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Siempre que hay bloqueos creativos en el proceso de escritura de este blog, se deben a una cantidad excesiva de temas que están trancados en mi cabeza y, por alguna extraña razón, terminan anudándose en un nudo. El nudo de hoy es sencillo: el gazapo de una letra en las medallas de los Juegos Mundiales. Adriana Gómez escribió que la reacción de ese error revela un «complejo de inferioridad […] que parece nacido del mismo patrioterismo que suele invadir tan frecuentemente a los colombianos». Desde el periodismo deportivo se ha dicho que es un error garrafal, mientras que la reacción desde el Valle del Cauca han atenuado esa equivocación. Si bien es un error que revela, como bien dijeron Martín de Francisco y Nicolás Samper en FM Fútbol Mundial, la falta de rigor en muchas cosas que se organizan en Colombia (desde la inauguración del Mundial Sub-20 hasta Ublime), nuestra reacción ante el error revela nuestra propia condición: una que se escandaliza ante algo que ocurre cuando estamos «frente al mundo» y cierra los ojos cuando lo mismo queda «dentro de casa».
Ejemplos sencillos y recientes: la muerte de James ‘Terry’ Watson, el agente de la DEA, en uno de los tantos paseos millonarios que ocurren en los taxis de Bogotá. A la banda que asesinó a Watson la atraparon en pocos días, y en este momento espera la (justificada, necesaria y merecida) extradición. ¿Y si hubiera sido no Watson el asesinado, sino su esposa colombiana, la reacción sería la misma? Lo dudo. Eduardo Behrentz, en una sentida columna, cuenta cómo su primo fue asesinado el mismo día que Watson pero, a diferencia del agente norteamericano, no sabrá cuáles fueron sus asesinos. Cuando el Sevilla fue robado en el hotel de Medellín, hubo indignación (necesaria) por el asalto que sufrió el equipo hispalense, pero los atracos diarios ya se convirtieron en parte del paisaje urbano, llegando incluso a castigar al que fue robado por «dar papaya» o argumentar que el ladrón de un iPhone en un concierto es víctima de las circunstancias de la sociedad capitalista. Y podemos ir hacia atrás: desde el ejercicio de escondite de indigentes cada vez que viene un dignatario internacional a Cartagena para devolverlos a la ciudad vieja cuando el Air Force One despega de Crespo, hasta el «Viva España» de Guillermo León Valencia cuando vino el general De Gaulle.
Paradójicamente, no nos indignamos por el poder de voces nada autorizadas para hablar de la realidad nacional. ¿Cómo es posible que el señor Marco Fidel Ramírez, el mal llamado «concejal de la familia«, se dedique a hablar de moralidad cuando plagió una ponencia? Las preguntas quedan, mientras que la indignación por una L llena los espacios de comentarios en los medios de comunicación. Detengámonos en uno de los casos de olvido e hipocresía más dicientes de la historia reciente de Colombia. Jorge Espinosa recuerda en su columna de Las 2 Orillas cómo Ernesto Samper, el presidente más cuestionado de los últimos 20 años, un presidente que tuvo claramente el apoyo de las mafias para llegar a la Casa de Nariño (así una Cámara de Representantes amañada por un liberalismo arrodillado a las prebendas, junto al apoyo irrestricto de un grupo económico y varios quintacolumnistas como el fallecido D’Artagnan, hayan proclamado su inocencia), hoy es visto como un venerable estadista que pontifica sobre lo divino y lo humano en radio, televisión y prensa. Le contesté a Espinosa que el caso de Samper me recordaba al de Richard Nixon después de Watergate, con una pequeña diferencia: Nixon efectivamente hizo un mea culpa, y lo hizo en múltiples entornos (la entrevista con David Frost, la Universidad de Oxford…). Samper sigue proclamando su inocencia aunque le decía a Elizabeth Montoya de Sarria, la célebre monita retrechera, que le enviaba a Santiago Medina o Fernando Botero Zea.
Debo abonar, sin embargo, que los tradicionales oportunistas de la indignación (exhibit A y B) han visto la inutilidad de revirar por una letra. Pero, así como notan eso, me preocupa saber que a estos indignados de ocasión no les importa nada distinto a su gritería. El miércoles 24 de julio tomé un bus, como lo hago todos los días, entre mi trabajo y mi casa. Pero, a diferencia de días pasados, tuve que soportar un trancón que no era causado por la habitual congestión de la carrera Séptima, sino por la marcha de «emputados» que bloqueaban una de las vías troncales más importantes de Bogotá en hora pico para demostrar su indignación. Esa misma marcha, que trancó la Séptima entre el Parque Nacional y la Calle 85 para terminar en un concierto/protesta en la esquina de la 85 con 15 (al lado de la Clínica del Country), demostró claramente que a estos grupos les importa poco el bien común. ¿A quién se le ocurre, seamos sinceros, organizar una marcha en la vía más congestionada de Bogotá, en plena hora pico, terminarla con un concierto en la noche a una cuadra de un hospital, y decir que fue una «marcha pacífica»? La paz también implica respetar al otro. Todos lo sabemos, excepto estas barrabravas de la indignación llevadas por una satisfacción personal y no por un deseo verdadero de lograr un cambio.
Estos mercaderes de la indignación se llenan la boca de permanentes menciones a la «educación» como solución a los problemas del país. Pero lo único que sabemos hacer es mirarnos el ombligo y no ver las enormes grietas que hay en la formación educativa, desde el preescolar (que puede costar, mes a mes, más que una carrera en la universidad privada más costosa del país) hasta los posgrados Hablaba hace un rato del plagio como delito y de cómo aparecen en las fotocopiadoras de las universidades. Me atreví a tomar una fotografía de uno de esos centros de estudio que, en vez de promover la educación, promueven la más fuerte vagancia y la ley del menor esfuerzo, que está en la Séptima con 45, cerca de tres universidades prestigiosas.
Si el lector curioso cruza la Séptima, la 45 y entra a la biblioteca de la Pontificia Universidad Javeriana (por si acaso, la universidad de la que me gradué y donde curso una maestría actualmente), encontrará en el repositorio de tesis y trabajos de grado una de las más grandes contradicciones de la academia colombiana. Bajo la referencia M T.AD 1256 N85, el lector curioso encontrará la investigación «Ética y responsabilidad social en la Pontificia Universidad Javeriana», presentada en el 2000 por un tal Guido Alberto Nule Marino. El mismo que, siete u ocho años después, comenzaría a ordeñar las finanzas de Bogotá y Colombia junto a sus primos Miguel y Manuel. Leamos un fragmento de ese oxímoron:

