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A principios de los 70 el teatro Municipal de Popayán presentaba películas de Tarzán, de vaqueros y de luchadores enmascarados en sus funciones matinales de los domingos. Blue Demon era el ídolo de muchos de nosotros. Hasta guardo una máscara del demonio azul traída hace poco del mismísimo México y otra, de fabricación colombiana, un regalo de los Gemelos Halcón, estilistas y caballeros del cuadrilátero.
El mexicano de la máscara azul rey, que murió en diciembre del 2000 de un ataque cardíaco en plena calle del D.F., a pocas cuadras de su casa, molía enemigos a dos manos sin importar su origen o sus poderes. Peleó en el cine con vampiros, zombis y extraterrestres… se dio en la jeta con Huracán Ramírez, El Santo, Mil Máscaras y el Médico Asesino.
Los íconos del pueblo, como llama a estos gladiadores Carlos Monsivais en su crónica sobre El Santo en Los rituales del caos, desataban en los muchachos de barrio una sensación hipnótica, igual a la que ejercía Johnny Weissmuller, el más autentico Tarzán de los monos de la historia de Hollywood.
Por el estruendo que hacían hace unos años mis hijas frente al televisor, la sensación con los enmascarados debe ser parecida a la que despertaron en generaciones recientes personajes como Las Tortugas Ninja, Dragon ball, Sakura, Sailor Moon… solo que los ídolos de los 70 eran de carne y hueso… al menos parecían más reales.
Entonces… ¿cómo no buscar luchadores si el oficio de cronista me permite, entre otras cosas, tránsitar por el mundo de la nostalgia personal?
El que sigue es el primer relato de estos ídolos del pueblo, íconos del pueblo bogotano… es también una historia para aquellas personas que acompañaron a sus estrellas desde los coliseos rutilantes y abarrotados de los años 70 hasta los discretos escenarios del sur de Bogotá, donde los luchadores vivieron, o sufrieron el olvido de la ciudad hasta que nuevos promotores los regresaron hace poco al coliseo El Campín y al Festival de Verano de Bogotá.

Blue Demon y El Santo, eternos rivales.

