‘Mechas’ es uno de esos personajes que uno duda de que existan en la ciudad. El motivo de incredulidad no es el personaje en sí, sino el oficio que desempeña. ‘Mechas’ vende ropa interior femenina de segunda… ¡Usada..! Sus clientas son las prostitutas de los sectores de Alameda y Santa Fe. Ellas, además le compran ropa para espectáculos de streap tease y ropa deportiva para los días en que no trabajan. También los barman y porteros de los prostíbulos se han convertido en sus clientes. Para todos ellos, ‘Mechas’ escoge con esmero las prendas que le encargan. Dedica días enteros a esculcar en las casetas de ropa usada de la Plaza España, en busca de unos pantys de cuero o un baby doll con lentejuelas. La historia de ‘Mechas’ y el lugar por el cual se mueve es nuestro relato de esta semana. Sin olvidar, claro está, el objetivo principal de esta serie de escritos: la ropa usada y el uso de la ropa en la dinámica de estos trayectos de ciudad. No sé qué será de la vida de ‘Mechas’ desde que lo entrevisté, hace años, para esta crónica, que se pasea por un sector poco conocido de Bogotá.
EL TERRITORIO DE ‘MECHAS’
«Una niña para trabajar en la vida alegre tiene que estar a la moda»
Un Buda del tamaño de un niño de tres años, de color dorado, al que las prostitutas le soban la barriga para que les traiga clientes, es una de las imágenes de la clandestinidad de la Troncal de la Caracas, de la 19 hacia el norte, hasta la avenida 26.
Son cuatro cuadras que comparten, especialmente, los autopartistas, las prostitutas, los travestis, las vendedoras de flores, los almacenes de grecas, un club de bolos, los homosexuales y los clientes de todos los anteriores.
Minifaldas reveladoras de la celulitis y del color los pantys, blusas traicioneras, despiadadas para los cuerpos que hace rato dejaron de ser esbeltos, botas altas y rostros pintarrajeados, marcan la entrada a esta parte de la ciudad. A mitad de la primera, varias rubias altas y despampanantes, de shorts, senos al aire, botas y sombrero vaquero, sonríen a los transeúntes desde un gran afiche desteñido. «Lindas y ardientes chicas lo esperan», refuerza en voz baja un muchacho de chaqueta deportiva y jean blanco bota tubo.
Los buses que van para el sur obedecen las órdenes del semáforo. Desde las ventanillas, los pasajeros siguen con atención el movimiento de la cuadra, cuyas puertas se abren hacia las once de la mañana. Lo clandestino de la Caracas está, a partir de esa hora, detrás de un biombo de triplex pintado de negro y adornado por el afiche de una mujer con aspecto de modelo de Play Boy. Adentro solo se ven cinco o seis luces tenues, rojas y verdes, sobre una pista de madera.
El sueño muere cuando los ojos se acostumbran a la penumbra del local. Las trece mujeres que deambulan entre las mesas del negocio y que acompañan a los escasos clientes, no tienen parecido alguno con las del afiche. Es más, parecen su negación.
Cerca a la puerta, el chaleco verde, la camisa blanca y el pantalón negro, de prenses, identifican al portero de la whiskería el Club de Porkis, uno de las 14 prostíbulos que funcionan con el nombre de whiskería o Club Social sobre la troncal de la Caracas, en los barrios Alameda y Santafé.
Este es el territorio de Gilberto Lizarazo, ‘Mechas’, un hombre que desde hace 25 años vive de venderles ropa usada a las prostitutas y a otros trabajadores de este sector. Lizarazo compra en las casetas de la Plaza España jeans, zapatillas deportivas, ropa interior y atuendos de lentejuelas y encaje para espectáculos de strip tease. A esta última, Lizarazo le dice simplemente: «Ropa para cho (show).»
«Una niña para trabajar en la vida alegre tiene que estar a la moda», sentencia Lizarazo. Es de estatura mediana, un mechón de pelo castaño, liso, le cae sobre la frente. Es de piel clara y hoy su mayor preocupación es que a las prostitutas les digan prostitutas. «Es que suena muy fuerte, mano», dice ladeando un poco la cara.
Por estos días, el hombre baja a la Plaza España en busca de blusas estilo Shakira y pantalones de lycra, «apretaitos, tallaitos arriba y bota campana.» Pero no descuida lo que siempre es moda en estos sitios, especialmente en las tabernas de strip tease: ropa de lentejuelas, shorts y chalecos en cuero, tangas brasileras, pantys y brassières de encaje. ‘Mechas’ también les vende a las prostitutas la ropa «para cuando no están de servicio». En su surtido, ‘Mechas’ incluye vestidos para los hijos y para los maridos de sus clientas. El hombre calcula que diariamente les vende a unas 15 ó 20 personas entre porteros, cajeros, disk jockey, meseros y «niñas de la vida alegre», como él llama siempre a sus clientas. Nunca les dice putas o prostitutas, a pesar de que utiliza un vocabulario de grueso calibre cuando alguna de ellas no le paga a tiempo. A veces le dejan una cadena de oro o un reloj en garantía, hasta que pagan la deuda, lo cual ocurre invariablemente en las tardes, cuando ya han entrado unas cuantas veces a las piezas con sus clientes.