El trabajo está conformado por 6 capítulos. El primero trata sobre la evolución de la educación a través de la historia. Ya que es diferente la educación que se impartía en años anteriores a la que se ofrece actualmente. En el segundo capitulo se muestra la pretensión que se tiene con la educación moral y el porqué es importante mirar a la educación y a la moral como un equipo. En el tercer capítulo se amplia un marco ético, con el fin de mostrar lo que han pensado los grandes filósofos de todos los tiempos… (tomado de Alma máter, de César Mario Gómez, texto altamente recomendado)

Muy seguramente, junto a esta investigación, reposen en ese sótano otros trabajos de grado que no fueron realizados con tinto, cigarrillo y peleas con Windows, sino en la cómoda espera del inbox para que un anónimo le envíe, bellamente editado, un texto que no conoce. Pero, así como existen esas instituciones bien conocidas por los corchos de las fotocopiadoras (como lo reveló hace un tiempo Cartel Urbano), hay casos menos conocidos pero que se esconden, como un cáncer, en la academia. Desde el profesor que se aprovecha de su posición de poder para abusar (lo siento, no hay otro término) de la sexualidad de sus estudiantes, hasta el amigo/compañero que se aprovechan de la pereza de los estudiantes y el afán de un diez para escribir un trabajo a cambio de un puñado de billetes.
¿Y por qué ese afán de vencer? Simón Bolívar, hace 200 años, decía que «cada colombiano es un país enemigo». Y esa actitud se observa en cada acto. Ser colombiano es menos un acto de fe y más un acto donde el Otro (otra región, otra universidad, otro compañero, todo lo que no sea el individuo) no es un interlocutor sino un enemigo potencial. Así, buscamos cualquier debilidad del enemigo y la aprovechamos y explotamos hasta que ese Otro queda debilitado. Nuestra mentalidad es de un barrista, de un «perritu», de alguien incapaz de dialogar y conceder un centímetro de sí. Le pregunté a la gente en Twitter sobre su definición de perritu. He aquí dos que son ideales:

 

 

La actitud de «perritu» nos puede, y aparece en cualquier momento de nuestras vidas. Los ejemplos sobran: desde Jorge Robledo y su negativa a recibir cualquier persona que no comulgue con su visión de mundo, pasando por la camorrería de los sicofantes de Gustavo Petro y Álvaro Uribe, hasta la actitud de defensa ciega que hacen algunos periodistas de los abusos de los dirigentes del fútbol. Y, por supuesto, nuestro pueril regionalismo. Ayer, mientras escuchaba un programa de fútbol en radio, se comentó el gazapo de los World Games. Un periodista caldense comentó de forma ofensiva el error de los organizadores, mientras que el Once Caldas jugaba contra el Deportivo Cali. La respuesta del comentarista caleño fue diciente: «tenga pa’ que se entretenga: 3-0».
Y, mientras tanto, seguimos ciegos, buscando no la excelencia sino la derrota del prójimo, y erigiéndonos en ídolos de nosotros mismos. Ser colombiano, parece, es el arte de mirarse el ombligo. Es ser extremista, casi por genética.
Los extremistas siguen teniendo miedo a los libros.
Malala Yousafzai
Voyeur: Una denuncia pública: ¿por qué el área del Museo Nacional (carrera Séptima entre calles 29 y 30) no está iluminada, aunque tenga las luces ahí? Para los que caminan por la Séptima en busca de transporte público esa pequeña cuadra del Panóptico es la más peligrosa, más aún con la cantidad de tráfico peatonal que recibe. ¿Dónde está la autoridad ahí? ¿Acaso es papaya?
En los oídos: A Day In The Life (The Beatles)
@tropicalia115

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