Este blog lo publiqué como bloggera invitada hace un año y fue su popularidad la que me abrió la puerta en este espacio. Me permito compartirlo con ustedes hoy porque sigue siendo igual de relevante.
AGOSTO, 2017
Lo había logrado: Invicta 8 años y pico hasta que la peor pesadilla de una madre se materializó en letra roja: mi hijo de 8 años me dijo –y por escrito- que me odia. Para mi sorpresa no me acabé el bar ni me sentí malherida, todo lo contrario. Comparto sin vergüenza que me sentí sinceramente satisfecha.
En este agotador oficio de criar, en el que corregir es ir en contravía con la libertad de expresión; guiar es castrar la creatividad; y gritar -luego de muchas advertencias- es traumatizar, me permito con beneplácito esta pequeña victoria. Victoria que tiene todo que ver con que no caí en manipulaciones ni me martiricé con culpas.
Mis hijos, como los suyos, son niños privilegiados hasta el punto de la irresponsabilidad. Sí señor, hasta ese punto. Porque cuando pasamos una hora y media comprando uniformes escolares, la culpa es mía y tengo que darles explicaciones. Porque cuando los llevo –¡y les pago!- a clases de tenis, natación, guitarra, zumba, bisutería, fútbol, o cualquier actividad que según los libros contribuye a su bienestar, es idea mía y me toca convencerlos de que es por su bien. Porque cuando hay carne y quieren pollo les digo, deja la carne y cómete el arroz y la ensalada; porque cuando me piden el teléfono mientras esperan al médico, les digo que sí, ¡pobres!; porque cuando me acompañan al supermercado corro por los pasillos como si afuera se avecinara un huracán. Dígame, ¿no lo ha hecho usted? Exacto.
La buena noticia es que también mi laxitud tiene un límite, y en eventos como este me mira de frente: mi objetivo no es complacerlo sino educarlo. Si para que mi hijo me quiera debo rendirme sin conciencia a sus caprichos, o para ponerlo de otra manera, si para que no me odie debo dejar de contar las horas que pasa en frente del Xbox, prefiero sin miramientos la alternativa.
Soy muy consciente de que en su corazón de niño privilegiado no hay odio sino frustración, como también soy consciente de que entre más pronto aprenda a lidiar con sus frustraciones, mejor. Mi labor como madre es ayudarlo a interpretar sus sentimientos, a guiarlo en sus decisiones y ponerle límites. Hacerle entender que la suya es efectivamente una vida de privilegios que amerita su gratitud e implica responsabilidades . También es mi labor detenerme y ajustar mis métodos cuando mis decisiones no son coherentes con mis objetivos de educar, y ¡claro! no ceder cuando me falta la energía para lidiar con una pataleta.
En Inglés hay un dicho: ¨Better you than me¨, antes que odiarme yo por ser una mamá excesivamente permisiva, sin conciencia y floja, prefiero que me odien ellos por ponerles límites. Yo estoy intentando educar a un adulto responsable, emocionalmente inteligente, y socialmente competente. Mientras tanto lidiaré con sus malinterpretaciones pueriles y disfrutaré de mis pequeñas victorias. ¡Ánimo!
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