Esta mañana salí a hacer ejercicio y me encontré con el rencor de quien se siente menospreciado por la vida. Un hombre se me acercó diciéndome que estaba harto del rechazo y de los malos tratos de los ricos, y que no quería pedirme plata, sino que lo invitara a un desayuno porque tenía hambre.
Yo, que soy incapaz de negar una sonrisa y que no se me pasa por la mente mirar mal a quien se me acerque, percibí una rabia y una especie de reclamo por parte de aquella voz y aquella cara sucia que me hacían detenerme en mi rutina para ser consciente, una vez más, que yo iba en camino a desayunar mientras otros permanecerían con el estómago vacío.
Digo, pues, que no fue alguien amable quien se me acercó, sino un hombre que ya no tenía deseos de fingir sonrisas ni de pedir favores; era un hombre con hambre y cansado de sentirse menos.
Ese hombre es el símbolo de tantos millones que ven nacer y florecer en ellos el rencor y la rabia contra una sociedad que, la mayoría de las veces, en vez de sonreírles así les diga que no, los devuelve con una cachetada.
Es eso lo que hace quien no es capaz de sonreír y quien cierra la ventana del carro con cara de susto o de fastidio: alimentar la violencia de quien, probablemente, algún día terminará agrediéndolo.
Y, como detalle final, no sobra recordarles a quienes lean esto, por más que el recuerdo solo permanezca vivo durante unos segundos, quizá un minuto, que el hambre y el desprecio pueden despertar sentimientos y llevar a acciones que difícilmente hubiéramos imaginado…No sobra tampoco preguntarse uno mismo hasta qué punto sería capaz de llegar si trataran mal a sus padres, a sus hijos, si la sociedad que los viera llegar al mundo les diera bofetadas permanentes y se alimentara frente a sus ojos que, poco a poco, irían apagándose del hambre.