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A menos de que ocurra algo catastrófico de aquí a noviembre, Hillary Clinton será la próxima presidenta de los Estados Unidos. Hace una semana, con la victoria en Indiana y la consiguiente retirada de Ted Cruz y John Kasich de la carrera, la nominación de Donald Trump por el Partido Republicano marca no sólo el principio de la verdadera carrera por la Casa Blanca, sino el principio de un cambio radical en el partido de Reagan, Bush, Nixon y Eisenhower. Primero, la más que posible derrota de Trump, ya coronado como el líder -este año- de la derecha norteamericana, llevará a que los líderes republicanos que apoyen a Trump queden contaminados con su retórica y pierdan en las campañas regionales (Senado, Cámara), dando al Partido Demócrata una ganancia ideal para que, en dos años, no tengan mayor problema en pasar medidas y leyes a su antojo.

Segundo, y derivado del anterior, los líderes tradicionales se verán en calzas prietas al establecer su poder en las elecciones “de mitaca” de 2018 y se verán obligados a dar un paso al costado para que nuevos liderazgos republicanos surjan. Cruz, al perder la elección primaria siendo el favorito del establishment republicano, no tendrá mayor influencia, con excepción de Mitt Romney (ex-gobernador de Massachusetts y candidato presidencial en 2012) quien, al desmarcarse de Trump, logró salvarse de la más que segura purga que habrá en las filas del elefante. En cambio, John Kasich (ex-gobernador de Ohio), Marco Rubio (senador por Florida), Jon Huntsman (ex-gobernador de Utah), George Pataki (gobernador de Nueva York), Nikki Haley (gobernadora de Carolina del Sur) e incluso Michael Bloomberg (ex-alcalde de Nueva York), serán los encargados de darle al Partido Republicano un nuevo aire frente a la, más que segura, campaña de reelección de la futura presidenta Clinton.

Para mostrarles por qué Clinton va a ganar, quiero explicar un poco las particularidades del sistema electoral norteamericano: a diferencia de otros países, donde el que tenga más votos gana la partida, en Estados Unidos los votantes de cada estado eligen a qué candidato van a ir los delegados que su estado tiene asignados en el Colegio Electoral según su población. Esto permite que en Estados Unidos haya tres grupos de estados: los “rojos” (apuestas seguras de victoria para los republicanos), los “azules” (delegados fijos de los demócratas) y los “estados violeta” o “swing states”. Y estos estados resultan ser, en últimas, los que definen la elección. Esto explica por qué los candidatos presidenciales no gastan mucho dinero en publicidad en estados como California, Nueva York (seguros para los demócratas), Alaska o Dakota del Norte (seguros republicanos) y sí invierten publicidad, visitas y discursos en Florida, Ohio, Pensilvania, Colorado, Nevada y Missouri.

Algunos estados violeta tienen una característica que a Trump le perjudica: una enorme población latina. No dudo que los estados azules con poblaciones latinas importantes (Nueva York, California, Nueva Jersey) consoliden delegados importantes para Clinton. Si bien una encuesta reciente de la Universidad Quinnipiac muestra un empate técnico entre Trump y Clinton en Florida, Ohio y Pensilvania, una buena estrategia publicitaria de Clinton que enfatice en cómo Trump ha mantenido un discurso xenófobo y racista hacia los latinos, puede convertir a Florida en un estado azul. Por otro lado, hay estados violeta como Colorado y Nevada, además de un estado moderadamente republicano como Arizona, que cuentan con muy altas poblaciones hispanas y pueden verse influidos también por el discurso xenófobo de Trump. Y la población afroamericana podría verse motivada también por el discurso racista del millonario neoyorquino y quitarle al partido republicano Georgia, Virginia y Carolina del Norte.

Además, hay dos estados tradicionalmente rojos, y descuidados por los demócratas, que pueden terminar pintados de azul. El primero es Utah, que puede inclinarse hacia el lado de Clinton si, como se ha observado, la predominante población mormona no acepta el discurso (y, más aún, la vida) de Trump y la creciente población latina busca evitar la presidencia del millonario neoyorquino. Y el segundo resulta más sorpendente: Texas, el fortín republicano y cuna de los dos últimos presidentes del partido (Bush I y Bush II). De hecho, no me extrañaría que Clinton buscase el premio mayor en Texas y, para asegurarlo, se haga a un candidato vicepresidencial que la apoye en ese estado. Mi opción ahí es Julián Castro, el actual Secretario de Vivienda y ex alcalde de San Antonio. Con una historia que evoca un poco a la del presidente Obama (hijo de inmigrantes mexicanos, de familia humilde, becado en una de las mejores universidades norteamericanas) y ya enmarcado como uno de los líderes futuros del Partido Demócrata tras su discurso en la Convención de 2012, Castro puede atraer el voto latino hacia los demócratas e intentar asegurar las áreas urbanas de San Antonio, Houston, Austin e incluso Dallas/Fort Worth, que ya han ganado con alguna ventaja en elecciones anteriores. De ganar Texas, Clinton daría una estocada fatal al Partido Republicano y lo obligaría a repensar toda su estructura. Y, como bien lo plantea un estudio hecho por el Washington Post, la derrota de Trump es más que probable.

Esta es una campaña atípica, por decir lo menos. Dos candidatos completamente impopulares, vista una como “la opción menos peor” (no me quiero imaginar lo que haría Trump, con su discurso soez y su inteligencia para manejar los medios de comunicación, con Bernie Sanders) y el otro, que ha combinado una retórica que apela al WASP clásico y al fanático del Tea Party pero que, a la hora de una elección nacional y con un panorama demográfico cambiante (para ello, les recomiendo el libro Diversity Explosion de William Frey [Washington, DC: Brookings Institution, 2014] que analiza cómo, poco a poco, la mayoría blanca norteamericana se está haciendo menos importante), puede ser un arma de doble filo. Pero es una campaña que definirá el futuro del país más importante del mundo. Y por eso le ponemos atención en este espacio.

Voyeur: Una pregunta final: ¿qué pasará con el electorado hispano, sobre todo en Florida, si Barack Obama decide indultar a “Simón Trinidad”? No creo, y lo he dicho aquí varias veces, que los demócratas y Obama sean tan pendejos de perder los votos colombianos y venezolanos en Nueva Jersey y Florida por un capricho de La Habana. Así que el señor Palmera puede esperar sentado en su cama de cemento en Florence, Colorado.

En los oídos: Distance (Emily King)

@tropicalia115

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