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Un día cualquiera, acosado por los afanes de descubrir nuevas historias, le eché mano al diccionario geográfico del Instituto Agustín Codazzi. Buscaba homónimos de Bogotá. La mayor ciudad del país debía tener una hermana refundida en algún lado, y los contrastes suelen dar buenas historias.

En la página 263 aparecieron 14 lugares, ríos y quebradas con el nombre Bogotá. Me quedé con un punto de Boyacá, por ser una zona rural aparentemente rezagada frente a su hermana mayor. El diccionario decía: "Sitio en el municipio de Tota, departamento de Boyacá, al suoeste de la cabecera municipal. Comunicado a ella por camino de herradura y carretera".
Los datos fueron certeros y, efectivamente, la primera imagen que apareció al llegar a esa Bogotá fue la de un hombre que araba un terreno, junto a la carretera, con una yunta de bueyes. De inmediato supe que tenía una historia.
Estas son la historia y las imágenes del viaje a Bogotá.
 
 
Bogotá tiene una hermana chiquita y pobre
Por: José Navia

 
 
A unas cinco horas de pavimento y trocha desde Bogotá, en la parte alta de
un páramo devastado por cultivos de papa, existe un caserío disperso que
lleva el mismo nombre de la capital colombiana.
En este pedazo de tierra llamada Bogotá, lejos del bullicio, el estrés y la
contaminación de la gran ciudad, solo se ven pajonales amarillentos y unos
arbustos enclenques, como el chilco, que al decir de los campesinos no sirve
para nada, excepto alimentar el fuego en las noches más gélidas.
La única vía que comunica a esta Bogotá de otro siglo con el resto del mundo
es un camino angosto, ondulante, tapizado de guijarros afilados y de una
greda de color amarillento que en invierno se pega como chicle a la suela de
los zapatos.
El sendero empata con la carretera pavimentada que viene de Sogamoso y que
cruza por el centro de Iza, Cuitiva y Tota.
Después de este último municipio aparecen imágenes de hace tres siglos. Como
en una finca a la entrada de la vereda Sunguvita, donde Luis González, un
joven campesino, y su esposa, arrean una yunta de novillos que jalan un
arado de madera sobre el barbecho donde sembrarán alverja.
–Yas’tan cerquita. Onde don Guillermo Cruz todo eso es Bogotá –nos dice en
Pozo Turbio, dos kilómetros antes de coronar el páramo, Marta Duquino, una
campesina rolliza y amable, de sonrisa desdentada y mejillas quemadas por el
sol.
A cinco minutos, en una planicie azotada por ráfagas de viento frío, aparece
la casa de Guillermo Cruz.
Es una construcción de ladrillo y bahareque, en cuya entrada sobresalen una
vieja camioneta Ford, algunas gallinas, una niña de rostro angelical, de
ruana y sombrero, y varios perros sin raza.
Cruz, un obeso cultivador de papa, haba y alverja, saca una mano recia y
regordeta por debajo de la ruana para saludar. Lo mismo hace su padre,
Daniel. Este último tiene 65 años, pero aparenta unos 10 años menos.
Él atribuye su longevidad a que en Bogotá se alimentan con lo que les da la
tierra y a que nunca –o casi nunca– parrandean, porque entre otras cosas, no
hay donde. Los dos bailaderos más cercanos están en Pesca, una vereda
vecina, ubicada a una hora a pie, y solo abren los fines de semana.
Tampoco existe un servicio de transporte. La mayor parte de los campesinos
andan a caballo o en bicicleta.
El único vehículo colectivo es el microbus que lleva a los profesores y a
unos 15 alumnos al colegio de la vereda Corales.
Hay energía eléctrica y acueducto. El agua solo llega cada ocho días, por lo
que muchas personas se surten de aljibes.
La única tienda de la zona es la de Marta Duquino, pero esta mañana de marzo
su inventario no supera las tres cajas de cerveza.
En carro, esta Bogotá chiquita y pobre se atraviesa en unos tres minutos. La
frontera es una quebrada de aguas lentas, junto a un cultivo de alverja y a
un pastizal donde se alimentan las cinco cabras de Pedro Antonio Lemus,
quien vive en uno de los extremos del caserío.
Aquí, la mayoría de los habitantes se acuesta entre 8 y 9 de la noche. No
hay mucho que hacer aparte de escuchar rancheras, vallenato y música
carranga.
Además, el frío, que a veces bordea los cero grados, no permite mayores
actividades después de las seis de la tarde.
Héctor Nomesque, el locuaz fontanero de Sunguvita y Corales, hace cuentas de
los televisores que hay en las 20 viviendas que conforman el caserío.
Concluye que no pasan de cinco y “apenas cogen tres canales”.
“¿Neveras..? hummmm… Si acaso hay una”, dice Nomesque, quien hace más de una
década trabajó como albañil en Bogotá, la capital, pero se devolvió a su
tierra.
Como él, un buen número de estos bogotanos boyacenses ha trabajado en la
capital de país. Daniel Cruz, por ejemplo, se fue antes de los 10 años con
un primo que lo puso a cortar ladrillo en los chircales de San Isidro, en
las lomas del suroriente de la ciudad.
Cuando tenía 25 años regresó al caserío. Allí se enamoró de Tránsito Herrera y no
volvió a salir de su Bogotá. Con Tránsito tuvo seis hijos que viven en las
veredas cercanas. “Uno ya viejo qué va a hacer a una ciudad, si lo único que
sabe es coger la pala”, dice.
A los jóvenes tampoco los deslumbra la otra Bogotá. Eliécer Talero, un
muchacho tímido, intentó quedarse en la capital después de pagar servicio
militar y solo consiguió trabajo en la ‘rusa’ (albañilería). Por eso decidió
regresar al campo.
Pero en la ciudad conoció los teléfonos celulares y esos sí lo encandilaron.
Bajo la ruana carga un aparato por el que pagó con gusto los 280 mil pesos
que se ganó desyerbando cultivos de papa durante un mes.
Eliécer, al igual que casi todos sus vecinos, le dicen Bogotacito a este
caserío, para distinguirlo de la ciudad de los ocho millones de habitantes.
Nadie tiene una versión definitiva sobre el origen del nombre. Daniel Cruz
afirma que se debe a que el lugar se encuentra dentro de una antigua finca
que tenía ese nombre.
Marta Duquino tiene la versión más arriesgada sobre el tema. Dice haber oído
que en este lugar unos alemanes que venían de los llanos, por el camino de
Casanare, iban a fundar una gran ciudad para hacerle competencia a la que
hoy es la capital.
josnav@eltiempo.com.co 

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