Y luego de un FINDE semana donde nuestro amigo, compañero, bioquímico, baterista y escritor de RACA MANDACA….el que nos regala siempre un CUENTO de la buena PIPA…Dn LITO ZANARDI que ideal para HOY nos trae…
“RODANDO en el FUEGO
Dicen que en ciertas islas griegas, tal vez en todas, todavía se conservan relatos hablados que, pasando de familia en familia, llegaron desde un tiempo remoto hasta el presente gracias a la voz y los oídos de innumerables personas que se los fueron contando unas a otras. Nadie sabe con precisión cuándo se originaron esas historias pero, aseguran, pueden ser tan antiguas como el mismo pueblo griego. Quienes las escucharon aseguran que en ellas se reconoce la voz de Homero porque aparecen los mismos hombres y dioses de los que hablaba él. La noción de un cuento colectivo, que va pasando de unos a otros, parece confirmar la hipótesis de que no existió un Homero sino muchos de ellos que dieron forma a esas historias que hoy consideramos clásicas. Al tener numerosos autores, es natural que ciertos fragmentos de la trama, o inclusive buena parte de ella, vaya variando al pasar de unos a otros porque es irresistible, para ellos, incorporarles algo de su propia factura. Pienso que quien decidió en cierto momento escribirlos, cristalizó la continuidad de un relato como una foto un instante de tiempo. Algo similar ocurre con las nubes cuando las observamos, donde la forma de un perro acostado se transforma en un hombre con pipa y luego en un arca a punto de naufragar. Tal vez esas formas sean las diferentes manifestaciones de una única cosa y, del mismo modo, esos relatos colectivos aspiran a ser todos los relatos de una vez. Cuando alguien los escribe detiene la ilusión, como si se fotografiara a la nube en su momento de perro dormido. En todo caso, no pretendo, al darle crédito a Sebastián y a El Viejo en este relato, que se detenga la rueda en donde está montado. No sé dónde está ahora Sebastián y prefiero descreer en quienes aseguran que no está en ninguna parte. Por si acaso lo cuento ahora, aun a sabiendas que de que Sebastián lo seguiría narrando, y mejorando, una y otra vez para que siguiera rodando. Rodando en el fuego, que siempre es el mismo.
A Sebastián lo llamábamos Sebita porque era el apodo que le había quedado cuando había sido niño en un barrio con calles empedradas en alguna parte del sur de la Provincia de Buenos Aires. Aunque el diminutivo contradecía a ese hombre alto y desgarbado de entradas profundas en las sienes, algo de aquel niño que jugaba a las bolitas en un patio de tierra bajo un techo grande de cielo se conservaba en él, especialmente cuando se ocupaba de prender fuego para un asado por ese brillo en los ojos que emulaba otros fuegos y, sobre todo, otro tiempo. No era mejor que cualquiera de nosotros haciendo un asado, pero le gustaba más hacerlo, especialmente, creo, por el ritual del fuego. Tenía, como todos, una receta particular para iniciarlo y reconozco que sí era diestro en esa tarea para encenderlo rápidamente en el aire escaso de oxígeno de la ciudad de México. No era de muchas palabras aunque varias veces lo descubrí hablando solo y distribuyendo gestos en el aire como si lo acompañara un algo invisible que lo molestaba. No creo que se tratara de algún fantasma que sólo él alcanzaba a ver sino, más bien, una costumbre que le había venido por el hábito de la soledad que, como sabemos, puede transformarse en un vicio incorregible. De la tarde que voy a hablar me queda sobre todo el relato de Sebita, que por una vez me lo contó a mí y no al amigo invisible que, sin embargo, estaba allí pero había dejado de molestarlo. El asado era como cualquiera de los otros y sólo lo recuerdo, especialmente, porque después de él habría siempre de evocar el modo y la importancia de hacer el fuego.
