En este mundo es difícil encontrarse con una relación de pareja sana en la que exista una igualdad en el campo de las obligaciones al interior del hogar. Es decir, en la que los dos se entreguen a la familia y aporten de la misma manera. Generalmente, la mujer entrega más de sí misma en una relación porque desde muy pequeña, a partir de la educación machista, se le ha enseñado de forma consciente e inconsciente a ser servicial, atenta y amable. Parece que se nos hubiera implantado el chip de la entrega. Y esta es una de las raíces para que se de la violencia entre las parejas: el que uno sea más consciente, maduro y entregado; mientras el otro actúe como un niño eterno, incapaz de asumir responsabilidades. Por ejemplo, algunos hombres gastan gran parte del sueldo en alcohol, o los que no trabajan ni ayudan en los quehaceres de la casa dejan, de esta manera, toda la responsabilidad del hogar a la mujer, propiciando reclamos justificados por parte de su esposa, los cuales son respondidos, normalmente, con violencia por parte del marido.
También puede pasar que nos encontramos con uno que otro hombre que se entrega a su esposa y familia, pero este es un bicho raro entre una gran masa que solo ve a la mujer como un objeto que debe satisfacerlo y atenderlo. Es como si lo femenino significara ser mitad puta y mitad madre o nodriza del esposo. Así de perversa es la mirada que se tiene sobre la mujer, aunque la sociedad la niegue.
Vivimos, infortunadamente, en un mundo al que lo caracteriza la subvaloración de lo femenino. Y eso es el machismo: percibir a la mujer como un ser menos inteligente, menos fuerte y menos valioso al que, además, se le achacan todas las culpas del universo. Esto lo vemos, por ejemplo, cuando se dice que su cuerpo o la forma como va vestida es la causa por la que la violaron, o cuando se plantea que el hecho de que al acceder a una invitación de un hombre, está implícito que ella deba aceptar ser manoseada. Esto en el mejor de los casos.
Yo, como cualquier otra, he asistido a citas en las que he sido acosada sexualmente, y también he sido acusada por otras mujeres de haber propiciado aquello al aceptar la invitación de alguien que consideraba un amigo o un simple conocido con el que pensaba que se podía compartir un café o una cerveza.
En mí experiencia he conocido diversas clases de machismo. El machismo que no te permite ser independiente; aquel en el que consideran que eres un trofeo y en donde creen que los regalos y el factor económico sostienen la relación; y, por supuesto, también el machismo en el que se plantea que el hombre es el maestro y el iluminado. Alguna vez un gran amigo me dijo: todo hombre es machista solo que de forma diferente y en una intensidad distinta. Estoy de acuerdo con su apreciación y con algo más, un buen número de mujeres también son machistas y eso complica las cosas para que la mirada frente a lo femenino cambie.
La mujer es vista como una loca o como alguien fastidioso e histérico por pedir ser respetada en cualquier contexto, por levantarle la voz a un hombre como forma de exigir respeto. Desde el punto de vista de muchos, la mujer no debería seguir luchando por sus derechos porque, supuestamente, vivimos en un mundo donde nosotras tenemos más garantías que los hombres y, en ningún momento somos violentadas, aunque las noticias y estadísticas nos informan que 7 de cada 10 mujeres son agredidas por su pareja. Solo en Colombia en el 2016 fueron asesinadas 970 mujeres por su pareja, expareja o un hombre ajeno a su vida. Si el maltrato a la mujer no es violencia de género producto del machismo, entonces vivo en un mundo donde existen los unicornios voladores, pero por mi ceguera no los he visto. Esto es como negar que un día soleado nos puede quemar la piel.