«Mirá esta falda. Yo creo que le queda buena a aquella… pobrecita no ha bajado bandera porque no tiene una buena minifalda. En pantalones nadie se lo pide», dice Amparo, una rubia de cabello corto, de unos 40 años, y prostituta desde hace 15, mientras despliega entre sus manos una prenda terciopelo negro. La falda es para una amiga de Amparo que hace poco comenzó a trabajar en el sector y que no tiene ropa llamativa.
«Es que a los hombres les gusta mirar es culo y tetas y si no, no se animan. ¡Vea!, yo me recojo la falda para que se me vea bien alta, y cuando ya me voy me la bajo», agrega Amparo al tiempo que se levanta la chaqueta para enseñar los dobleces que tiene su falda en la cintura.
Wilson, un joven que trabaja de portero en un salón de strip tease, en la Caracas con 19, es otro de los clientes de ‘Mechas’. «Ese man es cotizado, ese man no se pone cualquier cosa», dice ‘Mechas’. Wilson tendrá unos 20 años, es moreno, alto y delgado. Lleva una esclava plateada en su muñeca derecha. «A mí me gusta vestir bien, me gusta la buena ropa… yo siempre se la encargo a él (a ‘Mechas’), el hombre se demora un poquito pero me la consigue a mi gusto», relata Wilson, quien le compra a ‘Mechas’ hasta los zapatos, todo de segunda.
Lizarazo ha ido aprendiendo los secretos y caprichos de sus clientes. «Me hago unos tres viajes al día a la Plaza España, según los pedidos que tenga, a ellas les gusta mucho ponerse ropa parecida a la que se ponen las actrices, no ve que así se cotizan y levantan más clientes o marido, hay niñas que duran por ahí tres años hasta que consiguen platica o algún cliente se enamora y se van con él… es como todo», dice ‘Mechas.
«Yo comencé en el pasaje de los esmeralderos, en la 14, en el café Carusso, el Furatena… allí estaban los billares. Les vendía sobre todo a los barman, a los porteros, a los administradores. De ahí pase a venderles a las niñas del Santafé, del Alameda. Toda sardina que trabaja en la actualidad en casa de ‘sho’, desde la más humilde hasta la más ricachona pide lo más modernito.
Esas niñas tienen que estar a la moda. Ya no hay chinas, como hace años que se vestían como camperitas… no, no no, ya están como muy civilizadas. Se visten según la especialidad. Por ejemplo, las niñas de ‘sho’ usan ropa de lentejuelas, cosas de cuero, tangas de hilo, brasileras, brassières con bastantes lentejuelas. Otras compran la ropita así talladita, apretadita, y falda cortica, mostrando todo el peluche. Hay niñas que se visten así todas cotizadas, estilo monjas, con vestido largo, bien elegantes bien presentadas. ¿Si ve? uno tiene que estar en la jugada y tirar a ganar poquito pero seguro. En eso llevo 25 años, yo me vine a pagar servicio en la Policía Militar y me quedé trabajando independiente porque me da más resultado.
«A mí me consigue en la Plaza España por ahí a las nueve de la mañana. A medio día voy por segunda vez. Y me hago otro viaje por ahí a las tres y media o cuatro y a veces me quedo por ahí hasta las ocho o nueve tomando agua bendita», remata Gilberto Lizarazo ‘Mechas’.
En uno de los bares de la Caracas trabaja Esmeralda, una caleña que hoy está vestida de verde absoluto, incluido el moño con que aprisiona, en forma de cola de caballo, su pelo negro y ondulado. Es de piel canela, de unos treinta años, delgada y, aparentemente, muy alegre. Lleva un vestido de raso y satín más arriba de la rodilla, medias veladas y zapatos de tacón alto. Todo es verde, salpicado por el reflejo de las luces rojas y azules que mantienen el lugar en penumbra. Dice que le gusta vestirse todos los días de un solo color, pero que el nombre siempre es el mismo.
En el segundo piso de otra edificación está el Buda dorado sobre un pequeño pedestal de madera. Las prostitutas, unas quince, casi todas muy jóvenes, le soban la barriga cuando se acercan a la barra, sin embargo esta noche parece que no les ha traído mucha suerte, a juzgar por los tres clientes solitarios que consumen jarros de cerveza.
La prostitución en este sector comenzó a principios de los 60. El barrio se fundó y se consolidó entre 1940 y 1950, y lo habitaban migrantes europeos, la mayoría judíos alemanes y polacos, como los Ciaphiro, Lilienthal, Goldestein. Estos construyeron edificios de cuatro y cinco pisos y arrendaron los apartamentos. Además de los extranjeros, en el sector se veían los uniformes de oficiales del ejército, de alta graduación, y los trajes de paño importado de connotados políticos.
Casi todos los nacionales se fueron hacia el norte después del 9 de abril del 48 y los judíos regresaron a Europa al terminar la segunda guerra mundial. El barrio quedó, entonces, en poder de estudiantes universitarios, sobre todo costeños, que arrendaron los apartamentos.
