
Hay gente que no entiende -o no quiere entender- al presidente Donald Trump. Nosotros lo estudiamos y analizamos en el 2016, pocos meses antes de que ganara las elecciones presidenciales, con gran rigurosidad y éxito.
En estos últimos días muchos analistas han criticado al presidente Trump. Para ello han hecho referencia -incluso de pensamiento socialdemócrata- a los padres del liberalismo y han defendido las bondades del libre mercado. El argumento principal, de fondo, es que las medidas proteccionistas anunciadas por el presidente de los Estados Unidos irían en contra de la doctrina liberal clásica, que protege el crecimiento económico incentivando la libertad de mercado. Sin duda, esta crítica tiene una parte de verdad. Pero, una vez más, la manipulación no está en lo que te dicen, sino en lo que te ocultan. Y lo que están negando, ocultando o despreciando esos críticos de Trump es de tal envergadura, que estamos ante un escándalo intelectual del cual me quiero desmarcar. No po rque algo lo diga todo el mundo, es garantía de éxito.
Si en algo están de acuerdo todos los padres del liberalismo es en este punto: que la promesa de una mayor libertad, o de una suerte de liberación, se ha vuelto una constante arma de propaganda socialista. Prometen lo que antes o después aman arrebatar: la libertad. De hecho, hoy Europa es mucho menos libre que antes, como consecuencia de la regulación excesiva, de la burocracia desproporcionada, de la dictadura ideológica que lidera el socialismo y que ha ido calando incluso al interior de los Estados Unidos. Para muestra, dos botenes: la deriva del Partido Demócrata, alejándose cada vez más de los principios defendidos por los Padres fundadores de la Patria, así como también la Universidad de Harvard, con el posicionamiento de la mayoría de sus intelectuales a favor de la agenda globalista. Por supuesto que es legítimo criticar a Trump, faltaría más, pero no lo es tanto callar que Occidente tienen un grave problema fruto de las ideas dominantes en sus gobiernos.
Tampoco me parece muy honesto intelectualmente criticar a Trump y a la vez blanquear a los responsables del sistema que nos ha traído hasta aquí. El socialismo promete libertad, pero termina imponiendo, siempre, antes o después, el camino de la servidumbre, edulcorado de mil formas. ¿La última? El salario mínimo universal, desconectado de cualquier requisito de meritocracia. Hayek y el resto de los padres del liberalismo coincidían en la destrucción económica, social y moral en la que acaba toda sociedad de esencia socialista. Pero esto lo ocultan la mayoría de los intelectuales y medios de comunicación que critican hoy a Trump. Los que hemos tenido la fortuna de conocer lo que fue un día la ciudad de San Francisco, por poner solo un ejemplo, y en lo que se ha convertido hoy, lleno de suciedad y homeless, gracias a la impunidad que defiende la mentalidad socialista, es un pequeño botón de muestra de la decadencia de Estados Unidos que quiere parar Trump.
Europa tiene problemas de credibilidad
Los que critican a Trump también callan vergonzosamente otro asunto no poco relevante: los países que se manifiestan en contra de los aranceles de Trump no son, precisamente, ejemplos de proteger e incentivar la libertad económica de sus ciudadanos, empresarios y emprendedores. Incluso no son para nada ejemplo de libremercado y de unas relaciones comerciales sin aranceles. La Unión Europea debe mirarse al espejo antes de dar lecciones a otros. Y lo mismo otros países de África, como Marruecos. Porque no es muy creíble ni serio que alguien que ha mantenido durante décadas medidas que distorsionan el mercado y la libre competencia -con disposiciones arancelarias y no arancelarias- pretenda dar lecciones a Trump de lo que puede hacer y no hacer, de lo que está bien y no, respecto al mercado. ¿Qué debemos pensar de alguien que si lo hace él está bien, pero, si lo hace Trump, está mal? Pues eso… El ego de los europeos -una soberbia que ciega y siempre ha impedido a Europa entender a Estados Unidos y al mundo- provocó dos guerras mundiales, y no descarto que también provoque, directa o indirectamente, la tercera. Ciertas críticas escuchadas en la Unión Europea, tanto en Bruselas como en Estrasburgo, llegan a ser ridículas: es como que la hiena se queje de que el lobo le está robando las gallinas. Europa debe mirarse así misma, a su presente y a su pasado, antes de criticar a Trump con un mínimo de credibilidad.
