Responsabilizar a la naturaleza por los desastres a los que ya estamos acostumbrados en cada temporada invernal es descargar de culpas a quienes han tomado malas decisiones técnicas que les han costado la vida a muchas personas, como sucedió recientemente en Mocoa (Putumayo), donde hubo aproximadamente 320 habitantes muertos.
Los desastres no son culpa de la naturaleza ni de la lluvia, sino del menosprecio por ella, por la mala planificación, la politiquería y la corrupción.
Luego de la tragedia en Mocoa, el turno, diecinueve días después, fue para Manizales, donde varios deslizamientos se registraron en una noche de intensas lluvias, los que dejaron 19 personas muertas, 7 desaparecidas y decenas heridas. Además, afectaron a 25 barrios y 12 vías, y al menos un centenar de viviendas resultaron colapsadas y 400 fueron evacuadas.
Por supuesto que las fuertes lluvias que cayeron durante seis horas en la noche del 18 y el amanecer del 19 de abril en Manizales son determinantes para que ocurra el desastre, el problema central es que esas viviendas estaban construidas en zonas susceptibles a deslizamientos, y esto lo saben los habitantes que arriesgan sus vidas y las autoridades locales y departamentales. Y esto ocurre en todo el país, donde muchos asentamientos humanos están en zonas de alto riesgo.
Una población que está expuesta a recurrentes amenazas por fenómenos naturales es una población que vive en riesgo permanente, porque en cualquier momento puede ocurrir un desastre. El decir de muchos habitantes es que llevan muchos años viviendo en sitios así y que nunca ha ocurrido nada, pero eso no garantiza que no pueda suceder un desastre.
De eso se trata la gestión del riesgo, de diseñar actividades para identificar, evaluar y cuantificar el nivel de amenazas, vulnerabilidad y riesgos ante un fenómeno, para reducir las probabilidades de pérdidas de vidas humanas y la destrucción de propiedades e infraestructuras.
Los suelos de Manizales son de ceniza volcánica, arcillosos y tienden a impermeabilizarse, por eso, cuando cae un aguacero, estos terrenos absorben mucha agua, pero cuando se supera el tope de absorción el agua se escurre y vienen los deslizamientos, en el caso de los asentamientos en laderas. Eso sin contar con la deforestación, pues la vegetación amarra los terrenos y absorbe también agua.
Y es que, según el IDEAM, el 40 % de los suelos colombianos tienen algún grado de erosión, donde el 2.9 % presenta erosión severa y muy severa. En un estudio presentado esta semana concluye que todos los suelos de los departamentos del país presentan algún grado de degradación por erosión. Cesar, Caldas y Córdoba son los departamentos con más del 70 % de su área afectada.
Los asentamientos en laderas con riesgo de deslizamiento no son exclusivos de urbanizaciones informales y no planificadas, generalmente compuestas por familias pobres, que se aprovechan del bajo precio de la tierra, o que invaden por la escasez de suelo urbano, o por la falta de políticas públicas claras sobre el problema del hábitat. O incentivadas por politiqueros que ponen servicios de agua y luz, sin importar el riesgo de la población.
También tenemos los asentamientos legalmente establecidos a pesar del riesgo, como es el caso del conjunto residencial Portal de San Luis, en Manizales, donde las aguas de la ladera y la creciente de la quebrada San Luis socavaron el terreno, lo que causó un deslizamiento que incluso se llevó una parte del parqueadero. Los habitantes de los 77 apartamentos tuvieron que ser evacuados.
Volviendo al caso de Mocoa, donde el riesgo principal no era por deslizamiento sino por avalancha, los barrios estaban construidos en la zona inundable, es decir, invadían la zona que le pertenece al río Mocoa, y de eso ya se había advertido en numerosos informes. Allí también se vio la consecuencia de la deforestación, porque, así como los árboles amarran terrenos, también sirven como barrera y ayudan a amortiguar las crecidas de los ríos, como en efecto sucedió en el barrio El Carmen, que se salvó de ser arrasado gracias a una reserva de árboles que ayudó a regular el flujo del caudal.
De nuevo, la culpa de la tragedia no fueron las lluvias, ni la creciente del río, ni la avalancha, sino de los asentamientos legales, autorizados a estar donde no se debía. Y persistir con reconstruir los barrios allí mismo, es insistir en el problema y desafiar a la naturaleza que de sobra ha demostrado su poder. No aprendemos.
“Si los fundadores del municipio hubiesen sabido lo que ocurrió el 31 de marzo, seguramente no habrían fundado Mocoa en este lugar”, dijo en días pasados la gobernadora del Putumayo, Sorrel Aroca, tratando de desprenderse de las posibles responsabilidades que recaen sobre su administración (y sobre las administraciones pasadas también), y añadió que “lo que pasó es un hecho sin precedente e imposible de contener. Los expertos les han atribuido sus causas a los efectos del cambio climático”. Es decir, según ella, nadie tiene la culpa de no haber actualizado el POT, ni de no haber atendido las múltiples alertas, los únicos culpables vendrían siendo los fundadores del municipio por allá en 1563.
Estos sucesos trágicos se seguirán repitiendo cada vez con más frecuencia en Colombia porque el cambio climático está trayendo lluvias más intensas y porque el desarrollo no ha sido sostenible ni amigable con el ambiente y actualmente tenemos a muchas comunidades que viven en permanente riesgo. Estamos muy acostumbrados a atender emergencias, pero no a prevenirlas. ¿Cuántas experiencias trágicas se necesitan en Colombia para entender que hay zonas donde no se debe construir porque siempre habrá un riesgo latente de desastre?