Un orgasmo de melómano: reconciliarse con aquel disco del pasado / Ay Dios, Arjona
Hoy, una anécdota acerca del paso del casette al CD… y de paso, una reseña acerca de uno de los grandes discos que he descubierto en mi carrera melómana. Bienvenidos a la Caja de Resonancia.
Me alejé unos días, durante un necesario viaje de vacaciones para recargar energías. Pero ya estoy de vuelta y preparando sorpresas para los próximos posts.
Durante mi ausencia, Ricardo Arjona volvió a conquistar Colombia -¡talvez por eso fue importante irme!-. Y ya todos sabemos cuál es la fórmula mágica del poeta de Jocotenango, o sino que lo diga su célebre curso de composición:
En esos días también ocurrió algo triste: el concierto de Megadeth en Bogotá que ya estaba rodando sobre sus propias ruedas y que los organizadores estaban planeando para el 8 de mayo, se cayó por problemas de negociación. Creo que el empresario no se atrevió, teniendo cerca la fecha de Aerosmith. Yo le aseguro que los dos públicos son muy diferentes y que Megadeth habría convocado a muchos fanáticos que la esperaban con ansia.
Ánimo a los empresarios, no se rindan ante la adversidad y, sobre todo, no caigan en el error de subestimar a los públicos.
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Una experiencia religiosa
Hace unos días cancelé una deuda de vida: compré el álbum que me convirtió en melómano. Eso suena estúpido, cómo es posible que no tuviera lo que me marcó la vida, pero es cierto. Al querer conocer cada día algo nuevo, durante años me dediqué a comprar muchos discos excepto aquel que me transformó en lo que soy. Ahora pude enmendar ese error y volver a hiperventilar con él cuando lo saqué delicadamente del empaque de papel. Fue como tener la oportunidad de perder la virginidad por segunda vez.
¿Les ha pasado alguna vez?
Hace ya buenos años, ‘The Black-Man’s Burdon’, de Eric Burdon and War, llegó a mí accidentalmente, como un casette que compré en el Mercado de las Pulgas. Hasta ese día, para mí la esencia del rock era una biogénesis básica entre los Beatles -me creía beatlemaniaco, sin serlo realmente- y los Rolling Stones, que me gustaban un tantito. Pero un domingo, caminando con mi padre por la carrera tercera entre calles 19 y 23 -algo que para nosotros era como una tradición familiar-, entre los corotos amontonados por los vendedores, sonó una extraña versión de ‘Paint it Black’, una canción que en esa época todo el mundo conocía porque acompañaba la presentación de la serie de televisión ‘Misión del deber’. Pensé «hey, qué raro suena eso» y fui a ver.
El hombre que lo vendía podría parecer un tipo común y corriente, pero yo lo recuerdo hoy como un monje cruzado de brazos, vigilante de una pequeña caja llena de casettes, que parecía recibir el sol sólo los domingos y ser portador de un voto de hambre obligatorio… un ‘langaruto’, como decía mi mamá. Asumo que no dormía porque tenía las ojeras propias de quien ha rumbeado toda la vida pero se levanta cada domingo a continuar el rebusque. Maestro, el responsable de esta melomanía.
Ese día me fui a casa y mi vida se transformó. Ya no escuchaba la música de la misma manera. Nunca me imaginé que los casettes tuvieran tanta vida útil.
Pero nunca compré el disco, que era muy difícil de conseguir aquí en Colombia. Lo ví alguna vez en la tienda de Vicente, en el centro, y ese día preferí llevarme algo de Jethro Tull. Nunca lo encargué. Es como si lo que es básico en tu vida lo dejas ahí, y prefieres engolosinarte con todo lo nuevo. Es como comprar televisor nuevo pero no reparar esa puerta que chirrea desde hace 20 años.
Hace quince días viajé a Washington y encargué algunos discos en Amazon a un domicilio allá. Era una buena oportunidad para enmendar el error, así que lo compré. Había algo que me atosigaba en el avión, y supe qué era cuando llegué y encontré el disco. Me demoré unos 5 minutos retirando el papel para que no se rayara la caja. Lo hice casi a medianoche, para que nadie me interrumpiera.