En consecuencia, es un error analizar los aranceles decretados por Trump solo desde el punto de vista económico y de libre mercado. Son medidas que responden sobre todo a una intencionalidad geopolítica estratégica: su prioridad no es el libre mercado, sino el mercado justo. Y no es justo, a criterio de Trump, que otros países están «volando» en productividad y crecimiento, gracias en parte a los Estados Unidos y su política de «outsourcing comercial». Trump está jugando otro partido. Por eso los «errores» financieros realizados a la hora de hacer el cálculo de algunos aranceles es un tema, a todas luces, secundario. Sí, es cierto, se trata de una jugada muy arriesgada, propia de quien está acostumbrado a negociar y arriesgar fuerte. Y sí, es cierto, puede salirle mal, sin duda, y acabar siendo un tiro en el pie de sus ciudadanos desde el punto de vista del capital y de la renta, y siendo odiado por ello. La apuesta ha sido muy alta.
Sin embargo, es importante entender que lo que está haciendo Trump va mucho más allá de un equilibrio o guerra comercial. A diferencia de muchos, Trump se ha dado cuenta del estado social deplorable y la dinámica destructiva en la que se encuentra Estados Unidos, fruto de décadas de outsourcing comercial, que hizo posible disparar el consumo desconectado de la productividad real y beneficiándose de una producción más barata, porque se daba en condiciones muy diferentes. Trump sabe que no puede recuperar la grandeza de Estados Unidos con las reglas de juego actuales, que llevará a una posición totalmente dominante y controlada por parte de China. Los aranceles de Trump forman parte de un plan de acción que busca devolver a su país el liderazgo en la competitividad, el no ser tan dependiente de otros en la cadena de suministro de sectores estratégicos, y para ello tiene que provocar que compense económicamente producir en Estados Unidos, o quien se está beneficiando de esa producción, reconozca de manera más justa a los Estados Unidos. No es tan difícil de entender, aunque sí de poner en práctica.
Otra falacia muy difundida: el proteccionismo es lo peor
Sin duda el plan de acción de Trump es proteccionista. Y aquí quiero tocar el último punto de lo que considero un error, intencionado o no, de quienes critican a Trump. No digo que los aranceles y el proteccionismo sean algo bueno siempre, sino que no siempre son lo peor. Los aranceles pueden ser una medida que regule las relaciones comerciales en el mercado. Y lo que digo y defiendo aquí es que, a corto plazo y en las circunstancias actuales, no hay otras opciones. Si la gente supiera lo que está en juego a 50 o 100 años, sabría que Trump tiene razón en un punto: hay que parar a China antes de que sea demasiado tarde.
Otros no lo ven así, y, para argumentar que Trump está equivocado, han repetido hasta la saciedad las bondades del libre mercado y han recordado frases grandilocuentes -que comparto en esencia- de los padres del liberalismo. Concuerdo con ellos en que el proteccionsimo no suele ser una buena señal y tampoco suele acarrear dinámicas positivas en el tejido productivo. Pero realmente el problema no es, principalmente, la protección, sino otras actitudes que la acompañan: caer en un sistema corrupto que penaliza el trabajo y la competitividad nacional, aumentar a niveles delirantes el consumo, subir impuestos fuera de toda lógica razonable y ética, endeudarse hasta límites alejados de toda prudencia y moralidad. Lo verdaderamente dañino son los impuestos al trabajador para manetener una burocracia innecesaria, así como también la falta de una cultura de la meritocracia. Este panorama desolador se puede dar -y se da de hecho- en contextos de «libre mercado», ante el silencio cómplice de los que hoy critican a Trump.
Siento que se traiciona a los padres del liberalismo cuando se les utiliza para defender que no haya aranceles. Cuando no puedes competir con las mismas reglas, los aranceles pueden llegar a ser, excepcionalmente, una medida de defensa necesaria, no querida, no buscada. Cuando la dinámica lleva a que un país tenga, directa o indirectamente, el control de todo, es evidente que algo hay que cambiar. El problema real no es Trump, sino el futuro con China: Trump se irá y el problema continuará, si no se cambia el sistema.
