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Un domingo el “Mono” se fue tempranito para la U, debía terminar un trabajo para entregarlo el lunes, se reunió con Pacho, un compañero, y para sorpresa de los dos lo acabaron antes de lo planeado.  Entonces, lo organizaron bien, le dieron formato, lo llevaron a imprimir y lo argollaron. Pacho quedó en entregarlo al día siguiente y se despidieron.

—¿Y ahora qué hago? — se preguntó, estaba “desprogramado”, no quería regresar tan rápido a su casa.

Miró el reloj, eran un poco más de las nueve de la mañana, recordó que sus primos trabajaban en el área administrativa de una céntrica cafetería. Ese domingo estarían allí porque era cierre de mes, el local quedaba cerca del emblemático Hotel Nutibara.  Pensó pues, en ir a saludarlos y luego seguir para su hogar.

Llegó al lugar, en el primer piso estaba la cocina con los hornos y el espacio de atención al público. En el segundo piso quedaban las oficinas, ingresó a estas, estaban todos atareados y les faltaban actividades por terminar.  Lo saludaron alegremente, lo invitaron a almorzar más tarde y le pidieron que si los esperaba hasta eso de la una de la tarde —Tómate un cafecito abajo y nos esperas allí — le dijeron.

Imagen 1. Un café. Tomada Pixabay

Imagen 1.  Un café. Tomada Pixabay

Estos están como muy ocupados, más bien me voy — pensó, y se despidió.  Bajó y entonces vio una de las especialidades de la casa: ¡los buñuelos calientes! Provocativos por donde se les mirara, más grandes que una manzana.  Se dejó tentar, se sentó y pidió un café con leche y un buñuelo.  Le sirvieron lo pedido y empezó a comer, en ese momento entraron a la cafetería dos primos, Nando y Chalo, y lo saludaron.

—¿Eh Mono, vos qué hacés por acá? —le preguntaron.

—Terminé temprano en la U y me vine a saludar a los muchachos —contestó.

—En la misma andamos nosotros.  Ve, todos vamos a ir a almorzar a un estadero que queda fuera de la ciudad.  Vamos —le dijo Chalo.

—Sí, los muchachos me contaron, me les voy a pegar.  Gracias por la invitación.

—Pero ellos se demoran un buen rato —indicó Nando.

Tomaron asiento en una mesa  más amplia y se pusieron a conversar un rato.

—Por qué no hacemos alguna cosa por acá en el centro mientras esperamos —sugirió Chalo.

— ¿Qué tal si vamos a cine? ¿qué les parece?

Por aquella época, en ese sector estaba la zona de salas de cine de la ciudad. Casi todas quedaban alrededor del parque de Bolívar y eran recintos amplios.  El programa era ir hasta el centro de Medellín y ver las películas. Aunque algunos barrios tenían teatros, la preferencia era ir hasta allí.  Había teatros emblemáticos que inicialmente se usaron para conciertos y presentaciones como el Lido, quizás el más bello y elegante de todos.  Otros eran El Libia, el Cid, el Radio City, el Odeón, el Junín, el Metro Avenida, el María Victoria, el Aladino, el Ópera, el Diana, en fin.

—Pero ya casi son las once, solo debe haber matiné, películas para niños —dijo Nando.

—Ah, no importa, ahí quemamos tiempo.  Y como sale casi a mitad de precio yo invito jeje —expresó Chalo.

Terminaron de consumir lo que habían pedido.  Salieron un poco apresurados en busca de la  calle más cercana con teatros.  Miraron la cartelera de un par de ellos y no los convenció mucho.  Luego pasaron por el Odeón, allí presentaban la película “Marcelino Pan y Vino”.

—¿Qué tal esta?  Se ve como chévere.  —señaló Nando

—Es en blanco y negro, mira, es una película española,  es como viejita, ya va a empezar.  ¿Y qué tal si nos aburrimos?  —comentó el Mono.

—Yo sé que es para niños, pero fresco, si nos aburrimos pues nos dormimos un rato ¡las sillas de este teatro son muy cómodas!  —comentó Nando mostrando su mejor sonrisa.

—Hagámosle de una ¿listo?  —dijo Chalo, yéndose a la taquilla para comprar las boletas.

El Mono alzó los hombros, como aprobando la cosa sin darle mucha importancia.

