Hace unos días escribí alguna de esas historias típicas mías, algún sentimiento de esos que yo me saco de adentro porque lo necesito y porque me gusta encontrarme con al menos una persona que lo entienda y que me diga que lo ha sentido o con una que me diga que gracias a lo que leyó lo entendió, lo sintió.
A veces, cuando cuento una historia simple a partir de un sentimiento mío, sé perfectamente que suena ingenuo, pero es que sí: soy ingenua, miro la vida con el alma, me duele nuestro mundo; mientras más lo conozco menos lo comprendo y más me parte por dentro.
Entonces, en ese texto del que hablaba, escrito en este blog, algún lector me escribió que parecía una niña descubriendo el mundo. Ya estoy acostumbrada a todo tipo de comentarios negativos. Jamás escribirá alguien y no tendrá quien lo critique. Pero en ese momento, cuando leí ese comentario, que en principio es negativo, me pregunté: ¿no lo soy? Claro que lo soy; sí, así, rara y distinta a todos, confieso que a medida que voy cumpliendo años y teniendo más posibilidades de entender lo que me rodea, mi corazón y mi mente van hacia atrás, devolviéndose hacia una especie de niñez que todo lo cuestiona, todo lo pregunta, que no entiende nada, que nada le parece lógico. Se los digo de una vez: cada día, cada segundo, entiendo menos la forma en la que funciona el ser humano, no entiendo ni entenderé jamás esa capacidad que tenemos de convertirnos en monstruos y de destruirnos mutuamente; no entiendo ni entenderé jamás que la mayoría de los seres humanos se hayan acostumbrado a vivir con la idea de que hay algunos ahí afuera, hambrientos, enfermos y pasando frío; no entiendo ni entenderé jamás que algunos miren a otros como menos y sean capaces de destruir con miradas y palabras; no entiendo ni entenderé jamás la indiferencia de un mundo que derrocha en burocracia mientras algunos lloran por comida.
Todo esto lo digo porque anoche, más o menos a las diez, caminaba por la Gran Vía de Madrid, a cero grados centígrados, y un hombre se me acercó para entregarme un volante. Le agradecí con una sonrisa porque sí, soy esa niña incapaz de negar una sonrisa y de voltearle la cara a un ser humano, pero no le recibí el papel porque sencillamente también me duelen los árboles y sabía que ese papel iría a la basura y sería reemplazado por muchos otros que también irían a la basura. Pero, cuando seguí caminando, después de verle la cara de cansancio e impotencia a ese hombre que tenía que permanecer parado en el mismo lugar, a esa temperatura y rogándole a la gente que le recibiera un papel, me dolió nuevamente el alma. El frío, ese que me llena de dolor, ese que nadie debería tener que soportar sin abrigo. Fue ahí que pensé dos cosas: una, que quería escribir esta simple frase: hay trabajos duros, muchos de ellos inhumanos, y tantos millones de personas que los hacen sencillamente para seguir siendo personas; y dos, que una vez más era yo con una idea y un sentimiento de niña chiquita descubriendo el mundo.
Eso soy y creo que eso seré hasta que me muera después de los cien años que espero cumplir. Como me dijo hace unos meses alguien a quien admiro: «¡Qué bueno es que vivas indignada!» Pues sí, vivo indignada y siempre que lean algo mío encontrarán un poco de esa indignación; viviré descubriendo y escribiendo sobre los dolores del ser humano, sobre su inhumanidad.
Así me despido por este año. A ver con qué historias empezamos el próximo. Gracias a quienes leen estas palabras. Felices vacaciones, feliz Navidad, feliz año, qué sea feliz lo que cada uno celebre.