Un carro bomba más en Colombia
Esta mañana Colombia se levantó con una noticia como esas de aquellos años negros que hoy recordamos con terror: los años de Pablo Escobar y muchos de los que le siguieron, días en los que un carro bomba, aunque asustara con su estruendo, no extrañaba a nadie.
Hoy extrañó un poco más, pero no lo suficiente. Y el problema no es tanto que el carro bomba, el atentado como tal, no nos extrañe. El problema es que en Colombia la muerte no nos asombra, ha perdido gran parte de su sentido, de ese que debe darle el valor de la vida, no solo de la propia, sino la de los demás.
Aquí desde hace mucho los muertos pasaron a ser números, cifras sin rostro que inundan los noticieros y los periódicos. Las masacres están llenas de sumas de ese estilo que pasan de boca en boca sin ser comprendidas y sin escandalizar.
En Colombia ya es normal hablar de X número de muertos sin que ellos represente nada fuera de lo común.
Como decía, esta mañana amanecimos con una noticia negra y el país se volvió a untar de anestesia. A mí me preguntó una señora, mientras miraba un televisor en un sitio público y sin disimular una extraña risa que no pude comprender: «¿y a cuántos mataron esta vez?»
La pregunta no era una preocupación, sino una curiosidad.
Tampoco hubo un alivio cuando le dije que a ninguno; simplemente indiferencia.
Mientras en otros lugares del mundo una muerte es motivo de luto nacional y de conmoción, aquí cientos de ellas son un hecho más que, probablemente, nunca llegará a esclarecerse ni a terminar en un juicio justo.
Entiendo que ha sido demasiada la sangre que hemos visto correr y que cuando algo pasa tantas veces empieza a verse como algo común. Pero, hablando de la vida específicamente, es una obligación que eso no suceda jamás.
Tenemos que despertarnos; necesitamos amar la vida y que nos duela la muerte.
Irónicamente, me toca recurrir a cuatro palabras que fueron usadas hasta el cansancio por Mockus en su campaña: «La vida es sagrada«.
No puede ser de otro modo; esa tiene que ser la base.