No friegues  —le dije, poniendo cara de asombro.

—Y eso no es nada, habla y balbucea cuando está dormido.  Viste que tiene un ojito con problemas, pues bien, a veces se le abre y uno cree que lo está mirando.  Yo te dije que durmieras al lado derecho y yo al izquierdo,  pero no quisiste, que ahí estabas bien.

—Bueno, menos mal que no te diste cuenta, como dormiste como una piedra… —afirmó Lucio.

Sonreí con el comentario. También, suspiré, si se enterara de la siniestra nochecita que tuve, todo el pavor por el que pasé injustificadamente, qué angustia.  Ahora, lo que sentía era un guayabo moral inmenso.

—Mira, ahí está lo que quedó de la mediecita, casi hasta la mitad —dijo Leocadio señalando una cómoda de la cocina —solo nos tomamos un par de tragos.

—Anoche te pusiste maluco con el sereno ¡eso fue!  Jijiji, el sereno fue el que te embriagó, no el aguardiente, sino el sereno o chiflón que dicen —anotó Leocadio entre risas.

Yo me puse a reír con ellos y terminé quedándome hasta el mediodía.

Cuando Pacho terminó su historia, nosotros no aguantábamos la risa, al mismo tiempo, no salíamos del asombro con aquella historia traída de los cabellos.  Guille se reía a carcajadas y de su guayabo no quedaba ni el rastro, no sé si sería por el caldo de costilla, o por el relato de Pacho.

Relato anterior: Un concurso de dibujo en tiempos del Apolo 11

Compartir post