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A las 10 de la noche la zona urbana de Cachipay era un hervidero. Parecía como si desde las veredas, los cachipayunos se hubieran dado cita en el pueblo para recibir el Año Nuevo. Los más jóvenes estaban en el parque principal. Los demás, recorrían las calles o departían en los alrededores.

Allí todos parecían conocerse. Y creería que por eso mismo son tan amables hasta con el forastero. Una buena cantidad de jóvenes y adultos lucía su pinta. Y seguían llegando carritos con gente desde Facatativa y La Mesa.

Andrés y Felipe Santamaría comentaron que solo dos veces se ha visto el pueblo así: en agosto, con las fiestas, y esta noche de Año Nuevo. Solo de una furgoneta se bajaron 15 personas.

Yo estaba en un lugar privilegiado: el balcón de la familia Santamaría. Si se pone uno a pensar, es el mismo sitio privilegiado que tienen solo unas pocas personas en cada uno de los 1.160 municipios de Colombia. Y pararse en un balcón, de la plaza o parque principal, es ver al pueblo pasar.

Aquella noche de 31 de diciembre, cuando la luna llena iluminaba la plaza central de Cachipay, pude palpar el espíritu de un pueblo que, para mí, se caracteriza por su amabilidad. Los jóvenes y las jóvenes hacían grupos en las principales esquinas de la plaza, hablando de sus cosas, riendo, gozándose la noche.

En la Iglesia, acabada de arreglar, no cabían los feligreses, que ocuparon parte del atrio, como símbolo de la fe de un pueblo en su Dios. Era la noche de Año Nuevo y había que ir a agradecer lo que Èl nos dio durante el 2009 y a pedirle que nos cobijara con su bondad y su amor durante todos los días del 2010. Yo los acompañé de corazón, desde el privilegiado balcón de la familia Santamaría. Horas antes había estado en el interior del templo y me había encontrado con un altar vacío, sin imágenes. Todas habían sido bajadas, mientras arreglaban el lugar.

Hacia las 10 de la noche, en la tienda de Lizandro (con z), solo quedaba una tira de la más exquisita morcilla que recuerde haber saboreado. Se vendió en un dos por tres, al igual que otra que sacó instantes después. Con su cara de bonachón, nos anunció que ya estaba preparando lo que le había encargado mi primo Orlando para la noche de Año Nuevo. Un joven que le ayudaba, repartía sonrisas y amabilidad por doquier. Y la señora se despidió de afán porque no quería perderse la misa, aunque fuera de pie.

Toda una familia departía con unas cervezas en el centro de la tienda y el que parecía abuelo confesaba que su nieto lo tenía bobo, mientras lo tomaba en brazos con dulce amor.

Hasta el borrachito que estaba en la puerta, con un costal a la espalda, repartía felicidad. Se topaba con uno en su vaivén, sonreía a modo de disculpas por el tropezón y seguía allí, amañado, viendo el pueblo pasar.

Al filo de la medianoche cesó la procesión en la plaza principal. Se desocupó en un santiamén. Supuse entonces que todos corrieron a sus casas a dar el abrazo a sus seres queridos.

Nosotros hicimos lo mismo. Nos recogimos en el interior de la casa y rodeamos la mesa, poco antes de la medianoche. Pero allí, más que una mesa, había un centro de encuentro de unas almas que se quieren entre sí y que a las cero horas del 1 de enero del 2010 se fundieron en abrazos para recibir el Año Nuevo con el amor encendido, luego de una oración al Altísimo y de unas palabras de esperanza por cuenta de la familia Rojas Garzón.

Me dijeron que hablara. ‘El próximo año`, les dije. Porque quería que primero contáramos, como miles (o millones?) de colombianos, al unísono con Jorge Barón, 5, 4, 3, 2, 1, ¡Feliz año!!!!!!!!!!!!!! Y así ocurrió. Lo del conteo, no lo de las palabras. Porque después, todos nos dedicamos a comernos las 12 uvas, a prender las velitas de los deseos y a hacer lo que creo que es lo más hermoso de estas fechas, que es pasar el rato en familia y grabarse por siempre en los corazones esas sonrisas, esos rostros iluminados por la fe en un nuevo año y ese reencuentro de almas que alimenta los espíritus y que nos hace retomar fuerzas para reemprender el camino.

Hubo lágrimas. Todos teníamos familiares lejos. Y muchos teníamos unos nudos en la garganta que se habrían de deshacer. Pero lo más importante es que primó la alegría, porque cuando las tristezas se unen, pueden convertirse en felicidad, o en esperanza.

Si hubiera hablado aquella noche, hubiera dicho que es el tiempo de la fe, de la esperanza y del amor.

Hubiera pedido a todos, como hoy lo hago, que tomemos la decisión de ser felices. No de buscar la felicidad, sino de ser felices en este instante, en este minuto, en este segundo. Que cuando veamos nubarrones en el camino, nos digamos: en este momento soy feliz. Y que cada paso lo demos disfrutando el momento. Las tristezas, dejémoslas para mañana. Hoy, seamos felices.

También hubiera dicho que nos sigamos comprometiendo a amar a los demás. Que cada día de este año, amemos a fondo. Que cobijemos con nuestro corazón a quienes amamos y a quienes van pasando por nuestras vidas.

Algo de esto último es lo que hace Lizandro, en su tienda. Nunca pensé que recibiera a un forastero con un estrechòn sincero de manos y con una sonrisa que lo hace pensar a uno que es uno más de los de allí.

La madrugada nos cogiò en el privilegiado balcón de la familia Santamaría. Y desde allí vi pasar a dos mujeres, muy contentas, cogidas de gancho; a un grupo de jóvenes que se iba reencontrando en la acera del frente, a un anciano que era llevado por otras dos personas, no sé si por su edad o por su estado de embriaguez, pero de lo que sí me di cuenta es que también iban felices. Abajo ya había pachanga. Y un hombre joven trataba de que no lo sacaran a bailar, pero también sonreía. Al fondo, en el centro del parque, un muchacho trató de levantar a su amigo pero a los pocos segundos la borrachera lo venció y cayó a su lado. Los otros dos que los acompañaban ya dormían.

Y desde allí, desde el privilegiado balcón, en ese momento, viendo al pueblo pasar, sentí una inmensa felicidad, no solo por el amor que irradia la familia Santamaría, sino por el amor que se sentía en el ambiente, que provenía de los cachipayunos, que, sin proponérselo, contagiaban a los demás de su propia alegría.

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