Les juro que la respiración cambia. Sudé. Recorrí cada página del cuadernillo con la misma ansiedad que tendría José Miel al leer una carta de su mamá. Ya conocía todas las fotos pero igual me sorprendían porque me transmitían una energía única. Es algo muy difícil de describir, porque es como descubrir algo que ya conoces.
‘The Black-Man’s Burdon’ (1970) es un álbum complejo. Pero ni eso, ni mi obsesión con él, conducen necesariamente a pensar que sea uno de los mejores álbumes de la historia del rock. No creo que lo sea. Más allá de todos los valores que intente imputarle, hay que reconocer objetivamente que este trabajo es el resultado de una búsqueda pretensiosa y un tanto morbosa del productor Jerry Goldstein por ver qué salía de la combinación de War -un grupo formado un año antes que ya era raro en el mercado gringo porque era funk mezclado con congas en la onda del latin rock, producto de la mezcla con la comunidad chicana en el area de Compton / South Bay, de Los Angeles- con la voz inmensa de su amigo personal Eric Burdon, cuya carrera necesitaba un relanzamiento, pues para 1970 el sonido ácido sicodélico de la británica The Animals ya no tenía cabida.
El otro gran ingrediente era Lee Oskar (el blancuzco en esta cara del álbum), un armonicista danés -más conocido hoy por su marca de armónicas que se venden como pan caliente entre los fanáticos del blues- que fue quien se encargó de presentarlos a todos.
La argamasa que salió de ello fue genial. El álbum, que es un viaje musical de una hora y 30 minutos, salta con versatilidad entre géneros diversos pero por alguna razón, no parecen cambios bruscos. Talvez sea la línea percutiva latina lo que conecta todo. O posiblemente el sonido de Oskar, que es cálido y limpio -incluso estilizado frente a lo rústico que es el blues- pero claramente diferente a cualquier armónica gringa.
Por eso, de repente estamos en blues, saltamos a una batucada africana, luego nos hallamos inmersos en el soul y de pronto, en un lamento de esclavos de plantación que progresivamente se convierte en una descarga. Y los covers, que son el fuerte en el catálogo de Burdon, se roban el show. La versión de ‘Nights in White Satin’, grabada por la banda de rock sinfónico The Moody Blues unos cinco años antes, es mucho más impresionante que la original. Algo similar pasa con ‘Paint It Black’, cuyo bombardeo dura unos 11 minutos y deja mal parados a los Rolling Stones. Hágame el favor el atrevimiento. Pero así era Burdon en sus mejores años, experto en redimensionar viejas canciones. Una vez lo intentó con algo de Pink Floyd y ahí sí se quedó corto.
Conceptualmente, el álbum cuyo extraño título suele generar confusiones incluso entre los angloparlantes, combina el sabor del guetto negro con una suerte de tributo hippie casi ritual a la mujer, primero madre y luego dominatriz de nuestros impulsos primordiales. En las fotos internas del cuadernillo, Burdon aparece como un pequeño, sin camisa, entre las piernas de una mujer negra de inmensas proporciones. Y no creo que sea descabellado enlazar esto con lo que era para entonces Burdon, un ex publicista británico que quería ser negro: en los años cincuenta y sesenta encargaba a los marineros de los barcos que llegaban a puerto en Newcastle que le trajeran discos de blues del otro lado del charco, tiempo antes de que los Rolling Stones convirtieran a Muddy Waters y a Howlin Wolf en la atracción de temporada en el viejo continente.
Suerte y pulso.
PD: Durante mi ausencia, alguien insinuó que a mi me están escribiendo los posts. Hombre, no, eso no ha pasado, lastimosamente: me encantaría que ustedes aporten sus textos, pues la Caja no es solo mía, así que adelante, quienes quieran escribir un post, bienvenidos, con mucho gusto lo publicaré (si resulta interesante para los demás, obvio). Envíenlo a cajaderesonancia en Gmail.
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