Se veían entrar familias con sus hijos, y parecía que había un evento especial para un grupo de niños porque los tenían filaditos y juiciosos. Unos adultos los guiaban.

Los tres ingresaron a la sala, ya la luz estaba tenue, apenas se podía ver y se hicieron en las sillas que primero encontraron en una de las filas traseras. Hay que recordar que en esas salas el mejor lugar era en la mitad por su gran tamaño.  El teatro tenía una leve inclinación, permitiendo ver mejor desde atrás. Se observaban todos los asientos, claro, y la gran mayoría de los asistentes eran niños.  El murmullo era inmenso, los tres se miraron con cierta socarronería ¡eran los únicos adultos que estaban sin niños!

Imagen 2. Butacas teatro. Tomada Pixabay

Imagen 2.  Butacas teatro. Tomada Pixabay

Presentaron los cortos y arrancó la película, el teatro se fue quedando en silencio, solo se escuchaba el sonido del filme.  Los minutos fueron pasando, los niños miraban atentos cada escena, estaban callados y nuestros tres amigos: totalmente enganchados, ¡poniendo un cuidado!  De repente se fue encendiendo la luz del teatro, se detuvo la película y salió un letrero en todo el centro de la pantalla que decía “Intermedio”.  Se escuchó un “Ahhh” generalizado, algunos estiraban los brazos y piernas, muchos se levantaron para ir a la cafetería, otros para ir al baño.

—¿Y qué tal la película? Está como entretenida ¿verdad?   —dijo Chalo.

—¡Está muy buena! está encarretadora  —comentó Nando.

—Cómo será que los pelaos ni hablan ¡le están poniendo una atención!

—¿Ustedes quieren algo? Voy a la cafetería  —comentó el Mono.

—No, tranquilo nada  —le dijeron casi en coro.

Al rato, la luz se fue apagando y la película continuó.  La historia giraba en torno a Marcelino un niño abandonado en las puertas de un convento que terminó viviendo con unos frailes; Marcelino mostraba inocencia, era alegre y travieso. La trama fue avanzando, en algún momento se presentó una escena de angustia y sobresalto, la cual se sintió en todo el teatro, había suspiros y murmullos.  Nuestros tres amigos no modulaban, estaban completamente conectados con la película, en una concentración total.  Los últimos diez minutos fueron muy emotivos, conmovedores, llenos de melancolía y sentimiento.

Marcelino hablaba, era muy expresivo, mostraba toda su inocencia, sus ojos lo decían todo.  El público estaba expectante ante aquel final inesperado, estremecedor, el silencio era total, se escapaban algunos suspiros, nadie quitaba la vista de la pantalla.

El Mono escuchó un perdido y bajo “sniff, snifff”, miró y vio a Chalo alzar sus gafas, tocarse la nariz y los parpados.

—Como que me cayó un sucio en el ojo  —le dijo Chalo.

Nando suspiraba y tosía —Me va a dar gripa, eso es por el aire acondicionado, me dio una carraspera tenaz  —murmuró.

En tanto el Mono sentía un nudo en la garganta y luchaba por contener las lágrimas. Su rostro se fue crispando, frunció el ceño y cerró los ojos por un instante. Respiraba entrecortado.  Los tres estaban aferrados a sus asientos, completamente conmovidos.  Se fueron encendiendo las luces del teatro, ellos luchaban como valientes y “machos” porque no saltaran las lágrimas; lo lograron, sí, lo lograron pero por un espacio de treinta segundos no pudieron aguantar; los tres bigotudos estaban hechos trizas, sacaron sus pañuelos, los invadía la melancolía, un par de chiquillos se hicieron a su lado y los miraban desconcertados.

—Estuvo buena la película, sniff  — dijo uno.

—Síí  — contestó otro entre dientes, eludiendo la mirada y alzando la cabeza hacia el techo.

El otro, entre tanto cerraba los ojos y se secaba el rostro con el pañuelo. Los tres seguían con su respiración entrecortada, las lágrimas brotaban.  El público abandonó el teatro y ellos fueron los últimos en hacerlo, no atinaban a decir nada, sentían tristeza. El sol del mediodía los devolvió a la calle, apareció en sus rostros una leve sonrisa nerviosa y continuaron su camino calle abajo.

FIN

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