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El ladrón entró tan sigiloso al sitio en donde pasábamos el fin de semana en Tocaima, que en la madrugada del lunes festivo hasta estuvo al lado de nuestra cama sin que nos diéramos cuenta. Y entre las cosas que se llevó estaba mi celular. No es un ‘flecha’, tampoco de la última generación. Es uno ‘normalito’, que utilizaba esencialmente para llamar y recibir llamadas y, muy, pero muy de vez en cuando, para tomar fotos (que ya no he de tener, porque jamás las bajé al computador).

El robo me asombró. Pero ahora estoy aún más asombrado por todo lo que ocurrió después.

Quise llamar a mi chinita (como le digo a mi esposa), que se encontraba en Cartagena, para desearle que le fuera bien en una transmisión de televisión que iba a hacer, y me di cuenta de que no me sé su número de celular. Se lo llevó el ladrón dentro del Nokia que se robó. Hasta ese momento yo solo tenía que oprimir la tecla verde para comunicarme con ella, por lo que nunca me preocupé por aprenderme el número.

A mi primo Fernando también le robaron el celular, por lo que tampoco por ese lado iba a poder conseguirla. Podría llamar a mi papá o mi hermana para preguntarles, pero, vaya sorpresa, tampoco me sé sus nuevos números de teléfono. Se los llevó el ladrón dentro del Nokia.

Empecé a entrar en pánico. Es como si le hubieran robado a uno la memoria. De un momento a otro me sentí aislado de la civilización. Me di cuenta de que sin celular, como van las cosas, uno no es nada. Antes uno se defendía con su propia memoria. Se sabía todos los teléfonos y los recitaba. Ahora uno solo se memoriza ‘send’.

En medio de ese trance me acordé del día que leí las instrucciones del Nokia, en las que explicaban cómo es que se hace para pasar el directorio del teléfono al computador personal. Y me lamenté por cada una de las veces que dije: ‘eso se puede hacer más tarde’.

Recordé también la vez que me llamaron de Comcel y me ofrecieron el servicio de copia del directorio en caso de pérdida, que rechacé de plano.

Ya en Bogotá, el martes, empezó el segundo capítulo de los dolorosos: la búsqueda de la reposición en Comcel.

Me fui para el centro de atención al usuario, seguro de que el asunto iba a ser rápido, porque a la final se trataba solo de una reposición. Y uno suele creer en ese cuento de la reposición.

Me tocó el número 718. Iban en el 680, más o menos. Vi 40 puestos de atención, así que pensé que todo iba a ir bien. La señorita que me entregó el número anotó al lado ‘reposición’.

Me paré frente al aparatico donde van pasando los números, miré alrededor y no había asientos. Todas las personas permanecían en el centro, a lado y lado de unas vitrinas en donde están exhibidos más de 250 tipos de celulares de todos los precios.

Cuando me tocó el turno, le expliqué la situación a la señorita de la ventanilla 30. Ella se limitó a pedirme el número de celular. Leyó algo con gran atención y me preguntó qué celular quería. ‘Uno igual al que me robaron’, le dije.

Volvió a mirar con atención y me dijo: le cuesta $285.000.

¿Cuánto?, pregunté alarmado.

$285.000, me respondió, imperturbable.

Le explique que ese mismo aparato me lo vendieron con el plan postpago y me costó $80.000.

Vale $285.000, volvió a decir.

Le pregunté por qué.

‘Por el contrato’, me respondió.

‘¿Qué otro celular me puede ofrecer?’, le pregunté.

Son muchos los modelos. Tiene que decirme cuál quiere, dijo.

Me fuí a la exhibición de los 250 tipos de celulares y empecé a mirar precios. La mayoría tenía un valor arriba, en prepago, y abajo decía hasta $9.500 pesos en postpago. ¡$9.500 pesos!

«Pero esos valores son para los clientes nuevos, que compran una línea y se llevan el celular», me explicó uno de los asesores.

Es decir que yo, por el pecado de haber firmado el contrato hace ocho meses, tenía que resignarme a pagar el valor de los prepago, con la mínima rebaja que me hacían por aquello de la ‘reposición’. Eso no es que le den a uno un aparato por otro. Ese es otro negocio. A uno lo atraen con un precio muy bajo por el aparato y luego se lo cobran por derecha a la primera oportunidad que haya. A la final, uno tiene un contrato firmado por un año y no se puede retirar antes.

Finalmente decidí comprar el aparato más barato que se encontrara en el almacén. Me costó $50.000. Mientras me decido por el que de verdad necesito, me quedo con el ‘flecha’. Lo pagué y, para mi sorpresa, cuando me entregaron el aparato, me hicieron firmar una cláusula en la que me obligan a quedarme los cuatro meses que me faltan para terminar el actual contrato; y otro año más, ¡porque así lo decidió Comcel!

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