Un día cualquiera, acosado por los afanes de descubrir nuevas historias, le eché mano al diccionario geográfico del Instituto Agustín Codazzi. Buscaba homónimos de Bogotá. La mayor ciudad del país debía tener una hermana refundida en algún lado, y los contrastes suelen dar buenas historias.
A unas cinco horas de pavimento y trocha desde Bogotá, en la parte alta de
un páramo devastado por cultivos de papa, existe un caserío disperso que lleva el mismo nombre de la capital colombiana. |
En este pedazo de tierra llamada Bogotá, lejos del bullicio, el estrés y la
contaminación de la gran ciudad, solo se ven pajonales amarillentos y unos arbustos enclenques, como el chilco, que al decir de los campesinos no sirve para nada, excepto alimentar el fuego en las noches más gélidas. La única vía que comunica a esta Bogotá de otro siglo con el resto del mundo es un camino angosto, ondulante, tapizado de guijarros afilados y de una greda de color amarillento que en invierno se pega como chicle a la suela de los zapatos. El sendero empata con la carretera pavimentada que viene de Sogamoso y que cruza por el centro de Iza, Cuitiva y Tota. Después de este último municipio aparecen imágenes de hace tres siglos. Como en una finca a la entrada de la vereda Sunguvita, donde Luis González, un joven campesino, y su esposa, arrean una yunta de novillos que jalan un arado de madera sobre el barbecho donde sembrarán alverja. –Yas’tan cerquita. Onde don Guillermo Cruz todo eso es Bogotá –nos dice en Pozo Turbio, dos kilómetros antes de coronar el páramo, Marta Duquino, una campesina rolliza y amable, de sonrisa desdentada y mejillas quemadas por el sol. A cinco minutos, en una planicie azotada por ráfagas de viento frío, aparece la casa de Guillermo Cruz. Es una construcción de ladrillo y bahareque, en cuya entrada sobresalen una vieja camioneta Ford, algunas gallinas, una niña de rostro angelical, de ruana y sombrero, y varios perros sin raza. Cruz, un obeso cultivador de papa, haba y alverja, saca una mano recia y regordeta por debajo de la ruana para saludar. Lo mismo hace su padre, Daniel. Este último tiene 65 años, pero aparenta unos 10 años menos. Él atribuye su longevidad a que en Bogotá se alimentan con lo que les da la tierra y a que nunca –o casi nunca– parrandean, porque entre otras cosas, no hay donde. Los dos bailaderos más cercanos están en Pesca, una vereda vecina, ubicada a una hora a pie, y solo abren los fines de semana. Tampoco existe un servicio de transporte. La mayor parte de los campesinos andan a caballo o en bicicleta. El único vehículo colectivo es el microbus que lleva a los profesores y a unos 15 alumnos al colegio de la vereda Corales. Hay energía eléctrica y acueducto. El agua solo llega cada ocho días, por lo que muchas personas se surten de aljibes. La única tienda de la zona es la de Marta Duquino, pero esta mañana de marzo su inventario no supera las tres cajas de cerveza. En carro, esta Bogotá chiquita y pobre se atraviesa en unos tres minutos. La frontera es una quebrada de aguas lentas, junto a un cultivo de alverja y a un pastizal donde se alimentan las cinco cabras de Pedro Antonio Lemus, quien vive en uno de los extremos del caserío. Aquí, la mayoría de los habitantes se acuesta entre 8 y 9 de la noche. No hay mucho que hacer aparte de escuchar rancheras, vallenato y música carranga. Además, el frío, que a veces bordea los cero grados, no permite mayores actividades después de las seis de la tarde. Héctor Nomesque, el locuaz fontanero de Sunguvita y Corales, hace cuentas de los televisores que hay en las 20 viviendas que conforman el caserío. Concluye que no pasan de cinco y “apenas cogen tres canales”. “¿Neveras..? hummmm… Si acaso hay una”, dice Nomesque, quien hace más de una década trabajó como albañil en Bogotá, la capital, pero se devolvió a su tierra. Como él, un buen número de estos bogotanos boyacenses ha trabajado en la capital de país. Daniel Cruz, por ejemplo, se fue antes de los 10 años con un primo que lo puso a cortar ladrillo en los chircales de San Isidro, en las lomas del suroriente de la ciudad. Cuando tenía 25 años regresó al caserío. Allí se enamoró de Tránsito Herrera y no volvió a salir de su Bogotá. Con Tránsito tuvo seis hijos que viven en las veredas cercanas. “Uno ya viejo qué va a hacer a una ciudad, si lo único que sabe es coger la pala”, dice. A los jóvenes tampoco los deslumbra la otra Bogotá. Eliécer Talero, un muchacho tímido, intentó quedarse en la capital después de pagar servicio militar y solo consiguió trabajo en la ‘rusa’ (albañilería). Por eso decidió regresar al campo. Pero en la ciudad conoció los teléfonos celulares y esos sí lo encandilaron. Bajo la ruana carga un aparato por el que pagó con gusto los 280 mil pesos que se ganó desyerbando cultivos de papa durante un mes. Eliécer, al igual que casi todos sus vecinos, le dicen Bogotacito a este caserío, para distinguirlo de la ciudad de los ocho millones de habitantes. Nadie tiene una versión definitiva sobre el origen del nombre. Daniel Cruz afirma que se debe a que el lugar se encuentra dentro de una antigua finca que tenía ese nombre. Marta Duquino tiene la versión más arriesgada sobre el tema. Dice haber oído que en este lugar unos alemanes que venían de los llanos, por el camino de Casanare, iban a fundar una gran ciudad para hacerle competencia a la que hoy es la capital. josnav@eltiempo.com.co |
Felicitaciones por esa curiosidad, y que sorpresa haber encontrado a bogotacito, quien pensarìa que existiera.
Sabe una cosa muy cerca existe tambien Alemania, luego le contare cuando tenga todo.
hasta pronto.
luis angel
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