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Una de las noticias más preocupantes del mundo actual pasó desapercibida en estos lares. El programa cómico alemán extra 3 hizo, en marzo, un video llamado «Erdowie, Erdowo, Erdogan» (he aquí la letra de la canción traducida al español), donde a través de una parodia musical (que no es distinta, conceptualmente hablando, de lo que durante casi un cuarto de siglo ha hecho La luciérnaga en radio) critica la cada vez más dictatorial política del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan. Ese video causó la ira de Erdogan, quien le pidió explicaciones al embajador alemán en Ankara y, sin quererlo, detonó una de las mayores amenazas a la libertad de opinión en este mundo cada vez más aséptico e intolerante a todo tipo de pensamiento políticamente incorrecto.

La respuesta más interesante ante esto fue la del comediante alemán Jan Böhmermann. Para mostrar la diferencia entre la sátira y el discurso ofensivo, Böhmermann recordó algunas de las características más dicientes del régimen que el presidente turco ha impuesto en su país (discriminación contra kurdos y cristianos, represión a las mujeres, corrupción) junto a otras que son meramente cómicas y son dichas con la única intención de ofender y causar un shock (insinuar que Erdogan ve pornografía infantil y gusta del sexo con animales), en una tradición cómica antiquísima. Basta leer a Aristófanes, a los poetas goliardos que convertían los himnos de la iglesia en exaltaciones de los vicios, al venerable Arcipreste de Hita en su Libro de buen amor o al marqués de Sade y su forma exagerada de parodiar y criticar el pensamiento de Rousseau. O, si queremos ir a las pantallas, buscar el stand-up comedy de Richard Pryor, Lenny Bruce o George Carlin, los complejos y profundamente críticos programas de Sacha Baron Cohen, las comedias de Norman Lear (All in the Family, Maude) o lo que durante casi veinte años han hecho Trey Parker y Matt Stone en South Park: mezclar un discurso abiertamente chocante con el planteamiento de una serie de críticas a la sociedad. Esa es la función de la comedia.

¿Qué hizo Erdogan ante la provocación de Böhmermann? Exigió al gobierno alemán que abriera un juicio criminal por difamación al comediante y Angela Merkel, para sorpresa de muchos y seguramente motivada por la crisis de refugiados que azota al Mediterráneo, aceptó. La acción de la canciller alemana es, posiblemente, la peor estocada que pudo darse a la libertad de pensamiento hoy en día. Es callarle la boca a todos aquellos que se atreven a criticar a todo tipo de personas en aras de un supuesto derecho a proteger a las personas de las ofensas. Y, como planteó en Semana el profesor universitario y candidato a la Alcaldía de Bogotá Daniel Raisbeck, «el derecho a no ser ofendido no existe». Y me atrevo a expandir la idea: tener algún tipo de notoriedad pública implica, por definición, convertirse en un blanco para la crítica y la ofensa. El filósofo francés Bernard-Henri Lévy sugiere en Left in Dark Times que el primer trabajo de un estado secular (que no laico) es poner en cuestionamiento todo texto, comenzando por los más sagrados. Y someter a todo personaje (si entendemos como tal a las personas que tienen algún tipo de notoriedad) a ese cuestionamiento es el corolario natural de esa idea.

En ese sentido, la comedia no sólo tiene una función recreativa y lúdica; se convierte en un fiscalizador del poder y de la sociedad. No sorprende, entonces, que uno de los elementos clave para la elección de Barack Obama como presidente en 2008 fuera la despiadada sátira que, encarnada en Tina Fey, hizo Saturday Night Live de la candidata a la vicepresidencia por el Partido Republicano, Sarah Palin (a lo que Palin respondió de forma agradable; tanto, que apareció como una de las invitadas al especial por los cuarenta años del decano de la comedia norteamericana). O que Luis Carlos Restrepo, cuando fue Comisionado de Paz en el gobierno de Uribe, prohibiese a su equipo de trabajo y a su cuerpo de escoltas escuchar La luciérnaga gracias a la imitación que de él hace Óscar Monsalve «Risaloca». Tampoco causa impresión ver que Jon Stewart y Stephen Colbert fueran tan influyentes en sus programas de Comedy Central que, en algunos momentos, fueran vistos como más confiables por la audiencia que los mismos portales y noticieros no cómicos. Y, en una nota más luctuosa y un momento triste para la humanidad, la fiscalización que hizo durante más de cuarenta años Charlie Hebdo terminó, el 7 de enero de 2015, con el martirio de muchos de sus caricaturistas.

Puedo no compartir lo que piensen muchos personajes y siento la necesidad permanente de criticarlos. Pero no pasaría por mi cabeza nunca exigir que sean censurados. Al contrario, creo firmemente en que la lucha política e intelectual debe hacerse desde las ideas y desde los vacíos argumentales que tenga el personaje en cuestión. Hoy en día, lamentablemente, deben tenerse en cuenta no las ideas de la persona sino una serie de factores adicionales que ni quitan ni ponen a una idea. Más que buscar un argumento, se reducen a buscar la interseccionalidad de una serie de condiciones que no quitan ni ponen a un punto de vista. Para agregar sal a la herida, muchas veces las personas que critican no se molestan en leer o analizar lo que critican y se reducen a esos factores adicionales, buscando los reversos para, desde ahí, convertirlos en el caballito de batalla. Y en esa pauperización de la lucha intelectual sólo pierde la sociedad como un todo. Y lo ocurrido a Jan Böhmermann es un puntal para que muchos, escudados en un derecho inexistente, busquen imponer una hegemonía disfrazada con ropajes «antisistémicos» y eviten la difusión de un pensamiento libre y risueño. Camille Paglia sugirió hace unos años que «donde va el rock, es seguido por la democracia». Cambio la frase: donde va la risa, la democracia la sigue. Y cuando se calla la risa, la democracia termina herida de muerte.

Voyeur: Preocupan las declaraciones de Juan Manuel Santos sobre el efecto de un «no» al plebiscito que se organizará para refrendar los acuerdos de paz en La Habana. Decir que «subirán los impuestos» y que «las FARC están preparadas para la guerra urbana de no firmarse este acuerdo» es una forma burda, pueril y peligrosa de coaccionar al votante para aceptar, sin ningún tipo de cuestionamiento, todo lo que se ha firmado en la Mesa de Conversaciones de Cuba. ¿Eso, me pregunto yo, no podría llamarse «terrorismo»?

En los oídos: Vote a Ortega (Johann Sebastian Mastropiero; int. Les Luthiers)

@tropicalia115

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