Las prostitutas llegaron a principios de los 60, aunque ya existía el cabaret El Príncipe donde los clientes convencían a las meseras de que los acompañaran a la Pensión Lima, la única en esa época. Luego apareció Villa Cecilia, una costosa y muy reservada casa de citas ubicada en una casa de dos plantas, a tres cuadras de la Caracas. A esta le siguieron otras que ni las protestas callejeras, con acordeón incluido, de los estudiantes costeños, ni los sermones del cura pudieron erradicar.
Al contrario, crecieron hasta salir de la relativa privacidad de las casas de citas, y de cierto recato en el vestir, a la exhibición callejera de encajes, pantys, brassières y desproporciones de la carne.
Esta situación llegó al punto de que el comité cívico del barrio Alameda buscó un acuerdo con las mujeres de la calle 13A, paralela a la Caracas, para que estas, no se mostraran en las aceras en tales condiciones.
Para garantizar la medida, las autoridades ordenaron instalar rejas metálicas y determinaron que las mujeres ofrecieran sus servicios desde los pasillos y ventanas de la decena de residencias que hay en esa cuadra. Desde entonces, a las protitutas de la calle 13 A con 19 se las conoce con el despiadado nombre de ‘Las enrejadas’. Ellas también le encargan a ‘Mechas’ la ropa minúscula con la que se exhiben a lado y lado del callejón de aspecto inquietante que se desprende de la avenida 19 hacia el norte.
En eso ha cambiado mucho Bogotá. A principios del siglo XIX la única manera de distinguir a las disimuladas guarichas, de las verduleras, aguadoras, sirvientas y lavanderas de la ciudad, era por los anillos de «la mas barata y ordinaria bisutería» que aquellas se colocaban en los dedos de los pies, «y en los tobillos cadenas y ajorcas igualmente toscas». Para diferenciarlas no se necesitaba ser demasiado observador, pues todas las mujeres de las clases bajas bogotanas andaban descalzas.
De día, la actividad de las prostitutas que trabajan en la Troncal de la Caracas y la de los porteros, que además reparten sugestivos tarjetas y volantes, se mezcla con la ropa de trabajo de los vendedores y mensajeros de los almacenes de autopartes, y con la de paño de los oficinistas, de los clientes de los almacenes y de la informalidad de los estudiantes de la Universidad Incca que bajan buscar bus a la Caracas.
Los ñeros también caminan por estas cuadras, lo mismo que algunos ladrones a los que a veces corretean los uniformes policiales. La inseguridad en este lugar es tanta que los vecinos contrataron en una época vigilantes de overoles negros y botas militares para que patrullaran durante toda la noche.
Apenas caen las sombras, las minifaldas y las blusas de las prostitutas de la calle, por muy cortas y escotadas que sean, se ven recatadas ante el vestuario exhibido por sus competidoras nocturnas de las calles 23 y 24. Del fondo de estas calles surgen figuras femeninas, espigadas, de cabello exuberante, la mayoría rubias, montadas en zapatillas de plataforma y de tacón aguja. A pesar del frío, casi todas lucen ligueros y ropa interior de encaje, negra o blanca, sobre sus cuerpos delgados.
No son pocos los hombres que se confunden, sobre todo los borrachos, y las llevan al cuarto de alguna residencia. Pero quienes usan estos tramos con mayor asiduidad saben que estos figurines de revista son en realidad travestis que esperan subirse al automóvil de algún cliente y, por lo que cuenta el comité de vecinos y la policía, la clientela es amplia y dueña de vehículos costosos.
‘Mechas’ también les vende ropa usada a algunos de estos travestis. «Son más cotizados que las niñas, compran ropita alegre como le digo yo, brillante, cortica, ropita de lycra que les horme el cuerpo y zapatico alto. Hay unos poquitos que trabajan revueltos con las mujeres, y pasan como mujer y usted los ve y dice: noooo, es una mujer. Y pues sí, el cuerpo, la forma de vestir, la forma de expresión es todo de una mujer, pero no. Es una niña de antena parabólica… yo las llamo así», dice ‘Mechas’.
Además de los uniformes café, negro y gris de algunos vigilantes, este tramo de la Troncal termina en los puentes de la 26 con la imagen de las vendedoras de la plaza de las flores. Casi todas ellas pasan de los 40 años y tienen aspecto campesino. Trabajan protegidas con guantes, blusas de dril o con delantales de grandes bolsillos en los que echan las monedas y billetes sin ningún orden.
Sus principales clientes casi siempre visten de oscuro o de gris, pues la Plaza de las Flores es un lugar obligado para los dolientes que visitan el cementerio central, ubicado a unos cien metros hacia el occidente, sobre la avenida Eldorado.
(José Navia)
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Muy buen articulo, y asi es la realidad, hay formas inexplicables de levantarse «la papita»,
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Buen artículo, entretenido y diciente de una Bogotá tan sórdida como encantadora.
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mientras la tal mechas no le de por vender condones de segunda que rebusca en las canecas de la plaza españa o que le de por venderlos para que hagan chicles no joche y yo mastcando chiche tuuf. tuuuff
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