LOS ALUMNOS DEL TEMPLO DE LAS ESTRELLAS
JOSE NAVIA

En una calle oscura del barrio Santa Lucía, tras una puerta angosta por la que se escapa la luz blanquecina del neón, funciona la única escuela para luchadores profesionales de Bogotá.
Es una especie de bodega rectangular, con pesas, aparatos de gimnasia, y paredes forradas con afiches de hombres enmascarados, musculosos y algo panzones. En el fondo está el ring en el que diez aprendices de luchador se azotan contra la lona.
El sitio huele a sudor concentrado y añejo. Durante tres días a la semana, lunes, miércoles y viernes, entre siete y nueve de la noche, hombres aparentemente rabiosos pisotean a sus rivales en el piso, los levantan agarrados del pelo, los hacen volar y los estrellan contra el entarimado en medio del estruendo y de un Aggggggg!. de apariencia terminal.
Aquí no hay ayayays, solo bufidos sordos, jadeos, palmadas contra el piso, cientos de Agggggg!. y uno que otro ¡jueputa… ! entre los dientes apretados.
Este lugar del sur de Bogotá parece hecho solo para hombres rudos bautizados con nombres intimidantes como El Rayo, El Jaguar o Destroyer. Pero esta noche, un poco antes de las ocho, aparece en la puerta una mujer menuda, de cabello castaño, ensortijado, vestida de botas verdes tipo militar, jeans y buso de lana. Debe tener unos 42 años.
Es Gloria Duque, dueña del gimnasio y luchadora profesional desde hace 15 años, aunque ahora está en receso. El Misil, un gigantón feroz, de unos 28 años, que combate con pantalón camuflado tipo militar, la ve venir y se deshace de un aprendiz estrellándolo contra el piso. El hombre salta del ring y va al encuentro de la mujer.
“Quiubo mami”, le dice El Misil. Y le estampa un beso en la mejilla. Todos los luchadores profesionales de Bogotá le dicen Mamá a esta mujer.
Cuando era adolescente, Gloria Duque se hizo amiga de algunos luchadores profesionales. Los acompañaba a las peleas y a actividades sociales. Un día, a Gloria le presentaron al hermano de El Sicodélico, un luchador excéntrico. Ella se enamoró del muchacho, pero ignoraba que su nuevo novio también peleaba, oculto bajo una máscara y con el apodo de El Ídolo.
“Una vez yo estaba en primera fila cuando subió El Ídolo al ring. El se quedó mirándome fijo por un rato. Y yo lo descubrí por los ojos y por la boca, pero me quedé callada hasta que él me lo confesó una noche, durante el matrimonio de El Tapatío”, dice Gloria Duque.
El noviazgo con El Idolo duró tres años, pero Gloria siguió metida en este mundo. Aprendió a pelear y se enmascaró, pero también prefiere guardar su identidad.
La escuela de Gloria Duque lleva el ostentoso nombre de El Templo de las Estrellas. Aquí los aprendices pagan veinte mil pesos mensuales. Algunos viajan más de una hora en bus, entre trancones de hora pico, para asistir a los entrenamientos. Vienen de Engativá, 7 de Agosto, Fontibón, San Francisco y San Jorge, entre otros barrios.
La ilusión de todos ellos es subir enmascarados al ring. Como Jorge Ramírez, alumno y administrador del gimnasio, quien cuenta que debutó este año en el coliseo del barrio Policarpa.
En este lugar se realizan, desde hace unos cinco meses, los encuentros de lucha libre. Las peleas estuvieron suspendidas durante más de cuatro años, desde el cierre del coliseo de la 22 sur, que se convirtió en taller de mecánica y ahora es un templo cristiano.
Gloria Duque calcula que en el escenario del Policarpa se reúnen, en promedio, unas 800 personas durante las veladas de los sábados.
Algunos aprendices del Templo de las Estrellas, como René Cortés, Erney Matiz y Mauricio Rojas también intentan llegar a los carteles del Policarpa.
“Yo ya tengo mi máscara, pero todavía no quiero subir”, dice Cortés, quién estudia computación, y es hijo de un gigantesco luchador de los años 80 conocido como La Montaña Cortés .
Matiz, un mecánico de autos del barrio La estrada, también espera subir enmascarado “si Dios me lo permite”. Su amor por la lucha viene desde la época en que su mamá lo llevaba al teatro Faenza, en el centro de Bogotá, a ver películas de El Santo y Huracán Ramírez como premio por sus buenas calificaciones.
Rojas, también mecánico, comenzó a entrenar en un potrero de Puente Aranda, guiado por el estilista Fishman, un veterano luchador bogotano a quien sus compañeros llaman el abuelo y le hacen bromas con su edad debido a que es, quizá, el único sobreviviente de los gladiadores de los años 70.
Fishman aun lucha enmascarado. También conserva un cuerpo ágil y elástico que usa para hacer volteretas espectaculares desde las cuerdas.
Rojas, su aprendiz, prefiere este estilo depurado. Los técnicos son los más aplaudidos, porque representan el bien, mientras que los rudos, que usan nombres como El Monstruo del Pantano o Los Enterradores, simbolizan el mal en el mundo de la lucha profesional.
Ninguno de estos muchachos dice estar en la lucha por dinero. Sin embargo, no descartan que un día puedan firmar buenos contratos en Venezuela, Ecuador o México.
“Esto es algo que se lleva en la sangre”, dice Ramírez, quien se niega a revelar la identidad que ha adoptado como luchador. “La máscara es algo sagrado y el que la pierde en un combate tiene que retirarse o resignarse a pelear destapado, pero con menos prestigio”, agrega.
Ramírez dice que la lucha profesional no es solo pantomima, como muchos afirman. En prueba de ello enseña, en la mitad de su frente, la huella que le hicieron con una manopla metálica. Una persona que no esté entrenada para recibir estos golpes o para caer, no soportaría ni cinco minutos, dice.
Quizá por el rigor de los entrenamientos, este gimnasio tiene un alto índice de deserción. Ahora hay diez alumnos que llevan entre diez meses y dos años de entrenamiento regular. En promedio, un aprendiz necesita dos o tres años para pelear a nivel profesional.
El entrenamiento de esta noche está a punto de terminar. El instructor de El Templo de las Estrellas les ordena que suban a combatir por parejas.
Rojas, estilista, y Cortés, rudo, se trepan al cuadrilátero. Se miran como fieras. “Es suyo!… es suyo!” grita uno de los maestros. Rojas aplica un lanzamiento de artes marciales y hace volar de espaldas a su compañero. Lo patea cuando intenta levantarse y lo inmoviliza contra el suelo con una llave al brazo. El rudo implora….
Y eso que Rojas representa a los buenos dentro del ring…

Nota: La próxima semana les presento a la novia de Chucky, Gatubela y otras jóvenes luchadoras bogotanas.

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