El increíble caso de Íngrid Betancourt
Estoy de acuerdo con Samper Ospina cuando pide en su última columna de la revista Semana que incluyan este último y brillante episodio como final de la tal miniserie de la Operación Jaque. A ver si esos mismos que la ven son los mismos ciegos que un día pidieron que Íngrid Betancourt se ganara el Premio Nobel de Paz. Jamás entendí semejante absurdo: ¿qué hizo ella para contribuir a la paz? ¿irse en contra de todas las advertencias para ganar puntos en su campaña presidencial? ¿qué diferencia tenía ella con los demás secuestrados a quienes ese público tan ávido de historias emocionantes y amarillas no tuvo tan en cuenta? Las únicas que logro ver yo son dos: primero, que ella fue secuestrada en medio de un acto desmedido de querer figurar y sumarle puntos favorables a su imagen -creyendo que nada le pasaría, obviamente- mientras que la mayoría de los otros fueron privados de su libertad durante el cumplimiento de su deber con el país -esos sí, con recursos y protección precarios-, y, segundo, que Íngrid y su familia se aprovecharon al máximo de su omnipotente ciudadanía francesa y de su condición socioeconómica privilegiada en medio de tanto secuestrado pobre y anónimo. Eso es todo. Duro pero cierto.
Nadie -de verdad, nadie- niega por un solo segundo que el secuestro sea la más vil e inhumana de las estrategias utilizadas por esos guerrilleros que se han olvidado de su condición humana y que parecen haber dejado de sentir, ni tampoco que quienes lo han padecido hayan tenido la oscura fortuna de vivir en carne propia una pesadilla inimaginable para la mayoría de la humanidad. Tampoco puede negar nadie que el secuestro de un ser querido pueda representar la desgracia de una familia entera, esa que no tiene remedio y que clava en el alma de un grupo de personas una tristeza que no se puede arrancar con nada.
Pero tampoco es posible desconocer que existen personas calculadoras y amantes del poder, la fama y el dinero que, muy a pesar de su tristeza, logran manipular las situaciones y aprovecharse de ellas ante los ojos atónitos de una sociedad. Ya se vio a una Yolanda Pulecio pantallera durante esos años eternos que duró el secuestro de Íngrid, tanto para ella como para los demás colombianos -guardando las proporciones-; ya oímos incrédulos los llamados de personas de diferentes lugares del mundo que proponían a esa «heroína francesa» como Premio Nobel de Paz y que la comparaban con Juana de Arco. Después esperamos nerviosos los colombianos -incluso aquellos a quienes no nos convencía ese espectáculo que se había formado en torno a la leyenda de Íngrid Betancourt- a que esa heroína que recuperó su libertad -y que nos hizo llorar de alegría y observar las imágenes con los pelos de punta por el solo símbolo en el que se había convertido, el símbolo de un país en el que la sangre y la privación de la libertad se habían vuelto cosa de todos los días- anunciara sus intenciones en el ámbito político colombiano como continuación de una campaña que nunca pudo finalizar, y respiramos tranquilos -con un poco de compasión- cuando esa mujer enjuta y de cabellos largos se sumió en un largo silencio más allá de las fronteras geográficas del país.
Dejando a un lado el Premio Príncipe de Asturias que recibió -¿por qué? aún no lo entiendo- y los actos a los que asistió durante sus recorridos por Europa, Íngrid no había caído en eso que los que habíamos sido más escépticos frente a ella habíamos esperado de su regreso. Pero cómo es posible que ahora regrese la heroína francesa, la Juana de Arco franco colombiana que nunca recibió su Nobel de Paz, a demandar por una suma multimillonaria a un estado que solo le advirtió que no se metiera donde se metió, que luchó por su liberación -incluso liberando a un integrante clave de las Farc como lo es Rodrigo Granda-, que sostuvo innumerables diálogos con otros países para lograr una ayuda que permitiera acercarse a su liberación, y que, finalmente, la liberó en una operación de película sin disparar un solo tiro y sin ceder ante un grupo de narcotraficantes, asesinos y secuestradores.
Ella demanda al estado y yo, ante semejante absurdo, ante un acto tan contradictorio y tan perjudicial para ella misma -a quien dinero no le hace falta teniendo en cuenta que se acaba de embolsillar siete millones de dólares por los derechos de su libro- en todos los sentidos, solo me atrevo a pensar que su mente sufrió un golpe del que nunca podrá recuperarse, uno que hoy no le permite ver claramente la diferencia entre aquel que vela por su bien y aquel que trabaja por su mal, entre el estado y la guerrilla.
Es por eso, precisamente, que el estado colombiano no debe negociar con unos terroristas que han probado su falta de humanidad ni debe hacer que esa herramienta podrida que es el secuestro se vuelva tan poderosa y termine creando héroes y heroínas que deben ser recuperados a toda costa, incluso a costa del presente y el futuro del país y de los avances que se han hecho en materia de seguridad.
Hoy siento compasión de ver a una Íngrid disminuida que dice frente a las cámaras -y gagueando- que se arrepiente de un exabrupto que intentó llevar a cabo tan solo unos días atrás. Siento compasión al ver cómo una estrategia llevada a cabo por seres que ya no creen en otras opciones logró golpear el juicio de una mujer inteligente que un día soñó con ser la primera presidenta de Colombia. Quiero pensar que la intención de esa millonaria demanda fue solo el resultado de una mente perdida que divagó en las selvas mientras otros conocíamos las maravillas de Internet. Por eso mismo ese show mediático montado alrededor del secuestro de Íngrid que logró trascender las fronteras del país no se puede repetir. Porque no podemos entregarles a seres que han dejado de lado su humanidad una herramienta engrandecida por nosotros mismos para que acaben con nuestro juicio y terminen por hacernos enfrentar con el enemigo equivocado.
• Íngrid, recupera el tiempo perdido sin quedarte encerrada en venganzas ni análisis inútiles sobre cómo pudo ser lo que ya fue de una manera diferente. Si Colombia te recuerda los peores días de tu vida, aléjate de ella que hay un mundo entero a tu disposición. No soy quien para comprender lo difícil que eso debe ser, solo hablo como un ser humano que piensa que hoy solo tienes tu presente y tu futuro, y que no vale la pena alargar una pesadilla que ya quedó atrás.