Hoy en Colombia nos alegramos por la muerte de un hombre, de un ser humano; nos asombramos al ver publicadas en los principales medios de comunicación fotografías de primeros planos de un rostro humano hinchado, manchado de sangre y con los ojos cerrados para siempre.

Esa alegría colectiva por una muerte se justifica, a mi modo de ver, por tratarse de una sociedad hastiada de la violencia, del desangre y de los atentados contra la dignidad y la vida humanas. La alegría es por la muerte de uno de los símbolos de todo eso que ha aterrorizado a esa sociedad que ha ido perdiendo su pudor.

Y, en segundo lugar, la publicación de las escalofriantes fotografías, que no deja de ser impactante, se justifica por tratarse de un hecho tan importante para la sociedad colombiana y para la comunidad internacional, de un acontecimiento que tiene que ver directamente con el bienestar y la vida de millones de personas que se han visto afectadas directa o indirectamente por los actos de un grupo de seres humanos dirigidos por hombres como el que aparece en las fotos, que se han encargado de atravesar la vida de una nación con pesadillas sin fin. Se justifica, decía, porque cada uno de nosotros pudo ver que el Mono Jojoy realmente está muerto, que no es ningún engaño de los poderosos para lograr sus fines, que el paso hacia un mayor debilitamiento de la guerrilla es real. Y así no se debilitara este grupo de inhumanos con esta muerte, para muchas de las víctimas el hecho de ver la fotografía significa respirar más tranquilos, cerrar capítulos, dejar de soñar con el terror.

Pero a lo que voy es a lo siguiente; en varias ocasiones he hablado de la importancia de la educación, de la inversión social, del deber del estado de darles las condiciones de una vida digna a todos sus ciudadanos con el fin de lograr que estos crezcan rodeados de posibilidades, que son las que les permiten sentirse incluidos en una sociedad, creer en su estado, convertirse en hombres de bien y perseguir objetivos legítimos a través de medios legítimos, alejándose de esos caminos a los que se ven obligados a recurrir -algunas veces- quienes se sienten excluidos y quienes sienten que sus alternativas se han agotado.

Recordé eso que pienso y que varias veces he expresado cuando leí la columna de María Isabel Rueda de esta semana. Ella cuenta cómo, en 1987, visitó un campamento guerrillero en el que conoció al Mono Jojoy, sin saber que era él, y, cuenta cómo él le dijo que había estado en la guerrilla desde los catorce años, que no conocía otra cosa ni otra vida que la de la guerrilla y, a la pregunta de qué tan reales eran sus intenciones de continuar con el diálogo con el gobierno para  abandonar la guerra, la respuesta fue que él estaba educado para seguir órdenes.

Miren cómo hemos creado monstruos, cómo la falta de estado se convierte en su propia condena. El Mono Jojoy un día fue un niño de catorce años que no vio más opción que empuñar un fusil; entonces lo hizo y se convirtió en un monstruo, en uno que ha desangrado a Colombia y que ha puesto en jaque al estado colombiano.

Si nuestro estado no tuviera que invertir tanto en la guerra, podría darles mejores condiciones de vida a sus ciudadanos, pero es por haberlos descuidado que hoy tiene que invertir tanto en la guerra. Es un ciclo bastante peligroso.

¿Será que queremos seguir criando monstruos e invirtiendo en la guerra para seguir alegrándonos de muertes y de rostros hinchados en las primeras páginas de nuestros periódicos?

*Columna de María Isabel Rueda en la revista Semana:

http://www.semana.com/noticias-opinion/automata-guerra/145027.aspx

www.catalinafrancor.com