Visité la ciudad española de Córdoba hace algunos días y me encontré con una historia que recibí como un tesoro; me fue revelada una antigua costumbre de los romanos que, por lo sencilla y hermosa, se me metió por dentro.
Estuve en un restaurante de la Judería y entré a conocer la bodega de los vinos, exquisitamente decorada con tesoros remotos que me permitieron viajar en el tiempo. Su dueño, un señor que, según adivino, tenía unos setenta años, y que montó el restaurante hace cuarenta, me explicó lo que eran unas figuritas extraordinariamente bien conservadas que, en todo caso, expuestas detrás de un vidrio en una vitrina, revelaban el paso de los siglos
– Estos son lagrimales – dijo él.
– ¿Lagrimales? – le pregunté.
Aunque mi intento de descripción sea demasiado injusto con la realidad y les quite todo su encanto -creo que la historia del cómo se usaban se los devolverá de todas maneras- podría decir que se trataba de una especie de tubitos hechos de piedra o cerámica -creo- del ancho y largo del dedo anular, que terminaban en una parte un poco más ancha, como si fueran embudos.
Según me explicó, los lagrimales eran usados por los romanos que perdían a un ser muy cercano, como la esposa o la madre, para llorar en ellos, guardar sus lágrimas y luego enterrarlas con el muerto amado.
Ese es el ser humano en el que yo creo; el que extraño todos los días de mi vida.