Con todo, considero injusto interpretar a los clásicos liberales por unas frases y unos razonamientos que dijeron en un contexto muy diferente al actual. Los padres del liberalismo defendían las bondades del libre mercado porque creían en el principio de ventaja comparativa. Es decir, para ellos, el libre mercado tiene sentido en un contexto donde cada país puede explotar sus capacidades y recursos para producir bienes o servicios y vender su productividad a terceros. Es en un contexto de intercambio recíproco donde el libre mercado tienen sentido. Pero ningún padre del liberalismo jamás supo de la existencia de una superpotencia con capacidad de producir todo, lo que sabe y lo que no sabe también, porque lo acaba copiando y produciendo -más barato y mejor- con otras reglas laborales. Jamás ningún padre del liberamismo ha defendido incentivar un sistema de comercio internacional que lleve inexorablemente a que sea un país el que acabe teniendo el control absoluto, incluso a costa del comercio en rubros que tradicionalmente pertenecían a terceros.
Siento que se traiciona a los padres del liberalismo cuando se les utiliza para defender que no haya aranceles. Cuando no puedes competir con las mismas reglas, los aranceles pueden llegar a ser, excepcionalmente, una medida de defensa necesaria, no querida, no buscada. Si, además, las reglas del comercio internacional provoca en algunos países la destrucción social, por la falta de industria y empleos reales, el tema se complica. Cuando la dinámica lleva a que un país tenga, directa o indirectamente, el control de todo, es evidente que algo hay que cambiar. El problema real no es Trump, sino el futuro con China: Trump se irá y el problema continuará, si no se cambia el sistema actual. Si, adicionalmente, el sistema productivo y comercial acrecienta la destrucción del planeta fruto de incentivar un consumismo desorbitado, necesario para justificar la producción incontrolada de bienes y servicios, las cosas se complican aún más. Trump quizá no está pensando en todo esto, pero su intuición le lleva a afrontar un problema que otros no solo han tapado y ocultado a sus ciudadanos, sino que también lo han acrecentado movidos por intereses particulares. Por eso llama la atención que los intelectuales, periodistas y analistas críticos, supuestamente independientes, bien informados e intencionados, no digan nada al respecto. Como si los problemas económicos y sociales se acabaran con tener aranceles bajos para facilitar el comercio y poder comprar mucho y barato; más bien, al contrario: se incentiva, prolonga y acrecientan los problemas de un consumismo desorbitado.
Cuando un economista debe analizar la bondad de algo, es clave contabilizar no solo los beneficios, sino también los costos: todos. Por eso, los economistas liberales, que muchos de ellos eran moralistas, matizarían ciertos principios liberales ante el fenómeno llamado China y las reglas de producción y de mercado con las que juega.
El outsouring comercial ha incentivando la productividad, en parte, cierto, pero sobre todo ha permitido ganar en rentabilidad, en el margen de beneficios, favoreciendo que el ciudadano promedio haya podido acceder a niveles de consumo sin precedentes en la historia. La globalización bajó el precio de muchos productos, pero subió el de otros, volviéndose a veces un consumo prohibitivo a nivel local para la clase media y baja, precisamente por la ley de la oferta y de la demanda: el producto premium (nacional) se acaba consumiendo allá donde mejor se pague. El café colombiano, la carne paraguaya, etcétera, son pequeños ejemplos, entre muchos otros, del fenómeno mencionado.
Si bien estos hechos, por otro lado inevitables, en un contexto de globalización y libre mercado, no plantearían ningún dilema a un padre del liberalismo, sí lo haría, en cambio, el costo social y moral de todo este sistema. Cuando un economista debe analizar la bondad de algo, es clave contabilizar no solo los beneficios, sino también los costos: todos. Por eso, los economistas liberales, que muchos de ellos eran moralistas, matizarían ciertos principios liberales ante el fenómeno llamado China y las reglas con las que este gigante juega. Estoy seguro de que ellos verían con buenos ojos defender la competitividad y el trabajo nacional, así como también un sistema de comercio internacional más razonable, equilibrado y recíproco. No descarto que también, con la conciencia social, global y planetaria de hoy, criticarían un sistema productivo y comercial que destruye el planeta a ritmos vertiginosos, incompatibles con una conciencia ética. Creo en la libertad, pero antes en la supervivencia: de todos, no solo de China, no sólo de unas cuántas generaciones. La mirada ética siempre debe incluir el largo plazo; el destino que nos depara, con las condiciones actuales, exige una reflexión y un cambio de rumbo. Las decisiones, las formas y el estilo de Trump, por supuesto cuestionables, no nos deben nublar la mente y caer en el error de no reconocer la parte de razón que tiene razón.
Pablo Álamo
PhD en Economía y Empresa
CETYS Graduate School of Business
@pabloalamocoach
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