No sé cómo habían llegado al barrio esos polacos. Mirá que habiendo tantos lugares en el mundo recalaron allí, un tiempo después de la guerra. Cuando los escuchaba hablar esas palabras llenas de consonantes me decía que fui afortunado en nacer en la Argentina. ¿No te parece? Ése es un idioma de gente bárbara. Sin embargo eran buenos tipos. Los pibes se adaptaron rápido al barrio y en poco tiempo jugaban a la pelota con nosotros en la canchita que estaba al costado de las vías del ferrocarril. Pero del que más me acuerdo era de El Viejo. Se llamaba Basilio pero terminamos por decirle así, El Viejo, porque calzaba una gorrita al estilo Lenin, tenía barba blanca y fumaba en pipa un tabaco que olía a caca de vaca recalentada . El Viejo conocía la receta para hacer vodka a partir del fermentado de papa. Había sido químico en su país, decía, y por eso sabía destilar. En el fondo de la casa había armado un alambique con un tubo de vidrio rodeado por una serpentina de cobre que conectaba a la canilla de la pileta de lavar ropa para que circulara agua fría. Dejaba fermentar las papas en un tacho tapado y luego volcaba el líquido en una olla de aluminio que conectaba al resto del artefacto. Y, para que hirviera todo eso, hacía un fuego con maderas o carbón que iba alimentando de a poco. Él me enseñó a prenderlo así. A los pibes de la cuadra nos gustaba sentarnos junto al viejo y ver las llamas, brillando en medio de la noche, y las chispas que subían al cielo en un espiral. El procedimiento lo hacía de noche porque creía que así era más secreto. Pero, aunque como sabés está prohibido hacer alcohol en la casa de uno, a nadie le importaba mucho lo que el viejo hacía. Pero, ahora pienso que fabricar esa porquería tenía algo de clandestino y eso le gustaba al viejo. Había sido oficial del ejército polaco y, en cierto modo, lo seguía siendo. Como todos seguimos siendo, de algún modo, lo mejor que fuimos aunque eso haya pasado en un tiempo de cuento ¿no?
Creo que siempre tomaba más o menos lo mismo. A veces se le iba la mano con el vodka, pero no se volvía un tipo peligroso. Dicen que el alcohol saca afuera lo que guardamos como un secreto y cuando chupamos demasiado no es que nos transformemos en otra cosa, sino más bien aparece eso que tenemos oculto y que también somos aunque no nos guste que se vea. A El Viejo se le daba por ponerse triste. A veces cantaba canciones en su idioma que, tal vez, hablaran de antiguas aldeas y caminos por donde se iba al campo o de cualquier cosa por el estilo. No sé por qué pensaba que debían decir lo mismo que nuestras zambas o vidalitas. Canciones simples que hablan de las cosas de la gente: el trabajo, que siempre es pesado, el pago, que siempre es escaso, las mujeres, que siempre son ingratas y nos dejan en la vía. Aquella vez estábamos, como siempre, mirando el fuego y El Viejo había tomado bastante. Entonces, nos contó que, en tiempos de la Segunda Guerra Mundial,habían llegado a un bosque en la zona del frente. Era el tiempo en que el Ejército Rojo había invadido Polonia por el este, mientras que los alemanes por el oeste. La zona era quebrada y, tal vez, dijo, un grupo de rusos se había extraviado en la zona. El bosque estaba metido en una hondonada y era fácil emboscar a quien se metiera allí adentro. Había nevado la noche anterior y el frío parecía haber congelado también el aire. Entonces vio a un muchacho, un soldado ruso, metido en un agujero en donde estaba intentando encender un fuego. Se recostó en un parapeto y lo vio juntar, laborioso, ramas y algunas hojas para encenderlo. Lo tenía, contó, en la mira de su fusil y era divertido ver al soldadito afanándose en encender una llamita. No era fácil, todo estaba congelado y a cada madera había que sacarle puntillosamente la nieve. Cada tanto frotaba las manos contra los pantalones o las golpeaba entre sí. Hasta que, por fin, un breve fuego empezó a salir. Entonces, El Viejo, corrió el percutor. Dice que el soldadito le sonrió, con los ojos bien abiertos, un segundo antes de meterle un tiro justo en el medio. Siempre que encendía un fuego, como casi todas las noches, nos dijo, recuerdo al soldadito ruso y lo que le hice aquella noche. Y me digo que, en cierto modo, lo llevo siempre conmigo.
Por eso, concluyó Sebastián, me gusta hacer el fuego. Me gusta mantenerlo así, vivo, que nunca se acabe. Para que siga rodando y, si yo no estoy para hacerlo, se lo dejo a algún otro para que no se apague nunca más.
La conocida interpretación de Machado, de que un soliloquio presume la esperanza de hablarle a Dios en cierto momento, se hizo popular más por la armonía de las palabras que por su certidumbre, por supuesto, inverificable. Aunque a Sebita de algún modo le merodeaba la noción de Dios con alguna insistencia, no era un tipo religioso. Varias veces lo sorprendí tarareando aquel reproche de Discépolo, “dónde estaba Dios cuando te fuiste”. No era que no creyera en él. Más bien opinaba que estaba muy atareado y no se ocupaba demasiado de sus cosas. Ni de las nuestras, claro.”
Que tal la joyita LITERARIA …que me nos hizo RECORDAR a este..:
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